LA COTIDIANIDAD COMO SORPRESA – Margarita Saldaña Mostajo

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LA COTIDIANIDAD COMO SORPRESA

 

Margarita Saldaña Mostajo

Religiosa de la familia espiritual de Carlos de Foucauld

msaldanamostajo@gmail.com

¿Te has planteado en serio alguna vez cuál es el sentido de tu vida cotidiana? ¿Piensas que la rutina es un fastidio y haces todo lo posible por no caer en sus redes? ¿Te da miedo perder el tiempo, que se te pasen de largo los meses o los años sin terminar de hacer nada verdaderamente interesante? Si te reconoces un poco en alguna de estas preguntas, te invito a dar una vuelta por el sentido creyente de la cotidianidad.

¿Sentido creyente? Sí, por extraño que parezca y aunque no nos lo hayan contado con frecuencia ni en la catequesis, ni en las homilías, ni en los grupos de fe. La vida cotidiana, en perspectiva creyente, tiene un sentido, unas raíces, un horizonte. Cuando nos asomamos, lo que hasta entonces parecía gris y banal empieza a adquirir color y relieve, como si todo empezase a quedar habitado por una presencia hasta entonces insospechada.

La vida cotidiana, en perspectiva creyente, tiene un sentido, unas raíces, un horizonte

Rebobinemos un segundo. Sabemos que Jesús vino al mundo a recuperar el proyecto del Padre, a sembrar el Reino. Su sueño, el Evangelio, consiste en convocar a toda la humanidad a sentarse a la misma mesa, para que cada persona pueda sentirse hija legítima de un mismo Dios, hermana querida de todas las demás. Este proyecto apasionante le costó a Jesús su misma vida: convencido de su valor, no ahorró nada, ni siquiera la última gota de sangre de su corazón traspasado. 

Gracias a esta opción radical de Jesús, la salvación fue penetrando en todos los tejidos de la realidad. Por eso decimos que Él nos salvó por su muerte y por su resurrección. Lo que olvidamos a menudo es que nos salvó «por su vida», de la que forman parte su muerte y su resurrección. Entonces, si toda la existencia humana de Jesús es salvadora, portadora de la buena noticia del Reino, conviene observar minuciosamente en qué consiste esa vida. 

Y ahí es donde nos llevamos la gran sorpresa de descubrir que Él ha vivido durante la mayor parte de su existencia igual que vivimos nosotros. Sí, por extraño que parezca, el Hijo de Dios no llegó a un palacio romano, ni a una academia griega, no se hizo un filósofo reputado ni un poderoso emperador. Cuando el Padre soñó la vida que sería más digna para su Hijo Jesús, eligió un pueblo perdido en la periferia del imperio: Nazaret. Allí creció y maduró, pasando de tal manera desapercibido a los ojos de sus contemporáneos que sus paisanos no podrán creer más tarde que Él, el hijo de José, el carpintero, es el Mesías esperado.

Nazaret es el lugar simbólico que dota de un sentido nuevo a la vida cotidiana del cristiano. En Nazaret, durante treinta años, no ocurre nada extraordinario. Jesús nace en el seno de una familia normal, que es «sagrada» no porque en ella no se den los conflictos sino porque los resuelven con la creatividad del amor. El noventa por ciento de su vida terrena (¡¡¡treinta años sobre treinta y tres!!!), Jesús se dedica a realizar un oficio manual sin ninguna relevancia y aprende lo que significa ganar el pan con el sudor de su frente. Siente en su propia carne el peso de la presión fiscal y de la injusticia que viven todos sus vecinos. Pertenece a un pueblo, a una comunidad de fe, que le introduce en la relación con Yahvé; Él mismo irá haciendo su propio proceso de descubrimiento del Abbá y de su vocación de Hijo, de Enviado.

La vida de Jesús en Nazaret, si la contemplamos de cerca, no tiene gran cosa de interés. Hasta tal punto es una existencia corriente que los evangelios no han conservado apenas nada de estos años nazarenos de Jesús. Y, sin embargo, igual que las raíces son las que sostienen el peso del árbol, la vida de Jesús en Nazaret es la que le confiere identidad: por algo será llamado siempre Nazareno, en los caminos de Galilea, en el Calvario e incluso después de la resurrección.

Si todavía sigues pensando que tu vida cotidiana es solo una preparación hacia etapas que serán mucho más entretenidas, vuelve los ojos despacio hacia este Jesús que ha gastado la mayor parte de sus años en Nazaret. Ojalá que su vida cuestione la tuya y te muestre que lo pequeño tiene un valor infinito, que el amor auténtico se forja en el silencio callado más que en los discursos grandilocuentes, que la misión no consiste solo en realizar actos heroicos sino en ser capaz de entregar la vida gota a gota en esos mil gestos desapercibidos que recorren cada página de nuestras agendas.

Cuando tengas la impresión de que tu vida cotidiana es una superficie plana de la que no se puede esperar gran cosa, contempla despacio el lento transcurrir de los días, los meses y los años del Hijo de Dios en Nazaret. Ahí comprenderás que la mirada del Padre es muy diferente de la nuestra, y que lo que Él espera no son resultados eficaces sino frutos sabrosos. Dar fruto está alcance de cualquiera, sin importar que nuestra vida tenga más o menos éxito a los ojos del mundo; dar fruto consiste en amar y en entregar la vida, no solo en los grandes acontecimientos sino, sobre todo, en los pequeños.

Dar fruto consiste en amar y en entregar la vida

La vida de Jesús en Nazaret puede entonces iluminar de sentido tu caminar de todos los días y ayudarte a sentir que esos momentos que te parecen irrelevantes tienen ya sabor de eternidad. El Nazareno te preguntará, quizá, con qué talante afrontas la repetición, qué lugar dejas disponible para escuchar y acoger a quien llega sin avisar, cómo vives aquellas circunstancias que escapan a tu control, a qué y a quién reservas lo mejor de tu tiempo y de tu energía. En Nazaret no hay nada inútil ni vacío. En tu vida cotidiana, si miras bien, seguro que tampoco. 

Margarita Saldaña Mostajo es autora de Tierra de Dios. Una espiritualidad para la vida cotidiana (Sal Terrae, 2019) y El hermano inacabado. Carlos de Foucauld (Sal Terrae, 2022).