Fernando Negro
Orar es entrar en contacto con Alguien que nos ama antes de que le amemos, que nos busca antes de que lo busquemos, y que, antes de encontrarlo, ya nos ha encontrado, pues habita dentro de nosotros mismos. Su gran pasión es comunicarse con nosotros sin protocolos, en todo momento y en toda circunstancia. La oración no es acerca de un tiempo concreto y sagrado. La oración es acerca de ese amor que brota siempre, en todo lugar y circunstancia.
Sin pedirnos permiso, Dios está ahí, dentro de nosotros, pues somos imagen suya, imagen de su amor, porque Dios es solamente Amor. Por tanto orar es hacernos conscientes de su presencia, sin protocolos, como cuando nos hacemos conscientes de que el sol está sobre nosotros bañándonos con sus rayos de luz y calor. Somos su imagen, somos transportadores de su presencia pues, como decía San Agustín, “Dios es el Afuera que está dentro”.
El Papa Francisco decía algo que cuadra a la perfección con lo que acabamos de expresar: “Dios no espera a que nosotros vayamos hacia Él, pues es Dios quien viene a nosotros, sin cálculos ni cuantificaciones. Así es Dios. Siempre es el primero en dar el primer paso para encontrase con nosotros.”
Por tanto: orar es ser consciente de Su Presencia dentro de nosotros, ser conscientes de que TODO es huella de Su Presencia amorosa, ser conscientes de que TODO lo que nos sucede y ocurre en el mundo tiene sentido. Es ser conscientes de que TODO, aún lo doloroso y equivocado, está bien; y al final todo estará bien.
Los protocolos son normas de actuación que hay que cumplir: existen protocolos médicos, protocolos éticos, protocolos de acción política y social, etc. Un protocolo, para resumir, es una norma de conducta a seguir para alcanzar un fin.
Por analogía, cuando estamos invitados a un acto formal donde lo importante es representar un rol de parte de un grupo o una institución determinada, sentimos un cierto grado de ansiedad debida a la inseguridad que nace de no saber exactamente acertar en la forma de vestir, de hablar, de dirigirnos a las personas, etc. En cierto modo, el protocolo nos proporciona una cierta seguridad, pero no nos hace por eso más cercanos a aquellos con quienes nos relacionamos.
Nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Hace falta un protocolo determinado para acercarse a Dios? La respuesta es clara y contundente: NO. Ser conscientes de una presencia luminosa dentro de nosotros, se nos da gratuitamente, a cada esquina de los avatares de la vida, sobre todo cuando nos hacemos conscientes de lo que somos, sin máscaras, sin añadidos ni sustracciones, simplemente siendo quienes somos.
Por tanto, el único protocolo imprescindible es éste: estar conectados con nuestra esencia, más allá de nuestras apariencias.
¡Qué bueno sorprendernos de vez en cuando diciéndole al Dios que vive dentro de nosotros: “¡Dios soy yo!”, para escucharle decir: “¡Marta Paula, soy Dios!”.
Cuando le digo a Dios quién soy, aquí y ahora, me conecto conmigo mismo, y me hago una sola cosa con mi alegría o con mi pena, con mi culpa o mi canto de liberación, con mi paz interior o
con mi ansiedad. Es así como mi vida se convierte en oración. Por tanto orar es mucho más que “decir mis oraciones” de memoria. Consiste sobre todo en hacer de mi vida una oración.
Hay momentos durante el día en los que experimento desaliento, frustración, ansiedad, sentido de culpa malsana, etc. Me sorprendo elevando la mente a Dios, independientemente del lugar donde me encuentre, para pedirle que me ayude, que sobrelleve conmigo el peso psíquico de mi vida. Independientemente de los resultados, eso es orar.
En otros momentos siento la alegría de vivir, el placer del encuentro amistoso, la satisfacción por los logros conseguidos, la plenitud por la belleza que contemplo en la naturaleza, etc. también ahí, espontáneamente, me sorprendo conectado con la presencia del Misterio que me invita a la gratitud o la alabanza. También eso es oración, aunque no siga el protocolo de un ritual, en un “lugar sagrado”. Después de todo, no hay lugar más sagrado que el yo real, donde habita la imagen divina.
La oración es el encuentro de dos libertades que se buscan apasionadamente: la libertad de Dios que me busca y mi propia libertad que le busca. Cuando ambas se conectan, se da el “Encuentro”, por medio del cual la vida se abre a horizontes ilimitados de
sorpresas que nos ayudan a percibirnos y percibir la vida entera con ojos y mirada nuevas: las del Dios Bueno, Libre, Misericordioso, Bello y Bondadoso.
El Maestro de oración es Jesús de Nazaret. Él mantuvo una constante relación amorosa con su Padre siempre y en toda circunstancia. Un día cualquiera que estaba orando, sus discípulos le preguntaron que les enseñara a orar. Jesús, lejos de darles un discurso bonito acerca de la oración, les animó a orar de forma sencilla, sin verborrea ni furrufalla:
“Un día, Jesús fue a cierto lugar para orar. Cuando terminó, uno de sus discípulos se acercó y le pidió: — Señor, enséñanos a orar, así como Juan el Bautista enseñó a sus seguidores. Jesús les dijo: —Cuando oréis, decid:
Padre, que todos reconozcan que Tú eres el verdadero Dios. Ven y sé nuestro único rey.
Danos la comida
que hoy necesitamos. Perdona nuestros pecados,
como también nosotros perdonamos a todos los que nos hacen mal.
Y cuando vengan las pruebas, no permitas que ellas
nos aparten de ti.”
En otra ocasión les dijo que para orar hace falta meterse en el monasterio interior que todos llevamos dentro y, con muy pocas palabras, dialogar con Aquel que sabemos nos ama y nos escucha antes de que le digamos nada:
“Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa.
Tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. Y orando, no uses vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos”.
La conclusión es evidente: orar es dejarse hacer por Dios desde el corazón, es dejarse mirar por los ojos misericordiosos de un Dios Bueno que no quiere otra cosa para sus hijos más que su plena felicidad. Orar es quitarse las máscaras y bañarse en el mar de la vulnerabilidad personal, de donde salimos fortalecidos por efecto del amor, que es la única energía capaz de re-crearnos y re- inventarnos, de acuerdo al plan que Dios trazó para nosotros desde la creación del mundo. Somos una obra de arte en proceso de perfección. Dios es el artesano, pero no hará nada sin nuestro consentimiento y colaboración. Por eso hemos de disponer nuestra voluntad al servicio de la suya.