MIRANDO A JESÚS CONTEMPLAMOS A DIOS – Enrique Fraga Sierra

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Enrique Fraga Sierra

enrique.fr.si@gmail.com

Cristo nos da nombre a los cristianos. Algo debe tener de importante para dar nombre a toda una religión. Hay quienes dicen que las tres principales religiones monoteístas son también las tres religiones de libro; sin intención de ofender, creo que están equivocados. Ni el judaísmo ni el cristianismo son religiones de libro. Para ambas confesiones lo primero y principal es la experiencia de Dios, que nos sale al encuentro en la vida, y son esas experiencias las que han quedado plasmadas en sus respectivos libros sagrados. Más allá de estas distinciones, que quizás aborde en otra ocasión, el cristianismo no es una religión del libro, pero sí es una religión de Cristo o cristocéntrica, pues es la persona de Jesucristo la que lo fundamenta, le da sentido y su lugar en el mundo y, también, lo distingue del judaísmo. En este artículo te propongo recorrer tres pasos: qué nos propone Jesús, quién es y por qué es fundamento de la esperanza cristiana. Vamos allá.

La vida de Jesús de Nazaret nos habla

Jesús de Nazaret fue un judío, nacido de padres judíos, acudía al templo de Jerusalén, celebraba la Pascua, cumplía la Torá, etc. Sin embargo, tanto las obras como las palabras de Jesús que nos han llegado a través de los evangelios y también el resto del Nuevo Testamento nos dan cuenta de una persona que, aunque bebe del judaísmo del siglo I, también se desmarca de él. Lo original y específico de Jesús se podría resumir en dos elementos: la contemplación de Dios como abba y su anuncio de que el Reino de Dios ya está aquí.

Jesús llamaba a Dios abba, podríamos traducirlo como papá (usado frecuentemente con una connotación cercana, cariñosa y restringida al hogar). Este acto, que quizás a primera vista pueda parecer insignificante, no lo es en absoluto. En primer lugar, Jesús se toma muy en serio la imagen de Dios como padre (que no es ajena al Antiguo Testamento), pero no solo es una cuestión de imagen de Dios sino de un apelativo: Jesús se dirige a Dios como a su padre, en una relación personal cercana e íntima. Yendo un paso más adelante, Jesús no se reserva la paternidad de Dios para Él sino que nos invita (padrenuestro, cfr. Mt 6,9-13 y Lc 11,1-4) a dirigirnos a Dios como padre nuestro. Y es que el Dios de Jesús, que es padre suyo y padre nuestro, nos hace ser hermanos. Jesús contempla en el creador la referencia trascendente de la fraternidad humana, el género humano debe vivir la fraternidad porque tiene un solo creador y un solo padre: Dios.

El reino de Dios ya está aquí. Es el anuncio condensado que nos transmite san Marcos de la predicación del Reino nada más empezar su evangelio (Mc 1,15), como si decir que algo ya es bastara para explicarlo. Quizás no sea suficiente del todo, pero sin duda algo nos deja claro: el reinado de Dios no va de hacer planes a futuro, de lograr implantarlo derrocando al rey actual ni nada parecido. Sino que, en cuanto realidad que ya es/ya está aquí, nos es accesible y alcanzable —sin abandonar la tensión escatológica del ya es pero no del todo inherente a nuestra condición finita y limitada—. El reino ya es, es posible, sencillamente porque Dios lo ofrece constantemente en su mismo acto creador, Dios crea continuamente y nos ofrece su reino al mismo tiempo. El reino tiene garantizada su posibilidad por Dios —por eso ya es— pero al mismo tiempo depende de nuestra aceptación y por eso podemos vivirlo o no según nuestras elecciones —espacio de libertad humana—. Jesús no anuncia una meritocracia, ni una salvación al estilo de un balance financiero, sino que su experiencia de Dios le habla de cómo la salvación siempre está a nuestro alcance, solo tenemos que aceptarla.

La parábola del hijo pródigo (padre bueno o hijo mayor, cfr. Lc 15,11-32) nos da cuenta de los principales rasgos del Dios abba y de sus consecuencias para nosotros en la dinámica del Reino de Dios ya está aquí: Dios es padre amoroso y atento que está dispuesto y disponible para la reconciliación, porque de hecho Dios tiende la mano siempre y no deja de hacerlo, unas veces los seres humanos la tomamos y otras la rechazamos, el don es lo primero, después viene la necesaria conversión. El padre de la parábola tiene dos hijos, esa fraternidad que realmente es universal, pero la fraternidad exige compartir la mesa, algo a lo que no estamos dispuestos siempre. Quien decide excluirse del banquete es quien no acepta que Dios sea ante todo don y que todos son sus hermanos, y al excluirse precisamente rechaza el don de Dios. Porque en la propuesta de Jesús, el reino de Dios es propiamente Dios, hacer el reino es entrar en comunión con Él, y en el fondo el don —la salvación si quieres— consiste en precisamente aquello que es su condición: la fraternidad o la comunión, por ello el don antecede pero necesita la conversión. Pues aceptar el don es necesariamente dejarse convertir y compartir la mesa que se torna en el propio regalo soteriológico divino. ¿O nunca has paladeado la felicidad de compartir la mesa? Esas son las primicias del cielo: la comunión.

Jesús, el Mesías, Hijo de Dios

No podemos abarcar en estas líneas un tratado cristológico, pero me gustaría que nos parásemos, juntos, unos instantes, sobre quién es Jesús para ti. Los discípulos que rodearon a Jesús no comenzaron a confesarlo Hijo de Dios —o Dios mismo— durante su vida humana, sino que hicieron un proceso de ir descubriendo y desvelando a Jesús. El evangelio de Marcos, cuya trama central es precisamente descubrir la identidad de Jesús, nos propone un juego: anuncia en el primer versículo que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios pero, sin embargo, parece guardar el secreto para que el lector lo vaya descubriendo en la propia vida de Jesús de Nazaret. Que Jesús sea Mesías o Cristo significa que cumplía con las expectativas mesiánicas anunciadas en el Antiguo Testamento al pueblo de Israel. El Mesías era el salvador que Dios habría de enviar para liberar, salvar al pueblo judío, en palabras de Isaías para reunir a los pueblos en la misma mesa y enjugar sus lágrimas (cfr. Is 25,6-8). El reconocimiento como Mesías debió ser temprano entre sus seguidores pues respondía a una esperanza viva de los israelitas (cfr. Mc 8,27-30) y es consecuente con el anuncio que Jesús hacía del reino de Dios. No obstante, el mesías judío nada tenía de divino ni de Hijo de Dios, el judaísmo tiene una idea de monoteísmo muy fuerte para plantearse siquiera algo parecido. La idea de que Jesús fuese Hijo de Dios, la Palabra o Verbo divino tuvo que lograrse más tarde y, desde luego, con muchas más dificultades como nos iluminan —entre otras aportaciones— las largas confesiones de fe y discursos del libro de los Hechos (cfr. Hch 2,14-36; 7,1-56; 13,16-47). Y ya, a finales del siglo, tenemos la afirmación no solo de la divinidad de Jesús sino de su preexistencia divina en el prólogo de Juan (Jn 1,1-18). ¿Cómo imaginar un ser plenamente hombre y plenamente Dios? Ese es quizás el gran misterio de nuestra fe, uno sobre el que podemos —y debemos— reflexionar, pero que jamás podremos agotar. Ahora me gustaría contemplar, más que la posibilidad y el modo en el que eso ocurre sus consecuencias existenciales, atrevernos a preguntarnos: ¿qué significa —para mí— que Dios se hiciera hombre en Jesús?

Ante todo, que Dios no es indiferente al ser humano y a su creación, sino que está dispuesto a aceptar con la encarnación la limitación y miseria humana. Ya solo esto daría para pensar mucho. Pero, además, el mismo acto de encarnarse nos desvela a un Dios que no es ajeno a la historia, sino que la habita, que se revela en la vida misma, que nos habla a través de la cultura, la sociedad, el pensamiento, etc. de cada momento histórico. Y Dios nos da en Jesús un enorme regalo, una oportunidad extraordinaria y sublime de acceder a Él, mirando a Jesús contemplamos a Dios. Ese es el gran milagro de Jesucristo, su humanidad y divinidad lo hacen puente entre nuestra limitación y el amor insondable divino. Jesús inaugura la sobreabundancia de la salvación.

Jesús, razón de nuestra esperanza

Probablemente, la experiencia que hizo caer en la cuenta, a los discípulos, de que Jesús no podía ser «simplemente» el Mesías fue la resurrección. El encuentro con el resucitado fue, con mucha seguridad, lo que lanzó a esos primeros cristianos a declarar que Jesús era Hijo del Dios vivo. Jesucristo da nombre al cristianismo porque es ese puente que mencionaba en el punto anterior entre Dios y el ser humano, y siendo así prefigura y configura la salvación constituyendo la razón de nuestra esperanza.

Tengo fe en la resurrección porque Jesús ya resucitó, confío en el don de Dios porque Jesús lo anunció y confió plenamente en él, creo en la entrega y el servicio porque Jesús es modelo de ellos. Jesús, con su ejemplo, inaugura una forma de ser que es en Dios, y que, como decía al principio, nos da las primicias de la salvación que es posible alcanzar en esta vida. Jesús nos da esperanza porque es la estrella polar del cielo cristiano, un faro que anuncia la costa, lucero del alba, canal por donde se cuela la luz del Reino. Jesús, no olvidemos, Dios y hombre, vivió en comunión con su padre del cielo y nos ofrece la herencia de su testimonio como forma de vida que plenifica y deifica. Jesús funda la esperanza cristiana, porque, al igual que el reino ya es pero todavía no del todo, nos abre las puertas a comenzar ya a gozar del cielo, una experiencia que nos lanza a esperar una vida futura en plena comunión con Dios. Así, Jesús no garantiza que todo saldrá bien, sino que vivirlo tendrá sentido porque nos sostiene una esperanza trascendente anclada en amor infinito de Dios.

Párate un momento, trae a tu mente esos momentos en los que te has alineado con la propuesta de Jesús, ¿cómo te has sentido? ¿No son acaso esas vivencias como rozar el cielo con tus uñas y que se escape entre tus manos?