BUSCADORES DE TESOROS… PARA COMPARTIR aquí el artículo en PDF
Jorge A. Sierra (La Salle)
Cuando te dejas encontrar por el Dios que se asoma en la Palabra es fácil quedarse tan asombrado que tal o cual texto se convierte en tu favorito… hasta que encuentras el siguiente. A mí me ha pasado con casi todas las parábolas, especialmente las que no se comprenden, en las que no caben las respuestas «fáciles».
Una de ellas es la parábola del tesoro escondido en el campo (Mt 13,44), aquella en la que quien encuentra el tesoro —sin decir nada— compra el campo y se queda con todo. Nada de ir a medias con el dueño, tampoco de robarlo (ni, ya que estamos de qué hacía buscando tesoros en terrenos ajenos). Como muchas veces la Palabra se ilumina con la Palabra, como hacían los antiguos rabinos judíos, quizás otra parábola muy distinta nos ayude: la de los talentos (Mt 25,14-30 y Lc 19,11-27). ¿Y si el tesoro escondido eran los talentos recibidos por alguno de los malos sirvientes de la segunda parábola? ¡Quizás, como en una tragedia griega, justo lo que evitó el sirviente que escondió el tesoro lo hizo el buscador, cumpliendo el inevitable sino!
Se me ocurre reflexionar sobre el tesoro que cada uno de nosotros hemos recibido o hemos encontrado. ¿Qué hacemos? ¿Lo guardamos? ¿Lo gastamos? Para mí tiene que ver con creer en lo que somos, con empezar por lo esencial: si de verdad queremos construir una pastoral juvenil sólida dentro de la Iglesia, primero necesitamos creérnoslo. Sí, tú, yo, todos. Creer que esta forma de vida, la del cristiano, tiene sentido, valor y potencia hoy en día. No es una reliquia del pasado ni una rareza que solo unos pocos entienden (como a veces nos pasa en la vida consagrada). Es un tesoro real, necesario y actual, aunque no siempre lo parezca.
Y no lo decimos por decir. Es un tesoro precisamente porque rebosa gratuidad y amor, y eso tiene un peso incalculable en un mundo donde lo efímero y superficial mandan. No estamos aquí para hacer lo mismo de siempre o mantener estructuras viejas solo por costumbre. Estamos llamados a crear algo nuevo, inspirador, fresco. Si pensamos en el compromiso cotidiano del seguidor de Jesús, es normal que pensemos que es algo que no merece la pena, porque no cotiza en bolsa… pero en realidad, aunque muchos no le ven el sentido y se cuestionan por qué alguien querría comprometerse así cuando hay tantas formas de ayudar o «ser buenas personas» sin tomar ese camino, esa pregunta no se responde desde la utilidad. El cristiano tiene valor no por lo que hace, sino por lo que es: una relación profunda con Dios y un seguimiento radical de Jesús.
Aquí viene la clave: si tú, como seguidor de Jesús, vives tu vocación con autenticidad, estás haciendo mucho más que «cumplir con tu deber». Estás construyendo Iglesia —y eso es un tesoro—. Estás sembrando algo que puede florecer en otros. Pero para eso, hay que volver a la raíz: la oración. No estamos hablando de rezar por inercia o por obligación. Se trata de conectar de verdad con Dios, de abrir el corazón y dejarse transformar. La oración es donde empieza todo, porque ahí es donde uno descubre quién es realmente y qué quiere Dios de su vida. Y sí, se necesitan personas que recen, enseñen a rezar y acompañen en la oración. Educadores vocacionales de carne y hueso, con paciencia, escucha y fe profunda. Nada de soluciones exprés.
Pero en una cultura donde hay mucho desconocimiento (e incluso desconfianza) hacia la Iglesia y sus representantes, toca ponerse las pilas. ¿Estamos donde se juega la vida real? ¿Tenemos calidad humana y espiritual en lo que hacemos? ¿Estamos abiertos y disponibles, o seguimos con el chip del «siempre se ha hecho así»? Es hora de romper inercias. Y, además, hay algo fundamental que a veces se nos escapa: no puede haber tesoro buscado si todas las formas de vida cristiana no se valoran y visibilizan con dignidad. No es que una sea más que otra. Todas suman, todas aportan, todas muestran algo de Dios, porque todas reflejan partes fundamentales de una vida con raíces profundas.
La labor del evangelizador no es una «estufa» ni un club exclusivo. Es una misión viva, actual, exigente y transformadora. No es nuestra, sino de Dios. Y eso implica salir al encuentro del otro, moverse hacia las periferias, como tanto repetía el papa Francisco. ¿Y qué son esas periferias? Ya lo sabemos: más que lugares físicos, son situaciones humanas donde se juega el sufrimiento, la injusticia, la ignorancia, la desesperanza… Es ahí donde estamos llamados a estar presentes, con lo que somos y tenemos. Y no olvidemos una cosa que duele, pero es muy real: la credibilidad de la vida cristiana se juega mucho en cómo vivimos la incertidumbre. ¿De verdad confiamos en Dios o acumulamos «por si acaso»? ¿Vivimos con sencillez, abiertos a todos, o solo para los nuestros? Esa forma de vivir habla más alto que mil discursos.
Esto no va de hábitos llamativos ni de hacer mucho ruido. Va de la calidad del testimonio. Una comunidad que vive con alegría, sencillez y fraternidad auténtica genera preguntas, despierta curiosidad y provoca el deseo de compartir eso que se ve. Porque sí, la fraternidad sigue siendo un imán, especialmente para los jóvenes. Es una llamada especialmente importante para los religiosos y religiosas: si estamos encerrados en nosotros mismos, si no nos abrimos al entorno, si no mostramos con naturalidad nuestro día a día, entonces ese tesoro se queda guardado, sin compartir, sin dar fruto. Y eso sería una pena. Los jóvenes de hoy —por mucho que se diga lo contrario— siguen teniendo sed de sentido, de comunidad, de algo grande por lo que valga la pena vivir. Y cuando encuentran fraternidad real, acogida, misericordia, cercanía… algo se enciende en ellos.
Aquí va otro punto clave: hay que perder el miedo a contar nuestra historia. A veces parece que los cristianos tuvieran reparos en hablar de su vocación. Como si no quisieran molestar. ¡Error! Nada toca más el corazón que un testimonio contado desde dentro, sin adornos, con verdad. No hacen falta grandes teorías. Lo que impacta es el relato personal, sincero, con sus luces y sombras. Recuperar el relato de vidas sencillas desde sus sentimientos, con imágenes, parábolas, anécdotas… Eso es lo que engancha. Y ojo, no es inventarse un cuento bonito. Es dejar que el corazón hable. Hoy más que nunca hace falta esa «identidad narrativa» de la que hablaba Paul Ricoeur: entender la vida como una historia que tiene sentido, que se construye y se puede compartir. En un mundo donde la identidad está hecha pedazos, esto puede ser un faro.
Y si todo esto es importante, hay algo sin lo cual nada cuaja: la cercanía, el acompañamiento, las relaciones auténticas. No basta con dar charlas o poner carteles bonitos. Estamos llamados a ser «expertos en comunión». Eso implica saber estar, saber escuchar, saber acompañar. Crear espacios donde los demás —especialmente los jóvenes— puedan abrir el corazón, hacerse preguntas, buscar sin miedo. Descubrir la propia vocación no es como encender un interruptor. Es un camino, un proceso lento, con dudas, con avances y retrocesos. Y ese camino necesita ser acompañado, tanto de forma informal (con amistades significativas) como formal (con personas preparadas para ello).
El primer entusiasmo es solo el comienzo. Después toca responder día a día, construir una historia de amistad con el Señor que se va escribiendo poco a poco, a base de fidelidad, tropiezos y nuevas oportunidades.
¿A qué nos llaman estas dos parábolas puestas «lado a lado»? A no guardar el tesoro, a compartirlo: el Evangelio sigue teniendo todo el sentido del mundo. Pero necesita ser vivido y compartido con autenticidad, sin miedos, sin esconder lo hermoso ni lo difícil. No es tiempo de lamentos ni de nostalgia. Es tiempo de abrir las puertas, contar lo vivido, acompañar con ternura y ser presencia luminosa allí donde la vida late.
Este tesoro, que no es solo nuestro, merece ser compartido. No por obligación, sino porque la alegría, cuando es verdadera, pide ser contagiada. Y, así, haremos real que la esperanza, realmente, nunca defrauda (Rom 5,5).