Iñaki Otano
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo: el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. (Luc 18, 9-14).
Una de las claves para explicar esta parábola es saber a quién se está dirigiendo Jesús: a los que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás. Siempre, pero sobre todo en lo que tiene relación con Dios, la autosuficiencia que mira a los demás por encima del hombro es malsana. Un teólogo actual muy escuchado y leído suele decir sinceramente que donde más teología aprendió fue en la cocina de su casa escuchando a su madre, que tenía pocas letras pero una fe muy arraigada. Da gusto oír al papa Francisco salirse del discurso escrito para referir lo que le decía su abuela. Hay que estar muy atentos para aprender de los que no tienen títulos pero sí un gran sentido de la vida y de Dios, en quien confían plenamente.
En la parábola de Jesús, Dios se inclina sobre el publicano, que solo recibe desprecios de parte del fariseo. Dice el evangelio que el publicano, el despreciado, el pobre hombre, el pecador volvió a su casa justificado, es decir, con la experiencia de que se le había hecho justicia. Esta para Dios no es dar a cada uno el castigo que se merece sino inundarle de misericordia. El publicano se sabe pecador, lo reconoce. La justicia de Dios no se ha mostrado castigándolo sino salvándolo.
El fariseo, en cambio, está lleno de sí mismo y no tiene sitio para la misericordia de Dios: no cree que la necesite porque, según él, todo lo hace bien. No pide nada a Dios sino que le da lecciones de todo tipo: de honradez, de justicia, de impecabilidad, de austeridad, de cumplimiento de todo lo que manda la ley y más. Desprecia al publicano, es incapaz de mirarlo con los ojos misericordiosos de Dios. Y así es incapaz de tener él mismo la experiencia de la misericordia. No tiene ni idea de lo que es eso. En lugar de acercarse al otro, lo desprecia y pretende que Dios haga lo mismo.
El evangelio nos enseña también hoy que la verdadera oración no consiste en las palabras bonitas que sepamos decir sino en la actitud del corazón, aunque no sepamos expresarnos bien. El fariseo se regodea en un discurso que pretende ser brillante, mientras que el publicano solo sabe decir: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
Sea cual sea nuestra situación personal, podemos presentarnos ante el Señor como el publicano: “Ten compasión de este pecador, que no sabe qué decir y se siente desamparado, débil, falto de fe, abrumado, desencantado…”







