YO ME JUBILEODescarga aquí el artículo en PDF
Óscar Alonso Peno
Un año jubilar para renovarnos y peregrinar en esperanza
«Vosotros sois jóvenes y el papa está viejo y un poco cansado. Pero él todavía se identifica con vuestras expectativas y vuestras esperanzas. Aunque he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente para estar convencido de forma inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para sofocar completamente la esperanza que brota eterna en el corazón de los jóvenes. ¡No dejéis que esta esperanza muera! ¡Apostad por ella en vuestra vida! Nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y de nuestros errores…» (Juan Pablo II, XVII Jornada Mundial de la Juventud).
«Nosotros necesitamos tener esperanzas —más grandes o más pequeñas—, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (Benedicto XVI, Spe Salvi 31).
«También necesitan signos de esperanza aquellos que en sí mismos la representan: los jóvenes. Ellos, lamentablemente, con frecuencia ven que sus sueños se derrumban. No podemos decepcionarlos; en su entusiasmo se fundamenta el porvenir. Es hermoso verlos liberar energías, por ejemplo, cuando se entregan con tesón y se comprometen voluntariamente en las situaciones de catástrofe o de inestabilidad social. Sin embargo, resulta triste ver jóvenes sin esperanza. (…) Por eso, que el Jubileo sea en la Iglesia una ocasión para estimularlos. Ocupémonos con ardor renovado de los jóvenes, los estudiantes, los novios, las nuevas generaciones. ¡Que haya cercanía a los jóvenes, que son la alegría y la esperanza de la Iglesia y del mundo!» (Papa Francisco, Spes non confundit 2).
Las puertas santas de las basílicas papales de Roma, San Pedro en el Vaticano, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros ya han sido solemnemente abiertas para que por ellas peregrinen millones de mujeres y hombres durante el año jubilar 2025. El papa Francisco nos tiene acostumbrados a la imagen de una «Iglesia de puertas abiertas a todos», una Iglesia que ve la humanidad con misericordia, que escucha y dialoga, que acoge, y que «no es rígida ni tibia, ni cansada». Esa Iglesia de puertas abiertas nos invita este año jubilar a entrar, a renovar nuestra esperanza en el Señor Jesús, a reconciliarnos con Dios y a recibir la invitación y la misión de salir al mundo y hacer lío, recordando aquellas preciosas palabras de Juan Pablo II a los jóvenes el día de la inauguración de su pontificado, allá por el año 1978: «Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza». Palabras que él mismo decía recordar de manera constante (Cfr. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza).
Tenemos por delante 365 días para celebrar, en comunión con toda la Iglesia y con toda la humanidad, este año jubilar en el que somos invitados a la esperanza, pero no a cualquier esperanza de esas que ofrecen las plataformas digitales en las que uno puede comprar lo que se imagine, sino «una esperanza que no defrauda», como recuerda Pablo en la Carta a las Romanos (Rom 5,5). Como afirma el papa Francisco, que pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, «puerta» de salvación (cf. Jn 10,7.9); con Él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como «nuestra esperanza» (1 Tm 1,1).
Creemos que este primer número del año puede servir de marco, de fondo, de impulso para vivir este Jubileo, especialmente el Jubileo de los jóvenes, desde una reflexión serena sobre la esperanza en la que queremos caminar y crecer, esa esperanza que, lejos de agotarse, cada vez que nos habita multiplica nuestros esfuerzos y los frutos de nuestra misión en medio de la Iglesia y del mundo.
Homo sperans en un mundo definido por el «más cerca pero más lejos»
Definir a los seres humanos en ese momento de la historia es algo más complejo que lo era hace algunos siglos y, desde luego, mucho más complejo que hace unas décadas. El ser humano ha recibido a lo largo de los tiempos diversas caracterizaciones en función de la evolución de sus peculiaridades antropológicas fundamentales: homo habilis, homo erectus, homo antecessor, homo sapiens, homo discens, homo faber, homo sociales, homo fabulans, homo publicus, homo economicus, homo solidaricus, homo ludens, homo galapaguensis, homo imperfectus, homo digitalis, homo videns, homo negans, homo capax Dei y algunas otras.
Pero además de todas estas caracterizaciones, tal y como ya escribiera Erich Fromm en su obra La revolución de la esperanza, otra definición posible del ser humano sería la del homo sperans, el ser humano que espera. Y es que esperar es una condición esencial del ser humano. Fromm afirmaba que «cuando los seres humanos hemos renunciado a toda esperanza, atravesamos las puertas del infierno y dejamos atrás nuestra propia humanidad».
Y si nos damos una vuelta por nuestro increíble planeta Tierra, aunque la vuelta la demos sentados delante del ordenador, conectados a internet sin movernos de casa, descubrimos que los seres humanos, además de todos los calificativos que nos definen como especie evolutiva y adaptativa que somos, somos seres necesitados de razones para la esperanza, que somos seres que durante toda nuestra vida nos mantenemos activos y vivos gracias a que siempre estamos esperando algo, a alguien, o a que ocurra alguna cosa. Verdaderamente, de las tres caracterizaciones de lo específicamente humano (homo ludens, homo negans y homo sperans), la que mejor nos define es esta última: somos seres que esperan, somos seres que vivimos de esperanzas y en la esperanza caminamos.
Este año jubilar queremos peregrinar en esperanza: una esperanza preñada de posibilidades, de anhelos, de proyectos y de mucho compromiso personal y comunitario. Una esperanza que requiere trabajo, movimiento, soñar despiertos, imaginar futuros posibles y posibles futuros para nosotros y para la tarea evangelizadora que tenemos entre manos. Una esperanza sostenible, fundamentada y activa: alrededor de ella queremos trabajar desde todos los ámbitos en nuestras comunidades cristianas, de manera especial, en todo lo referente al trabajo pastoral con adolescentes y jóvenes.
El papa Francisco nos da una pista preciosa en la bula de convocación del Jubileo afirmando que necesitan signos de esperanza:
- Todos los lugares del planeta en los que existen conflictos armados. La paz para el mundo como el primer signo de esperanza (SNC 8).
- Nuestras sociedades que necesitan defender la vida y promover el engendramiento de nuevos hijos e hijas como fruto de una alianza social para la esperanza (SNC 9).
- Los presos, para los que necesitamos itinerarios de inserción (SNC 10).
- Los enfermos (SNC 11).
- Los jóvenes, alegría y esperanza de la Iglesia y del mundo (SNC 12).
- Los migrantes, exiliados, desplazados y refugiados (SNC 13).
- Los ancianos, especialmente los abuelos y abuelas (SNC 14).
- Los millones de pobres (SNC 15).
Me pregunto si en alguno de los discursos de los mandatarios de nuestros países desarrollados habrán estado presentes todos estos grupos que Francisco sitúa en el centro de esta revolución de la esperanza que queremos que sea este Jubileo 2025.
Año jubilar en el que estamos invitados, nuestras comunidades de jóvenes y las propuestas de pastoral que en ellas se presenten, a superar la desesperanza y a contagiar razones para esperar esperanzadamente. Porque como afirmó Paulo Freire en su libro Pedagogía de la esperanza «como programa, la desesperanza nos inmoviliza y nos hace sucumbir al fatalismo en que no es posible reunir las fuerzas indispensables para el embate recreador del mundo. No soy esperanzado por pura terquedad, sino por imperativo existencial e histórico. Esto no quiere decir, sin embargo, que porque soy esperanzado atribuya a mi esperanza el poder de transformar la realidad, y convencido de eso me lance al embate sin tomar en consideración los datos concretos, materiales, afirmando que con mi esperanza basta. Mi esperanza es necesaria pero no es suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea. Necesitamos la esperanza crítica como el pez necesita el agua incontaminada» (Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza).
Curiosidad y definición
Por un lado, nuestro Catecismo nos recuerda que las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad; estas disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad y tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por Él mismo (CIC 1840-1841).
Podríamos pensar que, estando el mundo como está, y viendo cómo la secularización avanza de manera incontenible en muchos lugares, lo lógico hubiera sido que el año jubilar tuviera como centro la fe, como oportunidad para volver a presentarla como elemento nuclear para la vida de los seres humanos. Pero no ha sido así. Curioso.
Quizás, echando un vistazo al mundo, marcado por tanto individualismo, tanta vida y relación virtual, tanta exclusión y tanta periferia, hubiera sido lo suyo que el año jubilar versase sobre la caridad, despertando así la necesidad que nuestro mundo tiene de más corazón, más misericordia y más amor verdadero. Pero no ha sido así. Curioso.
Francisco, el papa de nuestro tiempo, el que, haciéndose eco de las palabras y experiencia de san Francisco, sueña con reparar la Iglesia y a su paso dejarla más como el Espíritu nos está sugiriendo que sea, ha querido, estando todo como está y precisamente por eso, celebrar el Jubileo ordinario del año 2025 bajo la tercera de las virtudes teologales: la esperanza. Sin ella la fe se desmorona como un castillo de naipes (por muy adornado y vistoso que sea), sin ella la caridad puede llegar a convertirse en pura asistencia que atiende, pero no en un amor que confía plenamente en un Dios que es por definición el amor mismo. La esperanza a la que se nos convoca ofrece la certeza del amor de Dios (cf. Rm 5,5) (SNC 1).
El lema del Jubileo, Peregrinos de la esperanza, es una invitación, una exhortación y una llamada a la esperanza que va mucho más allá de una simple actitud ante la vida (que también lo es), una especie de valor y buen ánimo que se trabaja en lo profundo del corazón para sobrellevar todas las sombras y las tinieblas que aparecen en el camino de la vida (que también lo es). Pero en la enseñanza de san Pablo la esperanza, además de una virtud fundamental en la vida de los cristianos, es fundamentalmente una persona: Jesucristo.
El lema jubilar es una invitación a reavivar la esperanza teniendo como fundamento y horizonte a Jesucristo. Una invitación para todos que va más allá de las fronteras eclesiales, porque «en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana». Se trata de hacer brotar la esperanza en una tierra que parece reseca, para un mundo que da señales de ir a la deriva. Curiosa, sin duda, la apuesta y propuesta del papa Francisco.
Se me ocurren aquí algunas preguntas para nuestros jóvenes:
- ¿Qué esperamos de la vida?
- ¿A quién esperamos los cristianos?
- ¿Por qué el papa habla de peregrinar en la esperanza? ¿No es esto contradictorio con la espera a la que siempre se nos invita?
- ¿Qué resuena en mí, en mi ser creyente, el lema jubilar Peregrinos de la esperanza?
- ¿Qué querrá decirnos san Pablo cuando nos exhorta a vivir «alegres en la esperanza» (Rom 12,12)?
Por otro lado, si tuviéramos que definir esa esperanza en la que queremos peregrinar, la etimología de la palabra, del griego, elpis, significa «deseo y expectación confiada». Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, esperanza es «la confianza de lograr una cosa o de que se realice algo que se desea, la virtud teologal por la que se espera con firmeza que Dios dé los bienes que ha prometido o el estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos»”. En otros diccionarios también encontramos que la esperanza es el «sentimiento experimentado, cuando las cosas van mal, al tener un presentimiento o fe de que mejorarán».
Todos esos significados están bien, son correctos. Pero quizás para nuestra tarea evangelizadora con jóvenes, podríamos proponer una definición que podría ser la siguiente: la esperanza como un estado y estilo de vida, una virtud, una promesa y un sentimiento desde los que las personas crecemos, nos relacionamos, aprendemos, creemos, peregrinamos y nos comprometemos.
A continuación, explicamos brevemente cada una de las expresiones y palabras que componen esta definición de esperanza:
- Estado y estilo de vida: la esperanza es algo más que un sentimiento, algo más que una emoción pasajera o circunscrita a un período concreto de tiempo. Consideramos que la esperanza es un estado de vida: quien vive en esperanza se sabe en manos de Dios, se sabe parte de una Historia en la que la esperanza marca cada etapa, en la que la espera esperanzada es algo cotidiano. Vivir en esperanza, peregrinar en esperanza, no es lo mismo que tener algo de esperanza: es vivir y peregrinar confiado y confiando siempre en Dios. Además, la esperanza es un estilo de vida: es un modo de sentir, de afrontar las cosas, de situarse ante la vida y las personas, de vivir lo que se vive sabiéndonos siempre en proceso.
- Una virtud: la esperanza, como el resto de las virtudes, es una disposición habitual de la persona, adquirida por el ejercicio repetido de actuar consciente y libremente en orden al bien. La virtud para que sea virtud tiene que ser habitual y no un acto esporádico o aislado. La esperanza cristiana es confianza total en la voluntad de Dios.
En el Catecismo se nos recuerda que «la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad» (art. 1818).
- Una promesa: la esperanza cristiana no es una especie de optimismo religioso, fundado sobre algunas supersticiones de otra época. La esperanza cristiana es sabernos parte de un Pueblo que vive de una promesa: Dios está con nosotros, camina a nuestro lado, hace una alianza con nosotros, nos promete que siempre estará a nuestro lado y que Jesús volverá (Adviento-parousía).
- Un sentimiento: la esperanza no es una idea bucólica de algo que puede que pase. Es un sentimiento profundamente enraizado en el corazón de las personas. La esperanza se deja ver en cómo estamos, en cómo nos sentimos, en cómo afrontamos los desafíos, en cómo amamos y esperamos.
- Desde lo que las personas crecemos, nos relacionamos, aprendemos, creemos, peregrinamos y nos comprometemos: vivir en esperanza o desde la esperanza significa que las personas nos desarrollamos íntegra e integralmente desde ellas, de modo que fundamentamos nuestro crecimiento, nuestras relaciones, nuestro aprendizaje, nuestra fe y nuestro compromiso en esa misma esperanza de sabernos amados sin condiciones por puro amor.
La esperanza nos configura y hace que nuestra vida y la vida de los que nos rodean se construya cimentada en la confianza, en la expectación y en la espera, con perspectiva, posibilidades y futuro. Sin esperanza, ¿qué es la vida de los seres humanos? ¿Qué perspectiva tiene la vida de los jóvenes? ¿Qué fe será posible alimentar en nuestras pastorales con jóvenes sin ella? ¿Cómo afrontar lo que el Señor quiere de cada uno de los jóvenes?
Nuestra pastoral con jóvenes en un mundo necesitado de esperanza
Peregrinos de esperanza. He aquí el lema y el tema de este año jubilar recién estrenado. Después de lo dicho anteriormente, nos hemos de preguntar: y los jóvenes, ¿qué? Y con los jóvenes, ¿qué?
El objetivo general de este año jubilar para nuestras propuestas pastorales podría ser trabajar el valor de la esperanza en todos los ámbitos que conforman nuestras comunidades cristianas y juveniles (anuncio, celebración, vida comunitaria y servicio), en todas las dimensiones que nos constituyen (física, intelectual, afectiva, intelectual y espiritual), en todas las relaciones que tenemos (con nosotros mismos, con los demás, con Dios y con el entorno) y en todos los aspectos más personales del propio itinerario creyente (oración, discernimiento, compromisos, etc.), y hacerlo in itinere, es decir, siempre conformando lo que somos mientras caminamos, siempre peregrinando, teniendo como modelo la figura de Jesús y su proyecto de vida.
El mundo que tenemos no es un campo de rosas, sufre el flagelo de las guerras, los efectos persistentes de la pandemia de COVID-19, la realidad migratoria fuera de control, la crisis del cambio climático y un sinfín de nuevas pobrezas (miserias, diría yo) que asolan grandes zonas de nuestro planeta y que constituyen periferias que, de no revertir situaciones, serán más grandes que los lugares de los que se suponen que son periferia.
Se me ocurren las siguientes líneas de fuerza o grandes etapas para ese peregrinaje en esperanza al que se nos invita como jóvenes:
- Una pastoral con jóvenes que abre horizontes. La esperanza cristiana está llamada a «abrir horizonte» al hombre contemporáneo. La Vida es mucho más que esta vida; la realidad es más compleja y profunda de lo que nos quiere hacer creer el realismo; las fronteras de lo posible no están determinadas por los límites del presente. En medio de esta historia nuestra, a veces tan mediocre y absurda, se está gestando el verdadero futuro del ser humano. Nuestra pastoral con jóvenes ha de hacerse presente allí donde lo humano está en peligro, allí donde lo humano requiere de ayuda y del anuncio de que otro mundo es posible. Abrir horizontes significa seguir avanzando en el compromiso real de las comunidades de jóvenes dentro de las comunidades cristianas, significa salir de los propios grupos, estructuras y demarcaciones y esperanzar a otros. Como dice la parábola del buen pastor, «también hay otras ovejas que no son de mi redil» (Jn 10,16).
- Apostar por la esperanza (que es Jesús) frente a otras esperanzas. Al igual que no es lo mismo confianza que fe, aunque se relacionan y complementan, tampoco es lo mismo hablar de esperanzas que de esperanza. Hay que distinguir entre esperanzas, en plural, y esperanza, en singular. Las esperanzas son circunstanciales, parecen más anhelos, sueños, ideales utópicos, donde la actitud es un tanto pasiva. En estas esperas o esperanzas hay dudas, incertidumbres y mucha pasividad. Expresan la tendencia humana a conseguir una situación deseada, pero que podrían no realizarse y transformarse en desilusión. Estas esperas, aun cuando se realizasen, no colmarían totalmente los anhelos del ser humano, que volvería a programar nuevos proyectos y a aspirar a nuevas cosas. La esperanza cristiana no es espera pasiva del futuro, ni resignación conformista, ni tampoco se reduce a un ingenuo optimismo. Esperar con esperanza es descubrir y acoger cada día la fuerza de Cristo Resucitado, que hace nuevo este mundo con la fuerza de su Espíritu Santo. Nuestra pastoral con jóvenes ha de girar en torno al que es el fundamento de nuestra fe, como dice la canción «Tú vales mucho más que todo oro, Tú eres el aire que respiro, mi razón, lo primero, lo mejor que me ha pasado, mi Señor». Hemos de volver al principio y en Jesús basar toda nuestra tarea evangelizadora y misionera.
- Promover una pastoral con jóvenes que nutre y se nutre de la vida comunitaria. El año jubilar nos ofrece la posibilidad de seguir enriqueciendo el aporte que la comunidad cristiana supone para los jóvenes y viceversa. Nuestras comunidades cristianas han de trabajar para que los jóvenes se sientan en ellas, en casa. No «como en casa», sino en casa propia. Y los jóvenes debemos aprender a nutrirnos de la vida comunitaria para seguir creciendo, para reconocernos en camino, necesitamos de los otros para llegar a ser lo que Dios quiere que queramos en cada momento.
- Ser testigos creíbles de Jesucristo en medio de la vida cotidiana. Necesitamos que los jóvenes de nuestros grupos y comunidades se atrevan, de manera natural, sin forzar nada, sin aparentar nada, sin ganar nada a cambio, a dar testimonio de su fe en Jesucristo, siendo conscientes de que «no se puede separar la coherencia entre lo que se cree, lo que se proclama y lo que se vive».
- Como nos dijo el papa Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, «la evangelización es más que una simple transmisión doctrinal y moral, sino que es, ante todo, el testimonio del encuentro personal con Jesucristo, Verbo encarnado, por el que se realiza la salvación» (…) El testimonio es indispensable porque, ante todo, el mundo necesita «evangelizadores que les hablen de un Dios que conocen y que es su familiar»(EN 76). El mismo papa Francisco nos recuerda que nuestro testimonio de Cristo «es al mismo tiempo el primer medio de la evangelización, y una condición esencial de su eficacia, para que el anuncio del Evangelio sea fecundo». Necesitamos itinerarios de pastoral con jóvenes que no olviden que «el testimonio incluye también la fe profesada, es decir, la adhesión convencida y manifiesta a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos creó y nos redimió por amor».
- Vivir el año jubilar en clave de esperanza. El mundo necesita un mensaje de esperanza fundada. El mundo necesita razones para seguir esperando. El mundo necesita más vida, más amor, más misericordia, más santos, más perdón, más acogida, más empatía, más alegría, más celebración y más fraternidad. Nuestras pastorales con jóvenes deben tener este año un acento esperanzado y esperanzador de la realidad en la que cada comunidad se encuentra. Y para eso, los jóvenes son los más indicados para revitalizar, posibilitar, alegrar, celebrar y festejar.
Ojalá en nuestras propuestas y comunidades se note desde ya que estamos en año jubilar, que nos afecta y nos hace ver y hacer las cosas de otro modo. Ojalá lo jubilar despierte en nosotros el deseo de vivir nuestra fe dando luz, ofreciendo lo que somos, sabemos y tenemos a un mundo que ansía, sin decirlo, a nuestro Señor Jesús. Ojalá peregrinemos en esperanza para que en esperanza «nos reciba todo enteros Aquel que todo entero se nos entrega» (Cfr. San Francisco de Asís).
Que nuestros jóvenes puedan gritar a tiempo y a destiempo que ellos también se jubilean, como expresión del deseo profundo y verdadero que tienen de que Jesucristo siga siendo el centro de su vida, el motor de todo lo que son y de todo cuanto están llamados a ser.