Y VIO DIOS QUE TODO ERA MUY BUENO – Almudena Colorado

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Almudena Colorado

almucoles74@hotmail.com

Siento predilección por el relato de la Creación. Cada vez que lo leo me sobrecoge ese mensaje positivo que destila en cada párrafo y ese alegato de la belleza que solo es capaz de venir de la Belleza de Dios. Vas leyendo poco a poco cómo se hace cada día, cómo cada cosa creada es buena y regalada. Y, finalmente, la creación de la mujer y el hombre. Ahí, Dios se recrea y deleita: «Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno».

Mi concepción acerca del relato de la Creación, gracias a Dios, ha ido evolucionando conforme lo hacía mi entendimiento. Superada ya esa fase del mito y de la disputa entre fe y ciencia, siento que su lectura me da la convicción de que Dios es belleza, amor y generosidad, y que todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, estamos llamados a vivirlas como don de Dios.

Pero la vivencia de la belleza, del amor y de la generosidad hoy en día es confusa. ¿De qué hablamos cuando hablamos de belleza? ¿Qué entendemos por amar? ¿Nos quita tiempo la generosidad, hoy, que el tiempo escasea?

¿De qué hablamos cuando hablamos de belleza? ¿Qué entendemos por amar?

Como profesora, he visto cómo en nuestros jóvenes la concepción del propio cuerpo y el trato hacia él ha ido haciéndose cada vez más extrema, más radical. Encontramos muchos chicos y chicas que sienten que sus cuerpos no encajan en los estereotipos de belleza actuales y que, en vez de preguntarse acerca de la validez de estos estereotipos, se preguntan más acerca de la validez de ellos mismos como personas. Muchos encuentran la salida en una especie de maltrato autoinfligido, disfrazado de cuidado o de, incluso, superación. Pero, detrás de todo eso, hay castigos con dietas extremas, trastornos alimenticios, atracones exagerados de gimnasio, operaciones de estética demasiado tempranas para su edad, filtros que corrigen lo que no te gusta de ti… Es el tiempo de la exaltación de una belleza concreta que busca una perfección que no existe y que conduce a altas cotas de frustración. Y entre esa perfección que se busca y la visión tan negativa que tienen de sí mismos, hay todo un desierto de aprendizaje y reconocimiento de sí como ser válido y valioso que nadie quiere transitar.

Con la sexualidad tenemos otro melón medio abierto o que no terminamos de abrir. Antes, en los colegios no se hablaba del tema más allá de lo biológico. Ahora hemos considerado que es bueno dar un saltito más y proporcionar a los jóvenes información y formación que les ayude a tomar conciencia del tema, al respeto a sí mismos y a no dar pasos que les conduzcan a situaciones indeseadas e indeseables. Pero nuestros jóvenes de hoy no tienen ningún problema en mostrar abiertamente su sexualidad, es más, reclaman hacerlo. Ante esto nos asustamos, bien por no vernos preparados para afrontar esta realidad, bien porque nos ronda el miedo a «meter la pata», especialmente si somos profesores de colegios religiosos. Nos surgen preguntas como «¿estamos induciendo al pecado, a ir contra lo que la Iglesia dice?, o «¿no estaremos malinterpretando el mensaje del Evangelio?». Sí, son preguntas lógicas y necesarias pero que, debido a nuestros miedos o, incluso, nuestra ignorancia, no nos atrevemos a afrontar. Entonces volvemos a ese lugar donde nos sentimos seguros, desde el que preferimos ocultar el tema o zanjarlo con un «no» amedrentado y estático. En un extremo, ellos; en el otro, nosotros. En medio, un campo de minas que ni nos planteamos cruzar, no vaya a ser que nos explote una en la cara.

Por último, la generosidad. Este valor fruto del amor verdadero que llama a la entrega, a dar y darse al otro, lo hemos dejado solo para practicarlo con nosotros mismos: cuidarme yo, entenderme a mí, dedicarme tiempo, darme placer… Siempre pienso cómo en los aviones recomiendan que, en caso de accidente, primero te pones tú la mascarilla de oxígeno y luego se la pones al otro. Pero «se la pones al otro». Esto es, te cuidas para cuidar y salvar, no para tu propio beneficio. Y sí, si uno quiere ayudar tiene que estar bien para hacerlo. Pero este «culto al yo» (el «yoísmo», como decía un anuncio publicitario) es otra cosa, porque conduce a no contar con el otro, a esperar a que «se ponga él solo la mascarilla», que ya nosotros tenemos bastante con lo que tenemos.

Ante todo esto, ¿qué hacer? ¿Nos replegamos en nuestras estructuras de siempre y luchamos contra estos «tiempos modernos y locos»? ¿Nos abrimos un poquito para demostrar a nuestro alumnado que somos gente enrollada? ¿Nos quedamos quietos, esperando a que algún iluminado dé el paso que nosotros no nos atrevemos a dar? Las preguntas nos llevan a una polaridad en la que, o nos anclamos y nos convertimos en jueces de lo correcto, o nos abrimos hasta perder la identidad cristiana y diluirnos en la multitud sin un mensaje claro.

La concepción sana del propio cuerpo (vivencia de la belleza), de la propia sexualidad (vivencia del amor) y del cuidado de uno mismo (vivencia de la generosidad) solo se consigue cuando uno ha sido bien acompañado en ese camino. En cada párrafo que escribo de este artículo pienso en los jóvenes y en lo necesario que se hace, hoy más que nunca, acompañarlos en su proceso vital. Ayudarles a descubrir quiénes son y quiénes están llamados a ser. A reconocer en ellos que son únicos, singulares, originales. A que sí, la belleza está en el interior, pero que ese exterior que es su cuerpo es lugar maravilloso de encuentro con el otro.

Un acompañamiento que sea «a paso lento», encaminado hacia lo más íntimo y profundo de ellos mismos, donde se encuentra ese Dios Padre que les espera, les quiere tal y como son, y que les lanza al mundo a ofrecer y poner al servicio sus dones. Porque sí, en el mundo hay lugar para ellos.

Yo, personalmente, sueño con esto. Sueño con espacios y momentos en los que compartir con ellos camino como lo hicieron conmigo personas a las que les debo quien soy. Y que, en cada paso de ese camino, sean capaces de escuchar a Dios mirándoles y susurrándoles al oído: «todo en ti es muy bueno».

Ayudarles a descubrir quiénes son y quiénes están llamados a ser.