Pareciera que el feminismo es cosa de mujeres, y lo es porque es su propio movimiento que conscientemente han analizado las desigualdades e injusticias del patriarcado, se han organizado de modo autónomo y han propuesto nuevas formas de relación entre mujeres y hombres, así como una nueva interpretación, resignificación y reconstrucción de todas las esferas sociales, culturales, políticas, religiosas, económicas, científicas… de nuestro mundo.
Pero, claro, no existe desigualdad entre personas o grupos sociales si no hay quienes obtienen réditos y privilegios y, como consecuencia, si no hay quienes sufren la injusticia y la opresión generada por dicha situación. Y, en este caso, en el análisis y, sobre todo, en la práctica de las relaciones de desigualdad entre mujeres y hombres obviamente existen unas perdedoras y unos ganadores, porque, no lo olvidemos, lo contrario de la igualdad no es la diferencia, si no la desigualdad.
Lo que siguen son unas sencillas notas que tratan de reflexionar, por tanto, sobre el papel decisivo que debieran jugar los hombres en la lucha frente a las desigualdades y en favor de la equidad entre mujeres y hombres. Porque el feminismo es un movimiento político, social y de justicia para que los seres humanos, sin excepción, tengan los mismos derechos, libertades y obligaciones. Sus objetivos, por tanto, incluyen a los hombres. Es más, no se alcanzarán dichos objetivos si no impulsamos un cambio en profundidad en el papel que jugamos los hombres en la sociedad, en las relaciones con las mujeres y en nuestro propio modelo de construcción como persona.
Valores y roles
Es comúnmente aceptado que los roles que mujeres y hombres representamos y asumimos en la vida son construcciones sociales que nada tienen que ver con la naturaleza ni con las diferencias biológicas que unas y otros tenemos.
El imaginario y la práctica cotidiana ha asignado a hombres y mujeres roles diferenciados en todos los ámbitos de nuestras vidas: en la expresión de los sentimientos, en la vivencia de la sexualidad, en el acceso a diferentes espacios educativos y laborales, en las prácticas políticas, culturales, religiosas o económicas, etc. Roles sustentados en una diferenciación sobre el tipo de valores reconocidos, valorados y tenidos como naturales para unas y otros.
Dicha diferenciación de roles sustenta las desigualdades y, tras ella, no existen sino relatos (culturales, políticos, religiosos…) y estereotipos que justifican directa o indirectamente la injusta posición social que soportan las mujeres frente a los hombres. Cabe, en ese sentido, cuestionar dichos valores aparentemente enraizados e inamovibles socialmente, así como romper con la arbitraria e injusta asignación y práctica diferenciada de los roles atribuidos a unas y otros.
Obviamente esto es algo sencillo de decir y muy complicado de hacer. Indudablemente, dicha realidad responde a toda una historia de construcción de desigualdades y al desarrollo de instituciones en todos los ámbitos sociales profundamente injustas. Por tanto, debemos hablar de revertir procesos sociales y culturales complejos y enraizados, además de impulsar políticas, estrategias e instituciones al servicio de la equidad y la justicia para todas las personas.
Para lo que nos ocupa no vamos a entrar en ello, ni en los esfuerzos, luchas y victorias que el movimiento feminista ha desarrollado para ir derribando algunas de esas fronteras… No, en este caso, cuestionémonos los propios hombres los valores que sustentan nuestro ser personas individual y colectivamente, así como los roles que asumimos cotidianamente tanto en el ámbito público como en el privado de nuestras vidas.
Comencemos pues los hombres por auto-cuestionar nuestro propio modelo de vida y nuestras relaciones con el resto de las personas, particularmente con las mujeres. Debemos deconstruir esos valores que se han enraizado en nuestro propio ser, en nuestra mente, en nuestras creencias, en nuestra sicología, en nuestros propios cuerpos. Valores reforzados por las instancias y procesos que han configurado y configuran lo que
somos: educación, religión, cultura, política…
No será ésta una tarea fácil, porque nos provocará desconcierto, nos desestabilizará y, cómo no, nos resituará en la forma de estar en la sociedad, en nuestras relaciones, en nuestro hogar, en nuestro trabajo…
Cuestionémonoslo todo, aunque ello, inevitablemente, suponga asumir papeles, tareas y sentimientos para los que no estábamos “programados” y, especialmente, suponga la pérdida de poder.
Privilegios y poder
Porque los cambios en espacios de desigualdad requieren del empoderamiento de quien la sufre y, consecuentemente, la pérdida de los privilegios de quien hasta el momento se beneficiaba de su injusta posición.
Dejemos claro que los hombres, por el simple hecho de serlo, jugamos con las cartas marcadas. Es cierto que no de la misma manera en unos espacios sociales que en otros, en unas u otras culturas, en diversos contextos y coyunturas históricas… Pero, aun con esas diferencias, el patriarcado ha estado y está presente de forma inequívoca en todo tiempo y espacio.
Y el patriarcado no es sino esa forma estructurada, sistémica, pero también cotidiana, de dominación que los hombres han ejercido y ejercemos sobre las mujeres. ¿Reconocemos los hombres eta dominación? ¿Nos sentimos concernidos por ella? ¿Somos conscientes de los privilegios que obtenemos por el hecho de ser hombres? ¿Asumimos que las relaciones de poder entre hombres y mujeres son injustas?
Sólo si respondemos a estas preguntas y somos capaces de analizar en profundidad esas relaciones de desigualdad podremos iniciar el camino hacia la construcción de espacios y sociedades más igualitarias. Pero, seamos sinceros, ello supondrá renunciar a privilegios y posiciones de poder que hoy mantenemos en todos los ámbitos de nuestras vidas: en las tareas de cuidados, en los ámbitos económicos y laborales, en el ejercicio del liderazgo social y político, en las relaciones sexuales, en las responsabilidades en los ámbitos comunitarios y eclesiales… ¿Estamos dispuestos a ello? La violencia es cosa de hombres
La mayor expresión del mantenimiento de un poder injusto es la violencia. Es la respuesta ante la posibilidad de la pérdida de privilegios y supone el sometimiento de quienes se les considera más débiles. La violencia reafirma el poder de quien se tiene por más fuerte y más legitimado frente a quienes deben ser sus subordinadas.
Diversos estudios han mostrado que la mayor parte de los hechos violentos cometidos en el mundo y a lo largo de toda la historia son responsabilidad de hombres: desde las pequeñas o grandes violencias relacionadas con la delincuencia, hasta el desarrollo de guerras y conflictos de todo tipo. Pareciera que el uso de la violencia se corresponde a unos de esos roles que han sido asignados a los hombres y que estos han asumido en lo más profundo de su modo de relacionarse con el mundo.
Es un reto para los hombres comprometernos con la lucha frente a todo tipo de violencias y reforzar todas aquellas estrategias educativas y políticas que buscan construir sociedades en paz y con justicia en cualquier lugar y conflicto. No es casualidad que hayan sido las mujeres y el movimiento feminista las precursoras de muchas de las luchas y movimientos antimilitaristas, pacifistas o de desobediencia civil y no violencia. Aprendamos de esas experiencias para identificar y para gestionar y resolver conflictos sociales y políticos.
Pero, como no podía ser de otra manera, la violencia ha sido también monopolio de los hombres en su relación con las mujeres. Y es que la violencia ejercida contra las mujeres es la muestra más palpable de unas relaciones de desigualdad y del mantenimiento del poder de unos sobre otras. Violencias visibles o invisibles, físicas o sicológicas, admitidas o repudiadas cultural, política o socialmente, pero violencias, todas, que perpetúan las relaciones de desigualdad.
¿Qué patrones de relación hemos interiorizado los hombres para responder con violencia a las mujeres? En un momento de reconocido feminicidio perpe-
trado en todo el mundo y también en nuestra sociedad más cercana, debemos asumir los hombres como tarea prioritaria la lucha contra cualquier forma de violencia contra las mujeres. Debemos impulsar cambios políticos y jurídicos que frenen esta violencia desatada. Debemos construir desde la educación nuevos modos de relación entre hombres y mujeres que prevengan esta lacra social.
Sexualidad, asignatura pendiente
No es casualidad que, en muchos casos, esta violencia contra las mujeres esté relacionada con una vivencia destructiva y opresora de la sexualidad en los hombres.
La heteronormatividad, la asunción de determinados roles y formas de satisfacción en las relaciones sexuales, los desequilibrios e insatisfacciones, la hipersexualización de comportamientos sociales, la cosificación de las mujeres como meros objetos de placer… son algunos elementos que están presentes de forma abierta o encubierta en cómo vivimos nuestra propia sexualidad los hombres. Vivencias que, por otro lado, determinados abordajes educativos y religiosos no han hecho sino contribuir a añadir mayores dificultades para el desarrollo de una sexualidad sana y libre.
Es por tanto otro reto de primer orden, incluir la sexualidad (su significación, su desarrollo, su vivencia) como otro ámbito central de revisión en nuestras vidas como hombres. De sexo hablamos poco y, generalmente, mal. Y la sexualidad es una de las facetas importantes que configuran nuestras vidas, nuestras relaciones sociales y, cómo no, nuestras relaciones con las mujeres.
Es importante romper con estereotipos y tabúes que impiden un abordaje de estas cuestiones con libertad. Y es importante hacerlo porque la sexualidad es otro de los terrenos de juego donde las desigualdades y el ejercicio de poder entre hombres y mujeres es más evidente. La sexualidad se desarrolla en nuestro mundo privado. Pero su abordaje y transformación necesita del debate, el diálogo y el aprendizaje colectivo. Porque, como también nos ha enseñado el feminismo, “lo personal es político”.
Hacia nuevos modelos de masculinidad
De los puntos abordados anteriormente, si quiera de modo general e incompleto, podemos concluir que necesitamos identificar, cultivar y practicar nuevos modelos de masculinidad. Como hemos señalado al inicio, la necesaria transformación feminista requiere del concurso de los hombres, que han de asumir su papel central en la lucha por la igualdad y la justicia. Pero este papel, en este caso, implica toda una revolución individual y colectiva que ha de transformar nuestra propia forma de ser, vivir y relacionarnos como hombres.
Resulta importante impulsar este trabajo en toda la sociedad, pero particularmente en ámbitos como el comunitario y eclesial con los que estamos comprometidos. Espacios donde el feminismo todavía no ha sido reconocido y asumido suficientemente, ni hemos sido capaces los hombres cristianos de hacer una reflexión específica sobre nuestra contribución, al contrario que muchas mujeres que han impulsado los estudios y teologías feministas, el desarrollo de espacios propios y autónomos de reflexión o la difusión de propuestas para lograr estructuras y relaciones más igualitarias.
Necesitamos nuevos modelos de comportarnos como hombres, pero esta búsqueda requiere de un esfuerzo importante: desaprender lo enquistado en lo más profundo de nuestro ser, resignificar nuestros roles tanto en la vida pública como en la privada, dar un paso atrás para renunciar a nuestros privilegios y cuestionar cualquier forma de desigualdad que afecte a las mujeres.
En esta labor será importante identificar y construir nuevos relatos que contribuyan a transformar nuestra labor social, pastoral y educativa en la dirección de la construcción de vidas, comunidades y sociedades más libres, justas e igualitarias.
Tal vez para elaborar esos relatos, debamos empezar por cada uno de nosotros, en una tarea de de-construcción y construcción de nuestro propio proyecto de vida. Y tal vez sea conveniente que podamos compartir las inquietudes, emociones y desconciertos que nos provoque esta tarea con otros hombres que también quieran emprender la búsqueda de una manera distinta de estar en el mundo y en la vida. Es también la mejor contribución que podemos hacer a las compañeras que, desde el feminismo, están transformándolo todo, también nuestra vida como hombres.