Una reflexión sobre los procesos y las desembocaduras de nuestras pastorales con jóvenes
No hace tanto tiempo, aunque mirando hacia atrás y viendo a la velocidad a la que va todo, parezca que ha pasado muchísimo más, que un servidor conformaba ese grupo de adolescentes y jóvenes que, de manera casi natural, como algo que formaba parte del imaginario colectivo de la época y del contexto de la misma (mediados de los años 80), participaba con ilusión en la catequesis de Confirmación de su parroquia, en mi caso, unida físicamente al colegio en el que estudiaba. Es verdad que ya por entonces si en las aulas éramos 40 alumnos, no todos participábamos en dicha dinámica parroquial, pero más del 75% sí. Eran otros tiempos.
Durante tres años participábamos en un itinerario de catequesis juvenil, en el que nuestros catequistas apenas tenían cuatro o cinco años más que nosotros, en el que los responsables eran religiosos jóvenes, algunos de ellos sacerdotes, con una pasión desbordante por aquello que llevaban entre manos. Cuando uno llegaba al final de esos tres años se confirmaba. Muchos ya no volvían a aparecer por la parroquia nunca más. Muchos otros seguían participando en la eucaristía dominical y en acciones o experiencias puntuales (campañas, peregrinaciones, pascuas juveniles…) y algunos menos comenzaban su servicio como catequistas de Confirmación para los más jóvenes, aquellos que comenzaban entonces el mismo itinerario que ellos habían terminado. Visto con el tiempo, una verdadera locura. Una bendita locura, también. Había procesos, había motivaciones, había servicio, había ganas de acompañar, había jóvenes en la parroquia a los que proponer cosas y acompañar.
Eran otros tiempos. La desembocadura de los itinerarios de crecimiento en la fe de aquella época era ser catequista de otros. Siempre acompañados por los más expertos. Siempre en formación. Siempre vinculados a todo cuanto en la parroquia y en las diferentes propuestas se iba presentando. Existía vida de comunidad parroquial. Existía una pertenencia eclesial que animaba a otros a participar y a involucrarse. Otra cosa eran las motivaciones. Por eso creo que, si hoy hablamos, porque nos preocupa, de la desembocadura o desembocaduras de nuestras pastorales juveniles, solo lo podemos hacer si hablamos también de las motivaciones, los procesos y la incardinación eclesial de las mismas. Y, por supuesto, si tenemos bien presentes a los adolescentes y jóvenes de hoy, no a los de otras épocas.
Corría el año 2000, cuando la Asamblea de los Obispos de Quebec publicó un documento de orientación que se titulaba «Proponer hoy la fe a los jóvenes: una fuerza para vivir». Este magnífico documento, que está a disposición en la red para todo el que lo quiera ojear, resultó ser profecía y faro para la pastoral juvenil de aquel cambio de milenio. Un documento que, releído hoy, adquiere toda su hondura y profundidad. Traigo aquí un par de párrafos que ya entonces me impactaron y que vienen a colación del tema que nos ocupa:
«Hemos estado habituados a pensar que la transmisión de la fe seguía el modelo del río que crece poco a poco con el aporte de varios afluentes que vienen a aumentar su caudal y a ensanchar su cauce. Es así como la transmisión de la fe tenía su fuente en los hogares. Después, en la etapa de la infancia y la adolescencia, ensanchaba su curso con el afluente principal de la escuela y la enseñanza religiosa escolar. Después las parroquias tomaban el relevo para el resto del curso y del declinar de la vida. La transmisión de la fe se operaba de manera progresiva, encadenándose de etapa en etapa, como una herencia llevada y arrastrada en el oleaje continuo de la vida, en el funcionamiento cotidiano de las instituciones sociales y eclesiales. Hay que ser capaz de reconocer que esta imagen del río y de sus afluentes ya no corresponde en absoluto con la realidad. Esta imagen del río evoca el dispositivo que ha servido para dirigir la evolución religiosa de las generaciones anteriores. Los lugares institucionales que le caracterizaban son objeto de una lenta y continua desconexión. De este modelo de río con un cauce actual incierto, tenemos que pasar a otro modelo. En las nuevas condiciones que son las nuestras, es importante subir allí donde la fe toma su fuente».
¡No me negareis que es un texto precursor! Del río a la fuente se titulaba en aquel documento. He aquí una pista evidente para nuestra preocupación por la desembocadura. Quizás excesivamente ocupados en las desembocaduras y finales de etapa (primeras comuniones, confirmaciones, etc.) hemos dejado de lado ese regreso a la fuente. Sin él, no hay desembocadura, porque sin él no hay experiencia creyente, ni propia ni de aquellos a los que deseamos acompañar.
Y fijémonos que afirmaban los autores del documento poco más adelante: «La fuente se encuentra en las personas, en los momentos esenciales de sus vidas, en las experiencias básicas a través de las cuales se manifiestan los primeros estremecimientos, los primeros rumores de la fe. Es esta fuente que está en el punto de partida de toda evolución. Es la que sin cesar hay que buscar, despejar, canalizar. Como los zahoríes, tenemos que estar atentos a esta evolución, lejana o próxima, de la fuente viva. Atento al pozo secreto que cada uno lleva en lo más profundo de sí mismo». Cuidar a la gente, abrir puertas, acercarnos, evitar los juicios, no disfrazar las cosas, ir a lo esencial, vivir con autenticidad lo que somos y creemos, y vivir la fe de modo natural allí donde trabajamos. Esa es la desembocadura que debemos cuidar y acompañar.
«Volver, pues, a la fuente. Olvidar el esquema de las canalizaciones y de los acueductos pastorales que ya apenas dan agua. Buscar las fuentes de la fe, siempre subterráneas, pero que afloran pronto o tarde al ras de la vida. Está allí, donde la gente, fatigada, encuentra el placer de beber, el gusto del agua, el gusto de vivir y de revivir. Volver a la fuente, se le adivina, es más que conducir a los creyentes, es más que entrar en un sistema. Es ante todo intentar extraer la experiencia espiritual que brota de la vida, que extraña, que hace presentir lo esencial, que despierta, que pone en marcha, que hace vivir. Es aprender a reconocer, en las diversas etapas de la vida, esta fuente que el Espíritu hace surgir en el corazón de los seres, como un don, como una fecundidad nueva».
Nada más que aportar. Releamos nuestra propia historia y la literatura que va quedando atrás. A veces, son una luz extraordinaria para nuestras pastorales.