VIVIR EN EL MULTIVERSO… SOMOS DIÁLOGO
José María Pérez-Soba Díez del Corral
Centro Universitario Cardenal Cisneros
chema.perez@cardenalcisneros.es
1 ¿Es posible orientarse en una sociedad innombrable? Vivir en el multiverso
Juan Martín Velasco titulaba una de sus obras, allí por el año 1993, El malestar religioso de nuestra cultura. El título sigue teniendo plena actualidad. Solo un ejemplo: la última Semana de Pastoral del Instituto Superior de Pastoral (antes de la pandemia) se titulaba «La fe perpleja ante la sociedad actual». Malestar, perplejidad… muchas veces da la sensación de que las personas e instituciones religiosas no acabamos de estar a gusto en nuestra sociedad, en nuestro tiempo, de que estamos desconcertados, incómodos. Y es normal, porque ese desconcierto es compartido por la mayoría de los analistas. De hecho, Ulrich Beck, uno de los investigadores socioculturales más importantes actuales, fallecido hace poco, escribía que «una afirmación en la que la mayoría de la gente coincide, más allá de cualquier antagonismo, y en todos los continentes, es la siguiente: “Ya no comprendo el mundo”»[1]. No es extraño que algún autor haya decidido que la nuestra es una sociedad «innombrable»[2].
¿Qué es lo que nos sucede? ¿Cómo podemos estar a gusto, superar esta sensación de no cuadrar con este mundo? Quizá el origen del malestar radica en que buscamos una clave, un nombre, una definición, algo claro y estable a lo que agarrarnos: queremos un titular claro y sencillo, una etiqueta para saber con quién nos enfrentamos. La posmodernidad nos ofreció un nombre por un tiempo, pero el auge de los neointegrismos, los retos de la «hipermodernidad», los reclamos de una nueva ilustración, han hecho que nos desengañemos nosotros mismos de que realmente sean tiempos posmodernos. A lo mejor ahí está elproblema… buscamos un nuevo paradigma cuando, como señala Peter Berger, este es… que ya no hay un solo paradigma[1]. No encontramos el hilo que desenrolle la madeja, porque hay muchas madejas.
¿Cómo podemos estar a gusto, superar esta sensación de no cuadrar con este mundo?
Tampoco podemos asombrarnos demasiado. Es justo lo que la modernidad pretendía: cuando Baruch Spinoza reclamaba una sociedad en la que se pudiera decir y, todavía más, imprimir lo que uno pensara, estaba reclamando la diversidad que vivimos[2]. La clave de la secularización, como admiten muchos autores actuales, no era tanto la desaparición de la religión, sino que esta dejaba de tener el monopolio del sentido. La Ilustración, entre soberbia e ingenua, pensó que una razón universal podía sustituir el antiguo monopolio. Pero no fue así. Cuando las personas pudieron sentirse realmente libres de creer o descreer, creyeron y descreyeron tanto de lo religioso como de la razón. Racionalismo e irracionalismo campan por nuestra sociedad con toda alegría, como la pandemia no ha hecho más que poner, de nuevo, de relieve: junto a personas serias y heroicas, tenemos otras capaces de negar lo más evidente con todo entusiasmo. Ni siquiera la ciencia consigue la unanimidad. Por poner una metáfora reciente de la cultura popular, ya no vivimos en un universo ordenado con claridad, sino que vivimos en el multiverso… y eso nos desconcierta.
¿Esto significa que ya no hay sentido ni identidad? No. Lo que significa es que esa necesidad de decirnos la realidad y de encontrar nuestro sitio en ese mundo, connatural a todos los seres humanos, es hoy una labor más individualizada que nunca. Es la persona con los medios que tiene, todavía más, que quiere, en los que confía, la que decide qué significa el mundo para ella y cómo quiere afrontarlo. Yo, más que nunca, construyo mi identidad y mi forma de percibir la realidad y situarme en ella. Soy más consciente que nunca de mi libertad y quiero ejercerla.
Yo, más que nunca, construyo mi identidad y mi forma de percibir la realidad y situarme en ella
No es extraño, entonces, que el tema de la identidad (en todas sus formas: género, política, creencia, descreencia…) se haya convertido en una cuestión fundamental hoy en día. Y eso se muestra con mucha claridad, como no podía ser menos, en nuestros jóvenes. Si siempre fue el desafío fundamental de la juventud ser capaz de construir la propia identidad, saber quién eres y quién quieres ser, en muchas ocasiones los moldes sociales ofrecidos para lograr el objetivo no eran demasiados. No había mucho donde elegir: plegarte a alguna de las opciones normalizadas o ser un rebelde o un extravagante (y pagar porello). Ahora el joven tiene delante, para responder a ese desafío, un multiverso entero donde elegir.
Por eso, los desconcertados no son ellos, sino las generaciones anteriores, los que nacimos entre el final del franquismo y la transición. No podemos olvidar que nuestra sociedad no hace tanto (una generación) vivía en el modelo anterior, un nacionalcatolicismo monopolístico y, como toda fuerza genera una contraria, un anticlericalismo no pocas veces muy excluyente. Es decir, no solo en el franquismo sino en la transición y primeras décadas del cambio al sistema democrático teníamos claro los roles, las identidades y las posibilidades de enfrentarnos o encontrarnos. Los grupos más sensibles de ambas partes apostaban entonces por un diálogo que, pensábamos, podría superar las terribles consecuencias de los encontronazos anteriores. El susto ha venido cuando hemos descubierto que los dos interlocutores, históricamente constituidos, se han ido transformando, poco a poco, en silencio yn casi sin darnos cuenta, por una multitud de voces, por posiciones de todo tipo y calado, muchas de ellas muy diferentes a los roles originales, incluso absolutamente indiferentes al tema.
Nuestros jóvenes han nacido ya en este cambio de paradigma y muchos de ellos se mueven con mucha soltura en él. Si tomamos en cuenta los resultados de las encuestas de la Fundación Santamaría[1], las tendencias culturales de fondo entre los jóvenes son, en ese orden, la individualidad, el pluralismo ideológico (de formas de vida), el relativismo valorativo (cada uno sabrá cómo quiere vivir) y la democratización de las relaciones (lo horizontal sobre lo vertical). Un retrato exacto de lo que estamos diciendo.
2 Los riesgos: la guerra, lo líquido y lo póstumo.
Por supuesto, esta pluralización no es neutra. El cambio de sistema, como todo lo humano, tiene sus virtudes (la libertad) y sus riesgos. A ellos se refiere, con enorme lucidez, el papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti, en su capítulo sexto. Nos centraremos en tres de ellos, que representan tres modelos de gestión de la pluralidad que están presentes en nuestra sociedad y que nuestros jóvenes tienen ante ellos: la guerra cultural, lo líquido y lo póstumo.
2.1 La guerra cultural
Esta pluralidad que hemos descrito y que caracteriza nuestra sociedad se puede vivir con serenidad… o como un campo de batalla. Nuestra sociedad capitalista funciona, no pocas veces, impulsada por la competencia más feroz: hay que luchar para lograr alzarse con un trozo más grande del pastel del mercado. A ejemplo de esta estrategia, convertida en forma de vida, una parte importante de las fuerzas político-culturales de nuestro entorno ha declarado una «guerra cultural». En esta guerra las diferentes fuerzas ideológico-culturales pelean por el «relato», por imponer su forma de entender el mundo y tener el control de la mayoría social. La beligerancia se justifica en que nuestra propuesta es evidentey las demás son un absurdo peligroso, siempre, curiosamente, impuesto por el poder (eso sí tenemos claro, todos somos los rebeldes). Por eso, ni un paso atrás, cada uno prepara sus armas, incluidos «hechos alternativos» y fake news (lo que de siempre se han llamado mentiras), para triunfar en las trincheras culturales.
Esta pluralidad que hemos descrito y que caracteriza nuestra sociedad se puede vivir con serenidad… o como un campo de batalla
Esta «guerra» se extiende por toda la sociedad: los medios de comunicación tradicionales, los libros, las personas con las que me relaciono… Por una y otra parte del espectro político podemos ver cómo las posturas se extreman cada vez más, rompiendo los puentes y abanderando posiciones de «o todo o nada» en la que no cabe sino la claudicación del otro. Y esta guerra encuentra su ecosistema natural en las redes sociales, donde la descalificación y la agresividad están a la orden del día y los mensajes se pueden multiplicar, no pocas veces amparados por el anonimato. Cualquier propuesta, por suave que sea, encontrará su nutrido grupo de haters. De hecho, como es bien sabido, influyen, puede que decisivamente, en la auténtica nueva guerra fría que vivimos entre estados por el control del nuevo orden mundial.
No pensemos que esta opción por emprender la guerra está muy lejos de nosotros: algunos grupos eclesiales se sienten muy identificados con esta beligerancia y están dispuestos a «reconquistar» los espacios sociales que sienten que, más que haberse perdido por nuestra incoherencia, han sido arrebatados por el enemigo. No es extraño que algunos jóvenes se sientan tentados por esta solución, que te da un sentido fuerte de pertenencia y te ayuda a sentirte con un propósito en la vida, un propósito heroico, que te hace sentir como un cruzado contra el mal. Si les ofrecemos pelear en la nueva batalla, es seguro que un grupo, incluso generoso y entregado, tome el camino de la confrontación abierta.
Por supuesto, esta guerra tiene sus bajas. Y la primera es el diálogo y, con él, la fraternidad (¡el Reino!). Como señala el papa Francisco, esta guerra acaba con lo más profundo de nosotros mismos: sentirnos, sabernos parte de un mismo y único pueblo, de la misma humanidad en camino. Es romper decisivamente con aquello que somos, sacramento de la fraternidad, presencia de la reconciliación en el mundo. La fractura social que produce la guerra impide cualquier reforma de calado, cualquier consenso mínimo que nos ayude a mejorar el mundo, y envenena la misma estabilidad social, convirtiéndose en un problema de primer orden. No es extraño que veamos un día imágenes de enfrentamientos sociales como las que hemos contemplado con estupor en Estados Unidos.
2.2 La vida líquida
Por otro lado, como señalaba con mucho éxito Zygmunt Bauman, cabe otra opción: apostar por la vida líquida[1]. También es una buena estrategia de la sociedad de consumo: en lugar de situarme en la lucha por el mercado, disfrutar de él. La pluralidad me invita a vagabundear por las diferentes identidades disponibles, sin decidirse a profundizar en ninguna de ellas. Intento sostener mi necesidad de sentido consumiendo las novedades, una tras otra. Esa es la clave de esta vida líquida: no cesar de consumir, estar «a la última» del mercado de sentido, porque si no, se corre el riesgo de percibir un vacío muy poco atractivo. Consumo objetos y, a la vez, identidades y experiencias, incluidas las del estante de «espiritualidad». Paso por ellas, me hacen sentir bien, importante, durante un tiempo, sostienen mi wellbeing y, cuando se gastan, se sustituyen por otras, sin que, en el fondo, me dejen huella. Consumo, pero no digiero. Y, claro, no nos engañemos, esta opción líquida es un sinvivir. Las modas se mueven a enorme velocidad: agnosticismo, el tesoro, autoayuda, Osho, reptilianos, aromaterapia, cristales de energía… El mercado siempre ofrece algo nuevo.
Este riesgo también se hace presente entre los jóvenes… y mucho. No es extraño: si sé que vivo en un enorme mercado, en el que no paran de llegarme atractivas ofertas, la tentación de probarlo todo es muy grande. Esa libertad y esa pluralidad son buenas… pero tienen su riesgo: convertir la adolescencia en forma de vida. En efecto, me puedo quedar agarrado a esa búsqueda, al probarlo todo, sin que jamás llegue el momento de la madurez y de las opciones. ¿Por qué optar si siempre llegan nuevas promesas, tan atractivas ellas? Me pongo la etiqueta de «buscador» y me quedo tan tranquilo, justificado para seguir sin apostar la vida en algo (o alguien). Sin embargo, en nuestra experiencia (y en la sabiduría compartida por las religiones) recorrer el camino de la vida requiere centrar la existencia y profundizar en un camino espiritual. Si no, acabamos encontrándonos dando vueltas sobre nosotros mismos, peleando por impedir que nada nos toque de verdad. Instalado en la superficie de todo, no llego a probar de verdad nada. El misterio de la existencia, con toda su fuerza y densidad, se me escapa entre los dedos.
2.3 El escepticismo individualista
Todavía podemos señalar un tercer riesgo, siguiendo la estela de Fratelli Tutti. Marina Garcés, una filósofa española, señalaba que en no pocos ambientes culturales percibía que la gente atribuía una «condición póstuma» a nuestra época[2]. Estamos en una época sin esperanza. El desconcierto de la pluralidad y los sucesivos desengaños que me trae la vida, me llevan a pensar que ya no podamos esperar nada. Esto que vivimos no tiene arreglo, estamos en los últimos tiempos, abocados a una catástrofe sin solución. Todo está podrido y solo queda enterrarlo. El lema punk se convierte en realidad: No future. No es extraño que en las series lo que triunfe sean distopías.
Solución: refugiarnos en nuestras casas, en nuestra vida privada, rodeándonos de aquello que nos anestesie de la realidad. Es mejor situarnos a distancia de todo, porque la realidad duele. Incluso, a veces, podemos cubrir este miedo con la máscara de la sonrisilla descreída del «estar de vuelta», que te hace sentir más listo, más lúcido que los demás. Por supuesto, este individualismo nihilista se lo pueden permitir los que saben que tienen dónde acomodarse, dónde refugiarse para no escuchar el ruido de las injusticias, del clamor de los que quedan al margen del sistema. ¿El precio de este escepticismo? El mismo que antes: de nuevo rompemos con nuestro ser pueblo, con nuestro ser humanidad, con la verdad de que estamos íntimamente vinculados, para lo bueno o lo malo. De nuevo, la fraternidad que somos y estamos llamados a ser, se quiebra. Podemos escondernos, pero estamos siempre, siempre, referidos a los demás, compartiendo el mismo y único destino.
Pudiera parecer que este riesgo fuera el más alejados de nuestros jóvenes, siempre abiertos a la esperanza y a descubrir lo nuevo… pero es posible que no sea así. Las primeras decepciones vitales que experimentan los más entregados, la confusión que viven los que no logran encontrar un lugar en el que arraigar, la falta de lazos estables que les desorientan y les impiden sentirse parte de verdad de algo, pueden llevar al joven a encerrarse dentro de sí mismo, a romper los lazos con el exterior, a encastillarse en la crítica continua y a crearse sus propios mundos, en los que se sienten a salvo de heridas y decepciones.
Estas tres opciones nos recuerdan que nuestros procesos pastorales, que quieren ser integrales e integradores, no pueden dejar de afrontar el desafío de gestionar la pluralidad que nos define. Este no es un tema secundario, sino una piedra clave en el edificio de un cristiano adulto hoy. Pablo VI, cuando toma el relevo de Juan XXII en la dirección del Vaticano II, dedica su primera gran encíclica, Ecclesiam Suam, al diálogo. Si queremos ser cristianos en el momento y lugar al que Dios nos ha destinado, hoy, tenemos que ser profetas del Ecclesiam Suam, maestros en el diálogo.
Los tres riesgos que hemos señalado en las páginas anteriores, de hecho, nos enseñan verdades importantes: es verdad que vivimos en conflicto, y no podemos minusvalorar nuestras contradicciones personales e institucionales, que crean desencuentros y muerte; es verdad que, tras tanta búsqueda, se esconde la sed de muchas personas que no sienten que en el mensaje del Reino, que la fraternidad que decimos vivir, sea digna de atención; es verdad que, no pocas veces, hemos identificado nuestra fe con proyectos concretos, que, aún vendidos con hermosos colores, siempre tienen fecha de caducidad y pueden producir frustración y desengaño.
Es verdad que vivimos en conflicto y no podemos minusvalorar nuestras contradicciones
Podemos y debemos aprender de estas tres posiciones frente a la pluralidad. Pero no podemos estar de acuerdo con ellas porque hemos apostado nuestra fe, nuestra confianza existencial, en Jesús, el Cristo, y en su mensaje del Reino. Por tanto, solo podemos testimoniar lo que hemos descubierto: que la verdad última de la humanidad es la fraternidad y su camino es el diálogo.
3 Nuestra propuesta cristiana: somos diálogo
Ahora bien, no se puede dialogar sin sentir que es una empresa que merece la pena. Si seguimos pensando que todo está en crisis, si solo percibimos oscuridad y podredumbre a nuestro alrededor, no tenemos ni ganas ni energía para dialogar con nada ni nadie. Si constantemente nuestro discurso es victimista, es difícil sacar fuerzas para algo más que para quejarme. No, el mundo no está en mayor decadencia que en otras épocas. Me temo que es igual de cruel e injusto, e igual de santo y de creativo que muchos otros momentos históricos. De igual manera, los jóvenes no son peores, ni tienen menos valores. Lo que sí es verdad es que, esta vez, sí serán los suyos, los que ellos quieran, aquellos en los que han sentido que pueden depositar su vida.
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Para dialogar es necesario, por tanto, recuperar el aire, la actitud del Vaticano II. Además de sus conclusiones concretas, que siguen siendo fundamentales para nosotros, el regalo más grande del Concilio fue la certeza de vivir un kairos, un tiempo de oportunidad que el Espíritu nos regala. Juan XXIII lo dejó más que claro en el discurso inaugural del Concilio, un documento que no podemos enterrar sin más en las clases de historia. Refiriéndose al ambiente de condena que ya se vivía entonces (hace más de cincuenta años), decía el Papa bueno que:
«Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres, pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquella lo dispone para mayor bien de la Iglesia».
Para dialogar es necesario recuperar el aire, la actitud del Vaticano II
Por eso, porque vivimos un tiempo de oportunidad, nos negamos a aislarnos y a ceder a la tentación de encastillarnos en nuestros templos, devociones y tradiciones: «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1). Estamos llamados a recordar, junto a muchos otros, que somos una única humanidad, un pueblo diverso que camina hacia el mismo destino. Así entramos en la dinámica que, desde el Concilio, los sucesivos papas, de Pablo VI a Francisco, nos han señalado: no estamos en guerra con el mundo, no estamos a la deriva de la última moda y, además, mantenemos la esperanza: somos herederos de una Tradición, de una Buena noticia y nos negamos a renunciar a ella. Fiados de Dios, que nos acompaña providente, seguimos proponiendo que el Reino ya está aquí, aunque todavía no.
Esto es lo que proponemos a nuestros jóvenes. No les ofrecemos unirse a un club que tiene la verdad en un frasquito ni les ofrecemos otra experiencia más. Les ofrecemos unirnos a nosotros para ser Iglesia: caminar juntos hacia la plenitud de los tiempos, siempre a la escucha del Espíritu, ese Espíritu que, no lo olvidemos, «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Por eso, como nos alentaba Juan Pablo II al empezar este nuevo milenio, nos toca, como Iglesia, leer constantemente los signos de los tiempos, escuchando a las filosofías, culturas y religiones, porque en ellas se hace presente el Espíritu que nos lleva a la plenitud del Reino (NMI 56).
Para nosotros el diálogo no es una estrategia. Es parte íntima de nuestro ser cristiano. No sabemos, no podemos, no queremos ser de otra forma. El diálogo no nace de la resignada actitud del «no tenemos más remedio» o porque aceptamos a regañadientes una cierta tolerancia. Nuestro diálogo es, en palabras de Raimon Panikkar, un diálogo «intrarreligioso»[1], es decir, una cuestión de identidad. No nace de una planificación, ni siquiera de una cuestión moral. Nace de nuestra experiencia religiosa, de saberme, desde Dios, enviado a un camino hacia la plenitud del Reino y, por tanto, necesitado del diferente para poder encontrar el siguiente paso hacia ese horizonte común.
Así lo expresaba Juan Pablo II en Redemptoris Missio 56: «El diálogo no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que “sopla donde quiere”». Nuestro diálogo no depende, así, del resultado, de si somos amablemente escuchados o no. No es un “do ut des», sino que es, desde Dios, Uno y Trino, nuestra forma de ser en el mundo. Dios es diálogo, la humanidad, imagen de Dios, está llamada a ser diálogo.
No estamos hablando, pues, de «relativismo». Hemos usado a veces este término como un insulto fácil, que evita que tome en serio la pluralidad de nuestra sociedad y la necesidad de diálogo con ella. Confesamos que hay una verdad inmutable: estamos hechos para el amor. Y testimoniamos con nuestra vida que solo se puede defender la verdad de forma coherente con su contenido: siendo diálogo. Como nos enseña el papa Francisco: «en una sociedad pluralista, el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial» (FT 14).
Estamos hablando, pues, de que nuestra pastoral debe seguir apostando por acompañar a «cristianos hermenéuticos»[2], como decía Gómez Caffarena, capaces de sentirse a gusto en el momento en el que viven, dialogantes con los diferentes, críticos con la realidad… capaces de discernir dónde nos llama el Espíritu. Estamos invitando al joven a una aventura que abarca toda su vida: a caminar con el Pueblo de Dios (y con él, con todas las personas de buena voluntad) hacia la plenitud del Reino. Y eso conlleva decepciones y alegrías, gozos y angustias, como las de toda la humanidad. Sabemos de quién nos hemos fiado y de esa fe nace la esperanza y, con ella, el amor.
Sabemos de quién nos hemos fiado y de esa fe nace la esperanza y, con ella, el amor
4 Algunas reflexiones
¿Cómo afrontar este desafío pastoral? Pues juntos, dialogando sobre el tema en nuestras comunidades, en las que viven y participan nuestros jóvenes. En el fondo, siendo simplemente comunidades cristianas: sinodales hacia el interior (de verdad, no como nuevo lema) y dialogales hacia el exterior. Para ello, os comparto algunas reflexiones que, a lo mejor, pueden ser útiles:
1º En esas comunidades debemos tener claro y, por tanto, transmitir con toda normalidad, que la Iglesia está en camino. En la frase tradicional de la que se ha hecho eco el papa Francisco (pese a su uso habitual por los hermanos reformados): ecclesia semper reformanda, la Iglesia siempre está en ra eforma.
Lo que les proponemos a nuestros jóvenes no es que se apunten un club de perfectos, a un castillo a defender contra el paso del tiempo, sino que se unan a un pueblo que sigue la senda del Reino. Por ello, ellos nos pueden y nos deben ayudar a dar el siguiente paso, con su sensibilidad propia, con su lenguaje propio, con sus inquietudes… porque en ellas el Espíritu nos anima a seguir descubriendo las implicaciones de la vida cristiana. Esto implica escuchar de verdad a los jóvenes, hacerlos protagonistas de sus procesos y, fraternalmente, compartir con ellos nuestros descubrimientos, nuestras historias, de manera que sientan que se unen a una familia en movimiento.
2º Sabernos en camino no nos convierte en personas muy especiales. Estamos en camino con todas las personas de buena voluntad del mundo. Somos Iglesia junto a la ecclesia ad Abel, la Iglesia de todos los justos, de todas las personas que, con otros términos, aceptan al Espíritu de Dios que clama en todos los corazones humanos.
Como nuestra pastoral es una pastoral de experiencias, es necesario que salgamos de nuestros pequeños recintos, de nuestros muros, para encontrarnos con otros, para encontrarnos con la riqueza de la pluralidad eclesial, de las distintas religiones, de los movimientos sociales emergentes… En lugar de encerrarnos en nosotros mismos, necesitamos generar espacios de encuentro con otras personas que, desde otras experiencias, también responden al Espíritu construyendo un mundo más justo y más humano.
Es necesario que salgamos de nuestros pequeños recintos, de nuestros muros
3º Y el encuentro debe ser de escucha y discernimiento. Para ello, necesitamos dar herramientas a los jóvenes para analizar con seriedad nuestro mundo (si es que las tenemos nosotros mismos). Si no, no comprendemos lo que está pasando y nos quedamos en una serie de opiniones compartidas, que no superan nuestra autorreferencialidad. Analizando la realidad y dejándonos interpelar por ella, podemos escuchar al mundo y, en silencio y oración, escuchar en él al Espíritu.
4º Todavía más. Como señalaba Raimon Panikkar[1], para ser dialogal hay que ser bilingüe, es decir, conocer el lenguaje y los símbolos de los demás, para poder no solo oír, sino escuchar. Esto implica que en nuestros procesos formativos incorporamos con naturalidad introducciones a las experiencias de los distintos: a las demás tradiciones cristianas, a las demás experiencias religiosas y a las distintas increencias. Y no para parodiarlos, sino para aprender de ellos, para encontrar qué nos aportan en camino conjunto hacia el Reino. Esto no es mezclar cosas ni hacer un extraño sincretismo. Una identidad sana no teme encontrarse y valorar lo distinto. Además, tenemos muy claro que lo mejor del diálogo no es hacer mixturas, sino que amar y respetar lo diferente tiene que ver con mantenerlo como es, distinto. Esa es la clave para poder seguir en dialogo, reconocer que, gracias a Dios, somos diversidad.
Una identidad sana no teme encontrarse y valorar lo distinto
5º Así, el diálogo es un impulso, un estímulo a nuestras propias convicciones: encontrarnos con el diferente es vernos a nosotros mismos desde fuera, y encontrar nuevas preguntas sobre nosotros mismos que no nos habíamos planteado: preguntas sobre nuestra forma de comprender a Dios, sobre nuestra vida como seguidores de Cristo, sobre nuestro compromiso de vida… Escuchar que «solo Dios es dios» a nuestros hermanos musulmanes tiene que resonar en nuestros corazones, y nos plantea qué queremos decir cuando afirmamos que Dios es Uno y Trino, o que Dios se hace ser humano. Cuando escuchamos decir que el «yo» es un engaño que nos ata al sufrimiento a nuestros hermanos budistas, nos preguntamos qué queremos decir cuando proponemos que el ser humano es persona… ¿solo es que es un sujeto defendiendo su individualidad? ¿o que nuestro mismo ser es «ser-en-otros»? Cuando oímos las críticas a la religión de nuestros hermanos increyentes, insistiendo en que aliena al ser humano y le impide tomar en serio la realidad, nos planteamos si realmente somos sal en el puchero o si hemos decidido quedarnos tranquilamente en el salero, junto a los nuestros, cómodos entre nuestros iguales… si nuestra experiencia no es en verdad una forma de tranquilizar nuestra conciencia.
6º El diálogo, entonces, me lleva a la sana autocrítica. Con toda humildad y con toda sinceridad, aceptamos en nuestros procesos esa capacidad de autocrítica, que no nos arrebata la esperanza, sino que la cimenta. Sabiéndonos en camino, no nos desmoraliza reconocer nuestros límites, sino que nos impulsa. Los jóvenes nos ayudan a esa autocrítica y se habitúan hacerla y recibirla en un ambiente compasivo y fraterno.
7º En esta pluralidad de valores hay uno que podemos y debemos reivindicar: la fidelidad y la integración de vida. Frente al mensaje de probarlo todo (y no apostar por nada), el testimonio de nuestra vida, la de gente de más edad que caminamos junto a ellos, es imprescindible. Buscar y probar es estupendo, pero no se puede apostar la vida en mil cuestiones diferentes, sin el riesgo de dispersarte y, de hecho, romperte en multitud de pequeños fragmentos. La sabiduría está en la humildad de reconocer que no se puede vivir todo, que somos solo lo que somos y que el camino no se recorre en dos días, sino que implica tu vida. Como señalaba el mismo Dalai Lama, si dispersas el río de tu vida en cientos de acequias, es normal que no tengas energía para hacer que tu molino pueda crear harina para el pan.
En conclusión, no nos podemos permitir pasar por el tema de la pluralidad y el diálogo como «uno más». El papa Francisco nos llama a ser «puentes», a ser profetas del diálogo frente a las dinámicas de exclusión y de individualismo que hemos visto. Y es urgente. Primero porque nuestra comunidad necesita ejercer el diálogo para ser más y mejor Iglesia; segundo, porque nuestros jóvenes lo necesitan para sentirse más y mejor acogidos en su diversidad; y, tercero, porque el riesgo de retroceso en nuestro mundo y en nuestra Iglesia es serio.
El papa Francisco nos llama a ser «puentes», a ser profetas del diálogo
No es por casualidad que la última obra de Bauman se titule Retrotopía. Una retrotopía es el deseo de encontrar las soluciones para el hoy en un pasado que he mitificado, que nunca ha existido como lo imagino, pero en el que proyecto mi deseo de una época dorada. Y quiero volver a él, a costa de todo y de todos. El riesgo de que el desengaño y la perplejidad nos hagan colocar nuestras utopías en el pasado, cuando no existía la pluralidad que nos caracteriza, es elevado. Frente a este riesgo, Bauman citaba al papa Francisco como solución:
«La respuesta más convincente a este interrogante capital, a esta cuestión de vida o muerte para la humanidad la encontré en un discurso del papa Francisco y esa respuesta es “capacidad para dialogar”: “Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: ‘diálogo’. Estamos invitados a una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que este sea posible”».[1]
Nos dicen que tenemos la respuesta más convincente para el futuro. Pues tomemos conciencia, cuidémosla y trabajemos para no perderla. Seamos lo que estamos llamados a ser: seamos diálogo.
[1] R. Panikkar, Intrarreligous dialogue, Mahwah, Paulist Press, 1999.
[2] Cf. J. Gómez Caffarena, La entraña humanista del cristianismo, Estella, Verbo Divino, 1988, p. 179.
[1] Z. Bauman, La vida líquida, Madrid, Austral, 2013.
[2] M. Garcés, Nueva ilustración radical, Barcelona, Anagrama, 2017.
[1] J. M. González-Anleo y J. A. López-Ruiz, Jóvenes españoles entre dos siglos (1984-2017), Madrid, SM, 2017.
[1] P. Berger, Los numerosos altares de la modernidad. En busca de un paradigma para la religión en una época pluralista, Salamanca, Sígueme, 2016.
[2] B. Spinoza, Tratado teológico-político, Madrid, Alianza, 1986, p. 420.
[1] U. Beck, La metamorfosis del mundo, Barcelona, Paidós, 2017, p. 13.
[2] R. Calasso, La actualidad innombrable, Barcelona, Anagrama, 2018
[1] Z. Bauman, Retrotopía, Barcelona, Paidós, 2017, pp. 158-159.
[1] R. Panikkar, El diálogo indispensable. Paz entre las religiones, Barcelona, Península, 2003.
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