VÉRTIGO RPJ 560 Descarga aquí el artículo en PDF
Juan Saunier
Pie de foto: Narciso I, Alfonso Albacete[1].
Se atribuye al intelectual y político André Malraux (1901-1976) una frase apócrifa y equívoca: «El siglo XXI será espiritual o no será». Ciertamente, estos años contemplan un resurgir de las búsquedas religiosas y las espiritualidades; pero dudo yo que pueda atribuirse al fenómeno tal difusión que lo convierta en una impronta de nuestros tiempos.
Volviendo a Malraux, el autor de La condición humana respondía así en 1955 a una pregunta que le hicieron desde un diario danés sobre la base religiosa de la moralidad: «Durante cincuenta años, la psicología ha reintegrado a los demonios en el hombre. Tal es la valoración seria del psicoanálisis. Creo que la tarea del próximo siglo, ante la amenaza más terrible que ha conocido la humanidad, será reintroducir allí a los dioses». Estas palabras proféticas se pronunciaron cuando C.G. Jung culminaba su carrera durante el arranque de la psicología humanista, a la que seguiría de inmediato la transpersonal, ambas coincidentes en el tiempo con la alborada de una mentalidad que osó en Occidente asomarse y aprender del tesoro cultural y religioso de las tradiciones hinduista y budista. Desde entonces, el pensamiento crítico más abierto se ha asomado a la dimensión espiritual de las personas para conocerlo como es: una dimensión constituyente del fenómeno humano.
Pasado medio siglo y continuada mientras la tarea de desmitologización de las dogmáticas que ha discurrido en paralelo con la creciente desafección de los ciudadanos occidentales respecto a los cultos (cristianos) instituidos y/o representantes y estructuras, el panorama dista de ser idílico. Siempre ha sido más sencillo abjurar de lo que es malo, dudoso o insuficiente, que encontrarle un principio sustitutorio adecuado. Añádase que la búsqueda personal fuera de una denominación es más incierta, lenta y ardua que la que realizan quienes se asientan en verdades establecidas y se apoyan en un grupo de fieles compañeros. Por ende, la sombra de nuestro tiempo hace que el individualismo ingenuo y la desconfianza de los maestros convierta el itinerario experiencial en arriesgado: el intento de sumergirse hasta el centro acaba en no pocas ocasiones en el ahogamiento del buscador egoico, justa némesis al engreimiento de la que ya hablara el mito de Narciso.
Recorriendo el Pabellón de Villanueva del Real Jardín Botánico de Madrid hace unas fechas entre las obras de la exposición «Arte y Espiritualidad: Imaginar lo Extraordinario (Colección BBVA)», recordaba yo estos datos y me hacía algunas reflexiones sin respuesta contemplando la obra de Alfonso Albacete. Sin apurarlas: ¿Qué se gana fuera del templo? ¿Qué hace de la búsqueda incesante y circular a pie de tierra una puerta a lo eterno? ¿Por qué hay que dar tantas vueltas a lo mismo para llegar a lo que está ahí y siempre nos espera? ¿No me estaré engañando en todo esto de ir hacia mi centro? Lo dicho, preguntas sin más sentido que regodearse con el vértigo, que me espetaría cualquier maestro zen.
Al salir, tuve la sensación de que C.G. Jung rozaba con su pipa mi cogote mientras me susurraba aquello de «prefiero ser un individuo completo que una persona buena». En el fondo, todas las ansias de certeza son eso: persecuciones neuróticas de la bondad abstracta que huyen de la realidad verdadera y completa a la que solo se llega, si acaso, tras una humilde e incesante práctica.
En casa, una vez comprendido solo por esta vez que la única respuesta al enigma está en seguir caminando hacia adentro sin darle más vueltas que las revueltas del mismísimo camino, me fui a meditar sentado en mi zafu. Acudir a la exposición parece que ha valido la pena.
¿Por qué hay que dar tantas vueltas a lo mismo para llegar a lo que está ahí y siempre nos espera?
[1] Para la imagen de Alfonso Albacete: ©Alfonso Albacete, VEGAP, Madrid, 2023; ©Colección BBVA y ©David Mecha Rodríguez.