VENECIA, CAPITAL DE ITALIA RPJ 563Descarga aquí el artículo en PDF
José María Pérez-Soba Díez del Corral
chema.perez@cardenalcisneros.es
En una escena de la película de Santiago Segura Sin Rodeos (2018), le preguntan al personaje de una popular influencer por la capital de Italia. Y la creadora de contenidos y tendencias (interpretada por Cristina Pedroche) responde muy ufana: «Venecia, claro». Cuando el protagonista le responde que es Roma, la influencer responde ofendida: «Perdona, respeta mi opinión».
Es lo que tiene el humor, que a veces describe con más brillantez que muchos discursos lo que nos está sucediendo. En efecto, este desprecio palmario por la verdad, este inventarse la realidad según me parezca, está presente, cada vez con más fuerza, en nuestra sociedad. De hecho, ya no es una cuestión puntual, sino que se ha convertido en un concepto, en propuesta filosófica: hemos superado la verdad, vivamos los tiempos de la «posverdad».
El tema es serio. El papa Francisco insiste en que esta actitud pone en riesgo no solo nuestra Iglesia, sino la misma convivencia de la humanidad (FT 206 y ss.). Y, si es así, afecta directamente, por supuesto, a nuestra pastoral con jóvenes. De hecho, aunque suele fatal decirlo (y aún peor escribirlo), con toda humildad, los cristianos proponemos Verdad, así, con mayúsculas. El sentido mismo de la realidad, la entraña misma de Dios se nos ha desvelado y nos anuncia que el horizonte final de la Humanidad, el sueño de ese Dios es la mesa de la reconciliación (Isaías 25): todos los pueblos del mundo sentados en la misma mesa, formando una única familia, diversa, plural… y Él enjugando al fin todas las lágrimas. Ese sueño es el que inaugura Jesús. Nada más y nada menos. Mala cosa en tiempos de microrrelatos individualistas.
Pero ¿de dónde ha salido esta posverdad?, ¿por qué proponer un proyecto de vida, con toda humildad, parece vergonzante?, ¿cómo vivir el mensaje cristiano en estos tiempos inciertos?
¿Cómo vivir el mensaje cristiano en estos tiempos inciertos?
1º Una fuente: la individualización de la creencia
La causa final de este cierto descrédito de la verdad está en la raíz misma de nuestro modelo social. En el pasado pre-moderno, en las llamadas sociedades no diferenciadas (P. Berger), según nacías, el mundo social te decía cómo era el mundo, qué creer y qué destino tenías. Según el grupo/familia/tribu en el que nacieras, así era el mundo. La sociedad se mantenía unida en torno a una única forma de ver el mundo, tan asumida, que se daba por supuesta. Como señalaba Mary Beard, «los romanos sabían que los dioses existían, no creían en ellos».
Esta situación se quiebra con la modernidad. Frente al peso enorme del grupo sociocultural, en la modernidad surge el individuo, libre y capaz de tomar la vida en sus manos (sapere aude —atrévete a pensar— que decía Kant). Desde raíces cristianas (Gauchet), en la modernidad se configura un mundo en el que existe la libertad de pensamiento y de expresar ese pensamiento: puedo decidir sobre mi forma de comprender la realidad, sobre mis creencias y descreencias. Hasta puedo hacer públicos esos pensamientos e ideas sin que haya una institución que las vigile o censure. Es la sociedad abierta la que el Vaticano II abraza, la que asume como «signo de los tiempos», esto es, signo de la obra del Espíritu en la Historia.
Es la sociedad abierta la que el Vaticano II abraza, la que asume como «signo de los tiempos»
Ahora bien, esta nueva situación, como todo en la vida humana, puede tener una «cara b». Junto a la libertad individual aparecen nuevas antropologías filosóficas que empiezan a pensar que ese ser individual, recién asumido, es tan importante que nos enfrenta al resto de las personas y, de hecho, de la realidad. Descartes, cuando propone el cogito ergo sum como fuente de la certeza, impulsa, sin desearlo, la idea de que lo único que existe es ese «yo» que piensa y, por tanto, es. «Yo» me convierto en el paradigma de lo que es. El filósofo alemán Fichte, en el albor del romanticismo, propone comprender la realidad como una lucha constante por defender mi «yo» del resto de lo existente, del «no yo». Tirando de ese hilo y pasando por Schopenhauer, Nietzsche clama por un ser humano individual que se constituya a sí mismo, cual nuevo Prometeo, por su (individual) voluntad de poder: Dios ha muerto.
Así pues, una parte de la modernidad, que no toda, apuesta por hipertrofiar el «Yo» y que este se convierta en el centro del mundo y de la realidad. Nos pasamos de frenada. Como señalaba el filósofo budista japonés Nishitani, los cristianos occidentales hicimos uno de los grandes descubrimientos del pensamiento universal, la idea de «persona», alguien que se constituye libremente en el salir de sí mismo… pero inmediatamente la convertimos en «individuo», centrado en «yo, mí, me conmigo». Y la liamos.
De hecho, este «ego-centrismo» se populariza de la mano del auge del capitalismo consumista. En un sistema en el que la economía solo funciona si consumimos en masa, hay que convencer a la persona individual para que sienta que debe comprar compulsivamente. ¿Cómo? Prometiendo la felicidad. Así se va creando toda una nueva cultura: tienes en tu mano tu felicidad su eliges bien, si eliges ser parte de la felicidad te vendo siendo de los que comen x, beben o se visten z. No podemos entrar mucho en el tema, pero una parte del mercado de la autoayuda, de determinadas pseudo psicologías y pseudo espiritualidades basan su éxito en esa misma idea: la ciencia de la felicidad (como única salvación digna de fe y como si fuera una ciencia) está en tu mano y depende de que emplees las técnicas correctas que, por supuesto, te ofrezco, previo pago de derechos de autor.
Ya no vale con ofrecer cosas en el mercado, a voces, como antes. Si quiero vender tengo que despertar en ti el deseo de lo que yo tengo, no solo de forma puntual, sino crónica. Eso pasa por que mi producto forme parte de tu identidad: eres parte de una comunidad que consume lo mismo, la élite, los «listos» que saben lo que quieren (lo que les he dicho que quieren). No quiero tu dinero, quiero tu alma, tu identidad, que seas para siempre de los míos… Como podemos comprender, pronto los vendedores de ideas políticas tomarán nota de esta idea genial.
2º Un factor acelerante: las nuevas tecnologías. La masa de opiniones sin criterio y la simulación como parte de la vida
A este ambiente se le suma un factor acelerante: los nuevos medios de comunicación. En efecto, la revolución de internet es de tal calado que no hemos sido todavía capaces de valorarla en perspectiva. Algunos autores insisten en que es un cambio cultural equivalente a la invención de la imprenta. Quizá no les falte razón, sobre todo en cuanto multiplica infinitamente la posibilidad de democratizar la producción de ideas. Todo está a un clic y puedo subir en segundos mis vídeos, parodias, memes, comentarios, ideas, odios, a una red global. Y no pocos exprimen con auténtica devoción esa posibilidad de hacerse notar, de sentirse el centro del mundo: «Que no pase un día sin que des tu opinión de m…» sin que formes «parte de ese 90 por ciento de gente que se cree mejor que el resto”, cantan el grupo punk, Los Punsetes. Además, escondidos detrás de un nick, me siento libre de soltar toda la basura que llevo dentro: insultos, descalificaciones y odios se disparan al infinito, solo porque podemos hacerlo sin consecuencia alguna.
La revolución de internet es de tal calado que no hemos sido todavía capaces de valorarla en perspectiva
Así, la revolución digital ha creado tal masa de información y, junto a ella, de opiniones, con fundamento o sin él, que ya no veo criterio alguno de verdad. Es campo abierto para exponer cualquier delirio: terraplanistas, conspiranoicos de toda laya y hasta iluminados que nos alertan de la conjura de los delfines, seres superinteligentes, contra la humanidad (así, tal cual). En medio de la masa confusa de ocurrencias, mentiras, bromas… se puede transmitir la sensación de que lo normal es renunciar a buscar cualquier criterio de veracidad y refugiarse en el más cerrado individualismo: cualquier cosa, en cuanto me parece razonable a mí, es verdad.
Y puedo tener cierto éxito: después de todo, vivimos en una sociedad del espectáculo (Debord), donde lo importante es llamar la atención, destacar de entre la masa de cosas. Si me llevo los likes (aunque sea comprándolos o con bots), tengo la aprobación social y el acceso al dinero. Determinado periodismo muchas veces abunda, de hecho, en la misma dinámica: un titular llamativo vale más que mil verdades matizadas.
El riesgo de todo ello es que ya no hace falta la verdad, sino la apariencia de verdad. Comprar likes para situarme en el mapa resulta normal, aunque sea falsear lo ya falso. ChatGPT es otro fantástico ejemplo: ya no hace falta que el texto que presento sea mío, sino que parezca que es mío. No hace falta que sea inteligente, sino que lo parezca. Qué más da que lo hayan hecho unos algoritmos que mezclan palabras. Incluso el nombre es una impostura: detrás de ChatGPT no hay una «inteligencia artificial». No hay ninguna inteligencia porque no hay un ningún pensamiento. Lo que hay es una enorme capacidad de cálculo, ciega, que mezcla signos por probabilidad. Eso no es inteligencia. Vale, pero, cuando tengo que entregar un trabajo, ya tengo una nueva forma de aparentar que sé, que es mucho más importante que saber y, de hecho, mucho más rápido que aprender. Damos un paso más para que la falsedad, la simulación, sea una parte perfectamente integrada en la vida cotidiana.
El riesgo de todo ello es que ya no hace falta la verdad, sino la apariencia de verdad
3º La verdad es innecesaria: basta mi pequeño grupo de convencidos
En toda esta dinámica no es extraño que, en lugar de buscar la verdad, tienda a agarrarme a algo que sienta (no que piense) que me gusta y que, con los que son como yo, cree mi propia verdad. Lo importante es tener un «nido» en el que estar a gusto. No tengo ningún interés en la pregunta, porque no quiero que haya más inquietud, que bastantes me da la vida. Lo que quiero (y mi voluntad es el único criterio que reconozco) es una verdad que me deje tranquilo. En palabras, geniales, de García del Muro, lo que buscamos es que «la realidad más que interpelarme, lo que haga es masajearme».
No es extraño que, en este río revuelto, los asesores políticos hayan encontrado el filón que buscaban. Ya no hay que «vender» propuestas para el futuro. Eso es antiguo. Lo que debo crear es una banda, sólida, calentita, identitaria, de aguerridos partidarios, que se retroalimenten y se autoconvenzan. Con ese ejército, ya puedo declarar la «guerra de los relatos». Tus partidarios se sienten superiores, «iniciados» de una verdad suprema, que no puede ser «tocada», puesta a prueba, dialogada. Y con esa base ya puedes hacer lo que quieras. Como decía Donald Trump: «podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perder votos».
De hecho, como el sistema funciona tan bien, podemos dar un paso más con toda naturalidad: de «relatos alternativos» pasemos a «hechos alternativos»… ya no solo puedo tergiversar la lectura de la realidad a mi conveniencia, sino que, directamente, me puedo inventar los hechos. Ya no es solo crear fake news sino fake facts. Vamos, que puedo mentir directamente sin mayor problema.
IMAGEN Gente tapándose los oídos ISTOCK 475085221
4º ¿Vivimos la posverdad?
Todo esto que hemos señalado tiene consecuencias muy serias, porque está dejando de ser una corriente cultural de fondo (entre otras), para convertirse en una propuesta de vida, la «posverdad» (Tesich). Y eso es tremendo. La posverdad no es solo que me sienta libre de mentir, de odiar, de manipular en mi beneficio… sino que tomamos conciencia de que hemos superado la creencia en la verdad. No son actos deshonestos encubiertos. Es una forma de vida. Como señala García del Muro: «si no creo en la verdad, si vivo en la era de “después-de-la-verdad”, ya no estoy en condiciones de reclamar nada».
Sobredimensionar mi «yo» más superficial, el yo deseante, que quiere diferenciarse de los demás, que quiere ser el centro de todo, nos lleva a caminos muy peligrosos:
- Uno, que olvido mi evidente fragilidad y limitación (lo que es un error muy grave de percepción). Nacemos como un puñado de pulsiones, incapaces de sobrevivir de forma autónoma. Una verdad inapelable no es que seamos porque pensamos, sino que somos porque hemos sido cuidados, porque otros se han desvelado por nosotros, nos han acompañado en descubrir quiénes somos. Yo nunca soy sin ti y no ser consciente de que somos fragilidad compartida nos pone en riesgo de que acabemos destruyéndonos a nosotros mismos. Y eso es verdad.
- Dos, con tanto «yo», corremos el riesgo de que no me quepas «tú» (y ni te cuento «nosotros»). Mi opinión no necesita contraste alguno. Ya no hay más que buscar. Si la realidad no coincide con lo que he decidido, allá se apañe la realidad. Tu dolor, tu mirada, me es ajena. No tienes por qué entrar en mi vida. Es mejor que quedes al margen. Dicho de otra forma, la posverdad la pagan los de siempre.
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5º Al final, siempre pagan los mismos
Lo peor de la posverdad no es ya la indignación que pueda nacer en nosotros por un mínimo ideal de justicia… lo peor lo señala con fuerza profética el papa Francisco:
«El relativismo no es la solución. Envuelto detrás de una supuesta tolerancia, termina facilitando que los valores morales sean interpretados por los poderosos según las conveniencias del momento» (FT 206),
Este es el problema. Al final, los que pagan esta confusión son los mismos de siempre. Los que han quedado fuera del sistema, los excluidos, los que molestan porque no me caben en mi nido de felicidad, quedan invisibilizados. No acceden a ninguna de las pistas del circo mediático, así que no tienen relevancia alguna. Así sucede con las personas individuales y con continentes enteros (África no existe si no es para hablar de lejanos golpes de Estado en un pequeño recuadro de «internacional»).
Al final, los que pagan esta confusión son los mismos de siempre
De hecho, cuando aparecen, son rechazados porque no deben estar: es la aporofobia (la fobia al pobre) a la que se refería Adela Cortina. Incluso, dependiendo de las necesidades políticas, en un nuevo «juego del lenguaje», en lugar de víctimas pasan a ser amenazas. Que el Mediterráneo sea un espantoso cementerio se puede convertir en oleadas de delincuentes que quieren invadir nuestro (teórico) paraíso.
Como bien sabemos por la Historia, en la confusión, los que ganan son los poderosos. Ellos van a decir qué es lo importante, cómo debemos entenderlo y, además, cómo vamos a asumirlo como una idea propia, que defenderé con todo coraje… aunque nunca haya comprendido el riesgo de lo que estoy diciendo. Como intuyó Georges Orwell, acabaremos diciendo, orgullosos: «todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros». De hecho, a lo mejor ya lo estamos diciendo: en altas tribunas políticas se defiende ahora mismo que el futuro es de las «democracias iliberales», en las que la «patria» (que definen ellos) está delante de los derechos humanos. Es doloroso tener que recordar que sin la primacía de los derechos humanos no hay Estado de derecho alguno ni democracia posible. Pues tal contradicción evidente se defiende sin pudor alguno. Y se vota.
Lo que quiero señalar es que tomar conciencia de proponer verdad es subrayar que sí existe la realidad, una realidad dolorida que nos espera al lado del camino. Como escribía Diego Tolsada «hoy la principal cara de la verdad es la del rostro del sufriente». Jon Sobrino lleva clamando décadas, desde la periferia, que debemos ser «honestos con la realidad» que es injusta, que causa dolor y muerte en masa. La posverdad no es neutra, la posverdad no solo enmascara la muerte, sino que es condición de posibilidad de más violencia, más pobreza y más opresión.
«El individualismo indiferente y despiadado en el que hemos caído, ¿no es también resultado de la pereza para buscar los valores más altos, que vayan más allá de las necesidades circunstanciales? Al relativismo se suma el riesgo de que el poderoso o el más hábil termine imponiendo una supuesta verdad. En cambio, “ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales” (Juan Pablo II; VS 96)» (FT 209).
Es cierto que esa honestidad con la realidad puede doler (de hecho, duele), porque me saca de mi espacio de confort, me sacude de mi egocentrismo y me obliga a tomar conciencia de que no todo está resuelto, de que las cosas, pese a mi voluntad, no dependen de mí mismo. Pero puedo y debo mirar la realidad a la cara. La «razón cínica» (Sloterdijk) de los que ya no creen en «grandes valores» y prefieren acogerse a una individualista y suave ironía lleva a lo que Marina Garcés llamaba «condición póstuma»: ya no hay nada que podamos hacer, refugiémonos en un cierto hedonismo. Y eso lo pagan los de siempre. Sí, con toda humildad, afirmamos verdad, por honestidad a Dios y a los pobres, por honestidad con lo real.
«Necesitamos repensar entre todos la cuestión del poder humano, cuál es su sentido, cuáles son sus límites. Porque nuestro poder ha aumentado frenéticamente en pocas décadas. Hemos hecho impresionantes y asombrosos progresos tecnológicos, y no advertimos que al mismo tiempo nos convertimos en seres altamente peligrosos, capaces de poner en riesgo la vida de muchos seres y nuestra propia supervivencia. Cabe repetir hoy la ironía de Soloviev: “Un siglo tan avanzado que era también el último”. Hace falta lucidez y honestidad para reconocer a tiempo que nuestro poder y el progreso que generamos se vuelven contra nosotros mismos» (LD 28).
No es, pues, una cuestión de defender «nuestra» verdad frente a la de otros. Es cuestión de ser honestos y descubrir juntos, desde múltiples perspectivas, que o miramos la realidad cara a cara o las consecuencias serán irreversibles.
O miramos la realidad cara a cara o las consecuencias serán irreversibles
6º Consecuencias en el mundo joven
Este clima cultural, que tiene sus posibilidades y sus riesgos, es en el que han nacido y viven nuestros jóvenes. Y, claro está, influye en su forma de ver el mundo. Todas las encuestas señalan la libertad y la tolerancia como uno de los grandes valores en los que la mayoría se reconoce. Y es más que bueno. Aunque tiene su otra cara, claro.
No pocos tienen una hipersensibilidad a que alguien toque lo que ellos piensan. La cultura del respeto al otro, importantísima, lleva a que proponerles ideas o formas de vida diferentes pueda ser considerado como un proselitismo sectario inconcebible e inaceptable. Lo curioso es que esas ideas propias no pocas veces (sino casi siempre) han sido canibalizadas del entorno, sin mayor criterio que el afectivo: «me parece que…». Pero si las he hecho mías (aunque sea por un tiempo corto), son intocables.
Corremos el riesgo de que la formación, tan importante para crear una forma de ver el mundo sólida, se convierte en debates que no lo son. No hay propuestas, no hay datos objetivos, no hay más que una sucesión de monólogos que nos dejan tal cual. Para que exista un debate realmente constructivo se requiere un análisis racional de lo debatido y un intercambio de posiciones que busquen contrastarse, criticarse, identificar lo común y dónde y por qué se difiere. Es más complicado que soltar nuestra opinión y punto. Cada uno se queda satisfecho, claro, pero se sale del debate exactamente con la misma idea con la que se entró. Cómodo es, pero no remueve mi vida, no incita a la búsqueda, no me hace salir de mí.
Aquí hay una cuestión que es importante: el respeto al otro, de hecho, quererle como hermano/hermana implica tomarle en serio. Y tomarle en serio es hablar con claridad y ser capaz de crítica. Si yo estoy dispuesto a aprender y a escuchar y a que mis ideas se contrasten ¿por qué pienso que el otro no lo estará? Tomar en serio al otro es entrar en debate, buscar verdad, implicarme a fondo en lo que estoy diciendo. Lo demás, es, en el fondo, que no quiero implicarte en mi vida. Podemos ofrecer preguntas, testimonios, realidades que se les escapan a los jóvenes porque no lo han vivido todo. Ayudarnos juntos a descubrirnos en búsqueda, que somos falibles, que nos necesitamos es imprescindible. Podemos y debemos invitarles a que se «rayen» para buscar dar un paso más, para salir, juntos, de nuestros espacios de comodidad. Escucharles, hablarles, volverles a escuchar… encontrar lo que nos mueve a todos y todas, desenmascarar juntos la mentira, buscar juntos la verdad, es un buen camino para superar la posverdad acomodada.
«Hay que acostumbrarse a desenmascarar las diversas maneras de manoseo, desfiguración y ocultamiento de la verdad en los ámbitos públicos y privados. Lo que llamamos “verdad” no es solo la difusión de hechos que realiza el periodismo. Es ante todo la búsqueda de los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y también de nuestras leyes. Esto supone aceptar que la inteligencia humana puede ir más allá de las conveniencias del momento y captar algunas verdades que no cambian, que eran verdad antes de nosotros y lo serán siempre. Indagando la naturaleza humana, la razón descubre valores que son universales, porque derivan de ella» (FT 208).
El respeto al otro, de hecho, quererle como hermano/hermana implica tomarle en serio
Por eso, proponer caminos para crecer en el pensamiento crítico debería ser parte de nuestra pastoral, por mucho que nos asuste. Una anécdota: una estudiante de mi universidad, cuando conté a su clase cómo iba ser mi asignatura, y que no iba a haber un examen tipo test ni a desarrollar un tema, sino que habría que pensar sobre una serie de hechos reales, se quedó con cara de susto. Le pregunto qué le pasa y me contesta: no podré aprobar nunca». «¿Por qué dices eso, mujer?» —le contesto-. «Porque yo no sé pensar» me responde. Y eso en la universidad.
Podemos ofrecer lo que vivimos, y que hemos heredado de nuestros mayores en la fe: un proyecto de vida que afirma que la humanidad tiene en destino la fraternidad universal, porque estamos hechos, todas y todos, a imagen de Dios comunidad, uno y trino. A ello estamos llamados: formamos comunidad cristiana no para que «me llene», sino para formar fraternidad gratuita, familia en Dios que supera mi propio «yo». Allí aprendo a amar y a caminar juntos, a escuchar, a aprender, a discernir…
Podemos ofrecer lo que vivimos, y que hemos heredado de nuestros mayores en la fe: un proyecto de vida
Debemos compartir que hemos descubierto en nuestra vida y hemos aprendido de la sabiduría humana que tendemos a más, que sentimos un Misterio en nosotros, en el fondo de la realidad, que nos sobrepasa, que nos sustenta. Podemos compartir que sentimos, con otras muchas otras filosofías y religiones, que nuestro corazón no descansa en lo superficial ni en el consumo, sino que anhela algo más. Es bueno despertar al anestesiado, acompañarle al lugar propio de las verdades, donde «habitan los enigmas y los misterios» (García-Baró). Usando una metáfora fílmica, te ofrecemos elegir la pastilla roja que te abrirá los ojos y te sacará del sueño vacío de felicidad de Matrix para encontrar otra forma de vida, menos tranquila, pero más verdad.
Nuestros procesos pastorales pueden y deben usar todo tipo de recursos de animación en tiempo libre y todo tipo de dinámicas y medios… pero sin que nos contagiemos de la cultura del espectáculo y del entretenimiento. Proponemos buscar, proponemos afrontar que nos sostenemos en un Misterio que nos sostiene y nos acoge. Eso es ser religioso. No es pertenecer a un club de debate, a un partido más unido por una ideología frente al enemigo. Como escribía Martín Velasco, ser religioso es «tener la conciencia de que estamos visitados desde el interior de nosotros mismos e indagar constantemente, a lo largo de toda nuestra vida, quién es ese que nos ha visitado». Ser creyente es estar en camino, junto a otros, hacia el Misterio que nos supera y nos sostiene.
7º Dialogar es tomarse en serio al otro y plantear preguntas y propuestas
Porque la alternativa al relativismo individualista e interesado no es el regreso a un estado de cosas en las que no hay pluralidad. No estamos reclamando una «retrotopía» (Bauman), el regreso a una idílica idealización del pasado, en la que todo era razonable, claro y donde la verdad resplandecía… porque también es falsa.
La solución no es apostar por crear movimientos pietistas, en los que el afecto invada toda la vida. Como el mundo es demasiado complejo, renunciemos a dar razón de la fe, creemos espacios cerrados sobre sí mismos, donde nos encontremos cómodos, a salvo de la confusión externa y allí la verdad sea evidente. Apostemos por el «atrincheramiento cognitivo» del que hablaba hace muchos años Peter Berger: escondidos en espacios cerrados a la diversidad, salvamos la verdad escondiéndola detrás de enormes muros. Es la propuesta que Ron Dreher ha popularizado en La opción benedictina, best seller en Estados Unidos. Estamos como en la época de la invasión de los bárbaros y nuestra brillante civilización ha sido arrasada (cabe preguntarse cuál era esa civilización y si era tan brillante). Por eso, debemos responder a esta invasión evitando el contagio del relativismo cerrando nuestras puertas, como hicieron los monasterios benedictinos en su día. Creemos colegios solo para los nuestros, informémonos solo en los medios nuestros, creemos comunidades cristianas cerradas en sí mismas, al margen del mundo, donde podamos salvaguardar la verdad de los bárbaros que acechan en el exterior. Aguantemos el chaparrón a la espera de que vengan tiempos mejores, donde por fin vuelva la cordura.
Esa no es la Iglesia del Vaticano II, del papa Francisco y, si me apuras, de Cristo. Somos Iglesia en salida, sal en medio del mundo. Enterrar nuestros talentos solo sirve para que se pudran. Debemos proponer la verdad del Evangelio: en Dios, caminamos toda la humanidad hacia el sueño de Dios. Porque la verdad del Evangelio (la Verdad con mayúsculas) implica ponerme en camino con el diferente: implica ser en diálogo.
«En una sociedad pluralista, el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial. Hablamos de un diálogo que necesita ser enriquecido e iluminado por razones, por argumentos racionales, por variedad de perspectivas, por aportes de diversos saberes y puntos de vista, y que no excluye la convicción de que es posible llegar a algunas verdades elementales que deben y deberán ser siempre sostenidas. Aceptar que hay algunos valores permanentes, aunque no siempre sea fácil reconocerlos, otorga solidez y estabilidad a una ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso, los reconocemos como valores trascendentes a nuestros contextos y nunca negociables. Podrá crecer nuestra comprensión de su significado y alcance —y en ese sentido el consenso es algo dinámico—, pero en sí mismos son apreciados como estables por su sentido intrínseco» (FT 211).
La verdad del Evangelio implica ponerme en camino con el diferente: implica ser en diálogo
Por eso, como nos señala la Iglesia, afirmar y proponer la Buena noticia del Evangelio, es, necesariamente, afirmar diálogo. Si afirmamos verdad afirmamos estar llamados a ser puentes unos para otros, renunciar a «guerras culturales» donde no se hacen prisioneros y donde solo se espera la rendición incondicional del otro. Significa ser servidores del Espíritu «que sopla donde quiere» (Jn 3,8) y aprender a escuchar los signos de los tiempos. Esto es verdad de la Iglesia, como nos recordaba Juan Pablo II en la carta apostólica con la que inauguraba nada menos que el nuevo milenio (Novo Millenio Ineunte):
«En efecto, sabemos que, frente al misterio de gracia infinitamente rico (…), la Iglesia misma nunca dejará de escudriñar, contando con la ayuda del Paráclito, el Espíritu de verdad (Jn 14,17) al que compete precisamente llevarla a la “plenitud de la verdad” (Jn 16,13). Este principio es la base no solo de la inagotable profundización teológica de la verdad cristiana, sino también del diálogo cristiano con las filosofías, las culturas y las religiones (…) la Iglesia reconoce que no solo ha dado, sino que también ha “recibido de la historia y del desarrollo del género humano” (GS 44). Esta actitud de apertura, y también de atento discernimiento respecto a las otras religiones, la inauguró el Concilio. A nosotros nos corresponde seguir con gran fidelidad sus enseñanzas y sus indicaciones» (NMI 56).
Necesitamos dotar a nuestros jóvenes de herramientas de análisis para que sean capaces de ejercer un pensamiento crítico real, no de intercambio de monólogos. Necesitamos caminar con ellos, dialogando con ellos y siendo críticos y autocríticos con ellos, para que sientan y vivan la propuesta creyente como camino, más que como meta. Ser comunidad con ellos implica espacios de encuentro con la sociedad, con los diferentes, con todas las personas de buena voluntad en las que el Espíritu está construyendo Reino. Esta Iglesia escondida de las personas de buena voluntad (ecclesia ad Abel, desde el primer «justo»), formada por creyentes e increyentes de todo tipo, camina con nosotros. Por ello, debemos tener espacios de encuentro y escucha mutua, en el compromiso y en la vida. No caigamos en la tentación de cerrarnos en nuestro pequeño mundo, en crear nuestro grupo propio de seguidores afectivos, calentitos, en competencia con otros grupos calentitos. Somos Iglesia en salida, porque en Dios, nos sabemos como parte de una misma y única Humanidad multiforme.
«La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida. Reiteradas veces he invitado a desarrollar una cultura del encuentro, que vaya más allá de las dialécticas que enfrentan. Es un estilo de vida tendiente a conformar ese poliedro que tiene muchas facetas, muchísimos lados, pero todos formando una unidad cargada de matices, ya que “el todo es superior a la parte”. El poliedro representa una sociedad donde las diferencias conviven complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto implique discusiones y prevenciones. Porque de todos se puede aprender algo, nadie es inservible, nadie es prescindible. Esto implica incluir a las periferias. Quien está en ellas tiene otro punto de vista, ve aspectos de la realidad que no se reconocen desde los centros de poder donde se toman las decisiones más definitorias» (FT 215).
La verdad del Evangelio no es oponerse al diferente, no es encerrarse en la sacristía, no es vivir en el temor al error, sino en plantar cara a la muerte y a la exclusión. Es jugársela al tender puentes, al salir de sí. La verdad implica mirar al lado del camino y acoger al que el sistema deja fuera. Todas y todos hemos sido bautizados y destinados a ser profetas de un mundo nuevo, sacerdotes que consagran un mundo fraterno en el que Dios comunidad se hace presente que, hace verdad el padrenuestro y «hace su voluntad en la tierra como en el cielo»; reyes que hacen presente el reino del único rey: Dios Uno y trino.
Nuestra pasión por la misión hace que digamos a nuestros jóvenes que necesitamos sus capacidades: su estudio de las ciencias humanas, sociales, físicas; su dominio de la técnica, del cuidado, de la enseñanza, del servicio a los demás… eso es el diálogo fe-cultura, incluido en el corazón de nuestra pastoral. Y, en ello, incluimos el ministerio del estudio de la sabiduría milenaria de nuestro cristianismo. En una Iglesia sinodal y misionera, necesitamos clero, religiosos y, sobre todo, laicos formados teológicamente que puedan acompañar a la comunidad en su dar razón de la fe en el mundo cambiante, que puedan ser «parteras» de lo que el Espíritu sigue enseñándonos, impulsándonos hacia la revelación de esa Verdad que nos envuelve y a la que no pensamos jamás renunciar.
Que nuestro corazón se abra
a todos los pueblos y naciones de la tierra,
para reconocer el bien y la belleza
que sembraste en cada uno,
para estrechar lazos de unidad, de proyectos comunes,
de esperanzas compartidas.
Amén.
(Oración final de la carta encíclica Fratelli Tutti)
Nuestra pasión por la misión hace que digamos a nuestros jóvenes que necesitamos sus capacidades