Nacemos como parte de una especie y gran parte de nuestra vida busca singularizaros en ella. Cuando emprendemos el camino, las relaciones nos han constituido. En no pocos encuentros, convivencias y retiros emergen las heridas junto con la gratitud. Frente a un mundo que proclama la autonomía, a poco que buceemos en nosotros mismos y nuestra inmensidad, nos reconocemos profundamente dependientes de otros. Un vínculo que no sólo presenta la cara de la opresión y la huella, sino que también es deseado.
Únicos. Queremos ser únicos y vivir así. Pero no solos. Nunca solos, dice nuestro corazón como anhelo inmensamente profundo. Nuestra soledad deseada es para recuperar vida, encontrarnos con nosotros mismos, dialogar con la historia, pensar. Cuando damos el paso a la oración, queremos compañía y cercanía. Necesitamos el abrazo y el cobijo como niños.
El Evangelio insiste todavía más. La singularidad de quien se sale del mundo, que es la norma y la Ley, termina encontrándose no en el vacío de la nada sino con el rostro del prójimo que pide amor, necesita compasión, exige una palabra de caridad, espera una acción que mejore su vida. En el Evangelio no hay resquicio alguno para la soledad y la persona jamás puede comprenderse aislada. Es más, me atrevería a decir que ni la libertad, y mucho menos la igualdad, es posible sin el encuentro sincero con el otro que me pregunta: ¿Quién eres tú? ¿Eres tú mi hermano?