Una iglesia mariana… ¿qué quieres decir? Joseba Louzao Villar

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Joseba Louzao Villar

joseba.louzao.villar@cardenalcisneros.es

Quizá te hayas encontrado en alguna ocasión con alguna de estas formulaciones: «la Iglesia es mariana», «la Iglesia mariana» o «la dimensión mariana de la Iglesia». También es bastante probable que, más allá de la invocación a María, no sepas a qué hace referencia exactamente. Por lo tanto, no estará de más pararnos durante unos minutos a reflexionar sobre el significado de estas bellas y significativas expresiones: ¿qué queremos decir cuando hablamos de una Iglesia que es mariana?

En primer lugar, tenemos que comprender a la Iglesia desde lo que está llamada a ser. O, lo que es lo mismo, pensar en el para qué de la Iglesia. Y la pregunta no es banal o un simple ejercicio teórico. La Iglesia pertenece a este mundo que pasa. Eso hace que no sea perfecta del todo. Esta solo alcanzará su plenitud al final de los tiempos. Jesucristo quiso que la Iglesia fuera un signo visible y eficaz del Reino de Dios. Es decir, a través de lo que dice y hace (como hizo el propio Jesús a lo largo de su vida), tiene como finalidad última que la gente pueda ver el rostro amoroso de Dios y vivamos juntos como hermanos, sabiéndonos hijos del mismo Padre en el que encontrar así la plenitud de lo humano. Tertuliano, un teólogo cristiano del norte de África del siglo III, lo quiso expresar de la siguiente manera: cuando vean a los cristianos que digan mirad «cómo se aman».

Y en esa fraternidad, podremos observar el rostro de Dios que reina en los corazones y en nuestras relaciones sociales y también políticas. De esta forma, todos los miembros de la Iglesia (todos los cristianos), estamos llamados a trasparentar el Reino de Dios, tanto de palabra (anunciándolo desde las distintas culturas humanas) como de obras (trabajando por un mundo más fraterno, más justo y más humano). El Reino de Dios es el lugar donde Dios reina en toda su plenitud, donde se establece la filiación en mayúsculas y donde podemos disfrutar de la fraternidad. Desde esta dimensión podemos decir que la Iglesia es signo porque ya vive, aunque no de manera plena, lo que es el Reino de Dios.

Y aquí es donde María juega un papel esencial. En su relación con la Iglesia, María es, para todo cristiano, el horizonte de lo que estamos llamados a ser. Si en relación con Cristo, la Virgen se convierte en Madre, con una mirada eclesiológica deberíamos ser conscientes que estamos ante la primera discípula. Los tres últimos papas han ido destacando algunas de estas claves en sus escritos y alocuciones. Por ejemplo, Juan Pablo II destacó a finales del siglo pasado que María sintetizaba «el contenido más profundo de la renovación conciliar». Por su parte, Benedicto XVI llegó a decir que «en María encontramos la esencia de la Iglesia, sin deformaciones» y Francisco ha señalado últimamente que «María es más importante que los Apóstoles, los obispos y los sacerdotes».

La revitalización de la figura de María como primera apóstol se lo debemos al suizo Hans Urs von Balthasar, uno de los más reconocidos teólogos del siglo XX. Balthasar consideró que la Iglesia tenía varios principios (podríamos utilizar otros sinónimos como dimensiones o perfiles) que se complementaban mutuamente. Así habló del principio petrino, que acentuaba la dimensión jerárquica de la Iglesia; el paulino, que imprimía un carácter misionero y evangelizador; el joanino, que remarcaba la mística y la contemplación; el jacobino, que era el garante de la tradición y del sentido histórico de las cosas; y el perfil mariano, que tenía en María el modelo de la fe y de la santidad para todos cristianos. A esto es lo que se refiere la expresión Iglesia mariana. Y no es una cuestión menor. Porque todos estamos llamados a participar de esta dimensión.

La Iglesia necesita de los diversos perfiles que enumeraba von Balthasar. Todas estas dimensiones se deben conjugar para ser transparencia del Reino. Cuando señalamos el principio mariano estamos señalando al Amor, a la ternura maternal y a un servicio confiado. Y es que en el «sí» de María ante la llamada de Dios nos encontramos con un testimonio de su profunda confianza. Se resume con fuerza en el Magnificat (Lc 1,46-55) como signo de una revolución, que es amorosa y liberadora, y que los creyentes sabemos que comienza en María. La Virgen nos ayuda a comprender el misterio de su Hijo y de la Iglesia. La ternura siempre estará en el centro desde sus entrañas de mujer y madre. Sin olvidarnos de su testimonio en Pentecostés, el momento en el que María aparece como una figura central, que apuntala la fraternidad y la comunión eclesial. La narración de Pentecostés de los Hechos de los Apóstoles nos remite a la atenta escucha de la Palabra de Dios en el Espíritu desde el día de la Anunciación. Hay una estrecha interrelación entre «el Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35) y «del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» (Hch 1,8). Lo que termina por acentuar nuestra dimensión servicial y favorece el surgimiento de una Iglesia que es profética y universal.

Las primeras comunidades cristianas ya lo señalaban con fuerza. La dimensión mariana nos convoca en el servicio. Y esto tendrá consecuencias directas para la realidad en la que vivimos. Ya no se trata de estar centrados en nosotros mismos, ni en la propia Iglesia. La misión nos recuerda que la Iglesia debe estar en constante posición de salida, descentrada, sin tener miedo a encontrarse con el otro. Y es que la Iglesia jamás podrá encontrar su plenitud si no es en la fraternidad de todos los hijos de Dios. La Iglesia necesita de personas que se comprometan con su servicio a la humanidad. La misión, en el fondo, es la luz que nos guía por el camino, en ocasiones confuso, de nuestro día a día. La misión no puede entenderse desligada de la vocación, esa llamada desbordante de Dios Amor, que nos habla como un amigo habla a otro, y de la espiritualidad, que nos recuerda desde dónde vivimos. Nadie se prepara para la misión, si no que esta nos va preparando a través de un itinerario, no siempre razonado ni razonable, que se redescubre al reparar en los pasos dados y siempre en relación con los demás. De corazón a corazón, como le sucedió a María.

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