Evangelio del Domingo de Resurrección
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aun estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. (Jn 20, 1-9).
Reflexión:
Al experimentado oncólogo del hospital de Pernambuco (Brasil) Rogério Brandao le produjo un fuerte impacto la ingenua reflexión de una niña de once años aquejada de un cáncer incurable. Algunas veces la había visto llorar, pero la pequeña nunca se vino abajo. Un día la pequeña le habló de la muerte y de cómo entendía ella el paso de este mundo a la otra vida. La niña le dijo al doctor: “¿Verdad que cuando somos pequeños, algunas noches vamos a dormir a la cama de nuestros padres? Pero al día siguiente resulta que nos despertamos en nuestra cama. Y es que los padres, cuando nos dormimos, nos cogen en brazos y nos llevan a nuestra habitación. Un día yo también me dormiré, y mi Padre del cielo vendrá a por mí. Y me despertaré en su casa, para vivir una vida auténtica”.
Es la visión de una niña que no entra en vericuetos metafísicos pero dice lo que siente. El teólogo ortodoxo Olivier Clement (1921-2009), que se convirtió al cristianismo a los 27 años y calificaba su infancia en la familia como un “mundo sin Dios”, dice que “si la historia no se nutre de eternidad, se convierte simplemente en zoología”. El anhelo de eternidad lo puede sentir el niño y el adulto, cada uno en sus propias circunstancias y con sus propias manifestaciones.
La resurrección de Jesús es la luz y el fundamento de ese anhelo. Su mensaje se refiere no solo al tiempo de después de la muerte sino también al modo de vivir el presente. Un cristiano de los primeros siglos, San Atanasio (296-373), decía que “Cristo resucitado hace de la vida del hombre una fiesta continua”.
Tenemos que vivir como resucitados, que nuestra vida aquí esté impregnada de esta fiesta de la resurrección. Empieza esta gran fiesta por mi parte cuando me propongo favorecer todo lo que sea bueno para las personas que me rodean y también para las que están lejos: una gota de humor en momentos de tensión, sin que pueda entenderse como frívolo desinterés de los problemas; un gesto de cariño, de agradecimiento, de consuelo, de acompañamiento; un esfuerzo, tomando la iniciativa o arrimando el hombro, para que los demás tengan una vida digna, para que sean más felices. Así se contribuye a que la vida, a pesar de las contrariedades, sea una fiesta.