Una fe que sirva para habitar y vivir las preguntas – Oscar Alonso

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Óscar Alonso

oscar.alonso@colegiosfec.com

Vivimos en un mundo en el que sigue habiendo las mismas preguntas que han acompañado siempre la historia de la Humanidad y a ellas se unen muchas nuevas preguntas que cada tiempo y circunstancia generan. Sin embargo, vivimos también demasiado acostumbrados y acomodados a que nos den las respuestas antes incluso de que nos hayamos formulado las preguntas o antes de que nos hayamos dado tiempo para intentar buscar posibles respuestas de manera personal.

Hay preguntas que flotan en el aire desde siempre y para las que existen innumerables respuestas o ausencia de las mismas: ¿Existe Dios? ¿Si Dios existe es algo que sabemos por razón o que creemos por fe? ¿Cómo es Dios? ¿Qué rostro tiene? ¿Dónde habita? ¿Por qué si es tan bueno y es todopoderoso no actúa cuando los seres humanos no sabemos hacer las cosas? ¿Cómo es posible que a estas alturas de la historia todavía sigamos proponiendo que el inicio de todo fue un puñado de barro? ¿La existencia de Dios es un asunto de fe o un asunto de razón? ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI sigamos afirmando que el ser humano tiene una dimensión transcendente? ¿Dónde se encuentra dicha dimensión? ¿Por qué no todas las personas la desarrollan? ¿Por qué los desencuentros entre la ciencia y la fe parecen cada vez más amplios e insalvables?

Recuerdo que hace años los temas concernientes a la relación entre fe y razón, entre ciencia y fe, entre creencias y datos científicos comprobables y fehacientes, eran temas que interesaban, de los que se hablaba en congresos y jornadas, de los que llenaban números monográficos sobre el tema, de los que cada poco tiempo eran el tema de alguna conferencia en la universidad. Aquellos tiempos han pasado a la historia, no tanto porque el tema no siga siendo interesante, no tanto porque no siga siendo una fuente inagotable de preguntas y reflexión, sino porque poco a poco se ha dado paso, y nosotros lo permitimos cada vez más, a una asunción de verdades que, aunque no lo sean, parece que adormecen la curiosidad y vacunan contra cualquier intento de diálogo entre fe y razón, cualquier posibilidad de seguir indagando en esta relación necesaria para poder seguir caminando por este mundo tan tecnologizado y cientificista poniendo en él alma, dando sentido a nuestra existencia, buceando en ese equilibrio y complementariedad que debería existir entre la ciencia y la fe, entre lo empírico y lo que nos hace diferentes a todos del resto de seres que habitan este precioso planeta en el que vivimos.

Muchos de nuestros jóvenes no se preguntan casi nada. Muchos otros se preguntan todo, pero asumen como válidas las respuestas precocinadas que les imponen o que les ofrecen sin darle más vueltas al asunto. Muchos otros se preguntan, de diferentes modos y en diferentes etapas de su vida, qué relación existe entre la fe y la razón en un mundo en el que todo está tan pensado, tan planificado y tan controlado. De hecho, una de las dificultades que aparecen para que muchos jóvenes acojan hoy el anuncio revolucionario, transformador y gozoso del Evangelio es ese pensamiento simplón y falso de que existe lo que se ve y puede demostrarse científicamente y que todo lo demás pertenece a esa especie de invención que las religiones han urdido en el tiempo para acaparar la atención de millones de personas que desean una salvación que nadie puede conceder. Eso sí, todo eso se sostiene desde esa falsa sensación de que somos dueños y señores de nuestra vida y de que nada nos detiene ¡Me pregunto qué pensarán los que así piensan en esta situación en la que estamos, que, entre otras cosas, ha puesto al descubierto nuestra falsa seguridad y esa especie de omnipotencia en la que nos hemos instalado y que un simple virus ha tirado por tierra en apenas unos meses y a nivel mundial!

Necesitamos una pastoral juvenil que promueva preguntas y que facilite espacios y encuentros en los que sea posible proponer una fe que sirva para habitar y vivir las preguntas, no desde cualquier sitio, sino desde el Evangelio, desde la experiencia personal y comunitaria del Señor Jesús, desde ese encuentro transformador que lejos de eludir o ignorar las preguntas, las afronta desde la vida y la esperanza para todos.

Y es verdad que el escenario actual no ayuda en demasía a ese encuentro y a ese diálogo necesario entre la fe y la razón, entre la fe y la ciencia, pero también lo es que como Iglesia seguimos teniendo un serio problema de comunicación. Yo me pregunto: si al papa se le entiende tan bien cuando escribe y cuando habla, ¿cómo es posible que luego se torne en casi imposible un diálogo sereno y cotidiano sobre los temas que nos ocupan? ¿Por qué mucha gente sigue advirtiendo en nuestro modo de comunicar una especie de super, como en Gran Hermano, al que nadie ve jamás pero que ejerce todo el poder y en su mano está siempre la última palabra? Y el problema, a menudo, no es solo de forma, también lo es de fondo. ¿Por qué nos cuesta tanto el diálogo fe–cultura en el que no partamos como los que poseen toda la verdad y los jóvenes como los que se tienen que adaptar a lo nuestro o adoptar lo nuestro?

La propuesta de la pastoral con jóvenes debe acudir a los principios clásicos, fundantes y nunca superados por las modas, que son imprescindibles para ese necesario encuentro entre fe y razón:

  • En primer lugar, el principio de la encarnación que en pastoral debería llevarnos a una inculturación de la propuesta evangelizadora y a una evangelización de la cultura, es decir, el principio por el cual nuestra pastoral se sumerge en la cultura actual para poder anunciar la Buena Nueva desde dentro (EN 18).
  • En segundo lugar, el principio de la redención, según el cual hemos sido rescatados de ese modo de vivir que no nos hace felices, ni plenos, ni fecundos. En pastoral debería suponer un criterio básico de discernimiento y acompañamiento de los jóvenes.
  • En tercer lugar, el principio del diálogo que en la pastoral juvenil debe fomentar, en un contexto secularizante, marcado por el agnosticismo, el pensamiento gaseoso y el debilitamiento de los grandes principios y razones, que los jóvenes se sientan llamados a seguir dando razón de su esperanza mediante la creación de espacios y foros en los que sea posible un diálogo sano, enriquecedor y actual entre fe y razón.
  • En último lugar, el principio de la experiencia, es decir, que la pastoral juvenil sea capaz de seguir proveyendo experiencias fundantes e iluminadoras a todos los que participen en ese diálogo del que estamos hablando. Nuestros jóvenes han de aprender a fundamentar su fe. Necesitan que los acompañemos en la aventura de profundizar, cada uno a su ritmo, en su experiencia del Dios de Jesús. Necesitan experiencias verdaderas y sólidas, compromisos vitales significativos y pertenencias que adviertan como realmente necesarias y edificantes para su vida y para su experiencia creyente.

Estos principios, entre otros, se hacen hoy imprescindibles para poder entablar un fructífero diálogo entre fe y razón, de modo que ayudemos a los jóvenes a no ahondar en esa disociación tan de moda entre ambas cuestiones fundamentales.

Nuestra pastoral juvenil debe seguir trabajando para que la propuesta de fe que les hacemos, inmersos en la cultura actual, pero sin confundirnos con ella, sea la de una fe que les sirva para habitar y vivir las preguntas que ese mismo diálogo les genere, una fe que sepa dar razón de su esperanza.

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