UN CAMINO CON DOS PROTAGONISTASDescarga aquí el artículo en PDF
Enrique Fraga
Si al leer el título has pensado en lo equivocado que estoy por pensar que el acompañante es coprotagonista del acompañamiento te adelanto que estoy muy de acuerdo contigo. Al final del artículo te desvelaré quién te propongo que sea el otro protagonista, porque en este relato, en este camino, lo que tenemos claro es que el primer protagonista es la persona acompañada. Te propongo hacer un viaje a este cuento a través de sus personajes y solo al final diremos unas palabras de la trama, porque hablando de acompañamiento quizás los sujetos sean los más relevantes…
Un protagonista: la persona acompañada
¿Quién es el/la acompañado/a? Ante todo, una persona, un fin último, un ser con absoluta dignidad. Y no se queda en una persona o un ser, sino que es alguien concreto, esta persona o este ser, realizado y encarnado en el espacio y el tiempo, con su historia personal y su futuro por venir. Lo primero que debe venirnos al pensar en la acompañada debería ser sobrecogimiento, respeto, al estilo de Moisés ante la zarza ardiente (cfr. Ex 3,2ss), porque la persona no es Dios, pero es imagen de Dios llamada a asemejarse a Dios (Gn 1,26) y debe despertar en nosotros si no temor sí una profunda reverencia, admiración y responsabilidad.
La persona acompañada y todo ser humano se caracteriza, como ya descubrieron los filósofos griegos, por ser capaz de preguntarse por el mundo, asombrarse por su capacidad para modificar la naturaleza y, sobre todo, porque lo que define al ser humano es la ausencia de una esencia determinada, la esencia del ser humano es la indeterminación, la posibilidad, de la que emerge su capacidad para hacerse a sí mismo, definirse en su historia personal a través de sus elecciones. Concretamente el ser humano se halla incardinado en el tiempo, tomando su pasado, que lo construye y condiciona para, mirando al futuro y buscando un sentido a su vida, optar por un presente y así definirse, realizarse.
Si esto no te genera fascinación y reverencia, por favor, vuelve a leer. Es esencial tomar este punto de partida, porque aquí se injerta el acompañamiento, en la persona que puede y busca realizar su vida, y para ello busca herramientas, ayudas, que le permitan hacerlo. Muy justamente podríamos preguntarnos ¿qué es realizar la vida?, ¿en qué consiste? De forma genérica podríamos responder: orientar la vida hacia un fin, hacia un horizonte de sentido, hacia una verdad que dé consistencia al ser, a la vida humana. Como cristianos, podemos concretar ese fin último que no sería sino vivir la vocación, realizar en nuestra vida concreta eso que Dios sueña para nosotros y que no deja de ser —en nuestra particularidad— alcanzar la semejanza con Él. Así, el ser humano —y el cristiano— busca vivir plenificándose arrastrado por el deseo de más, de acercarse a su horizonte vital. Pero es difícil, nos encontramos ante la complejidad de esta tarea, que nos abruma y sobrepasa, y descubrimos que el/la otro/a puede ser el compañero de camino perfecto para realizarla.
Un diácono: la persona acompañante
Para que haya un diálogo es necesario poner en común el logos —razón/palabra— (etimología de diálogo) y, por tanto, el diálogo exige alteridad, exige a un ser distinto de mí. ¿Quién es el acompañante? Una persona igualmente digna y valiosa que acepta el servicio, la misión, de acompañar o caminar con otra que busca un apoyo para descubrir y vivir su vocación. Acabábamos hablando del acompañado mencionando la dificultad de su tarea (que es la de todo ser humano); la misión del acompañante es ayudar al acompañado a hacer el descubrimiento y darle cabida en su vida, pero debe hacerlo sin poner lo que él es en el otro. Con otras palabras, el acompañante debe ser posibilitador de la mayor libertad posible en el acompañado y en ningún caso lo contrario. Ha de ser llave que abra las posibilidades del sujeto, pero mucho más, porque no es solo cuestión de hacer realizables más posibilidades, esto sería maximizar el libre albedrío. Sino de posibilitar la auténtica libertad, la libertad para que el ser humano se encaminase a su fin, pueda elegir aquello que lo humaniza/diviniza.
Ser acompañantes debe situarnos en posición de gratuidad y entrega generosa, es reconocer que no somos protagonistas, sino que somos el instrumento que hace que otro pueda ser el auténtico protagonista de su vida al hacer posible su radical libertad.
¿Cómo ser un buen acompañante? Te sugiero tres claves:
- Evitando la tentación de volcar en la persona acompañada nuestro propio ser, nuestras posibilidades, nuestro propio horizonte. El difícil servicio al que nos enfrentamos es el de abrir el espacio de libertad de la otra sin el condicionante de nuestra propia libertad, de nuestro sentido. Exige ser capaces de proponer el camino hacia Dios, Él como horizonte último, libre de nuestra concreción personal para que la otra persona pueda concretar ese horizonte divino en su vida fundando su vocación. Es la tarea de apuntar una dirección sin convertirnos en la meta y sin marcar un sendero particular, solo dirigir la mirada hacia Dios.
- Una dialéctica entre proximidad y distancia: si el propio acompañamiento es una dialéctica entre dos sujetos, el buen acompañante debe someterse a una dialéctica interna constante. Debe hallar el equilibrio en la tensión entre dos polos: entre poner demasiado de sí y demasiado poco, entre empatizar demasiado y la no comprensión emocional, entre comprender desde su subjetividad e imponerla, entre apoyarse en su experiencia y reducirse a ella, etc.
- Tener experiencia de acompañamiento, no de haber sido acompañante, sino acompañado. Si nunca lo has experimentado o si hace mucho que no lo haces te animo a hacerlo. Creo que es esencial para ayudarnos a entender cómo situarnos como acompañantes y nos abre a la experiencia de sentirnos en red que nos sostiene los unos a los otros, es un camino hacia la gratuidad.
El otro protagonista …
Hemos comenzado diciendo que la acompañada es una persona en disposición de realizarse como tal, como persona, es decir que toma en serio su naturaleza indeterminada y afronta la vital misión de determinarse orientando la propia vida hacia un fin que le dé sentido. El acompañante es esa ayuda que mediante el diálogo y el camino compartido le sirve de apoyo para avanzar en el proyecto. ¿Quién será el otro protagonista de nuestro relato? ¿Quién sino Dios? Ese a quien nosotros, como cristianos entendemos como el fin/horizonte último hacia el que caminamos (sin llegar jamás a alcanzarlo). Pero Dios no solo es fin, porque Dios, que es eterno, aparece en nuestra vida en pasado, presente y futuro. Dios es pasado en tanto como creador no ha dejado de acompañarnos en nuestro caminar como peregrinos de la vida; Dios es futuro en la medida que es el horizonte hacia el que nos orientamos y nos dirigimos y Dios es presente en su presencia constante en el instante preciso en el que nos jugamos la determinación, el aquí y ahora. Quizás esta metáfora te pueda resultar sugerente…
- Dios Padre, está en nuestro pasado como creador, como origen, como causa de nuestros dones, talentos y nuestro salir en camino y al encuentro.
- Dios Hijo, Jesucristo, está en nuestro futuro como modelo inalcanzable al que aspiramos. Como ejemplo de filiación divina en el que contemplamos la unión de la naturaleza humana y divina y que nos atrae, nos empuja a hacernos como Él. Es el modo de estar del discípulo, tras el maestro, tras Jesús, como bien le recuerda a Pedro tras el primer anuncio de la Pasión (cfr. Mc 8,31-33). Jesús es el camino (Jn 14,6), inaugura el camino por que vamos tras sus huellas.
- Dios, Espíritu Santo, el paráclito, el ayudante prometido por Jesús (cfr. Jn 14,13ss) está en nuestro presente. El Espíritu Santo cumple la promesa de Jesús y siendo aliento de Dios nos alienta, nos habita, nos inunda y desborda, nos acompaña, son esas huellas en la arena del conocido cuento. Es la presencia sobreabundante, gracia y don, que nos hace capaces de ser como Dios nos sueña.
«Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 13, 16-21).
Dios es el otro protagonista del acompañamiento, debo quizás preguntarme si como acompañante lo tengo presente o me supera el ego y me convierto en coprotagonista inadvertido de una historia en la que solo debo ser un personaje secundario, importante, pero mediador, instrumento del Espíritu en la vida de quien acompaño.
Acompañar consiste en abrirme a la gracia para que el Espíritu que me habita me permita hacer que el acompañado reconozca al Espíritu que también habita en Él. Consiste pues en dejar que mi diálogo con Dios contagie diálogo con Dios en otros, en extender la presencia patente de Dios para que la tierra se haga un poquito más cielo (cfr. Padre nuestro).