Javier Alonso
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En los últimos años, millones de venezolanos han salido de su patria. La supervivencia económica se convierte en su primer objetivo, descuidando otros aspectos. Y esta realidad es solo un ejemplo del fenómeno migratorio.
Los emigrantes sufren un desarraigo de su propia cultura, que está vinculada al territorio: les cuesta asumir la cultura del país receptor y se quedan en una especie de limbo cultural. También hay muchos que, sin salir del propio territorio, se han desconectado de la cultura y tradiciones locales, alimentándose de ideas, conductas, narraciones y ritos que ofrecen las series de Netflix, Disney, Amazon. Los referentes heroicos se buscan ahora en las estrellas de fútbol y los influencers. El ser humano es el único ser vivo que necesita tener un hogar para construir su vida, pero, cuando crece sin referencia a un hogar y al entorno donde habita, pierde sus referentes de humanidad.
Muchos niños crecen sin una “patria chica” (pueblo) que les pueda ofrecer claves culturales para entender el mundo y proyectar su vida en sociedad. En el libro Los desheredados, Bellamy denuncia el desarraigo cultural que se vive: “Hoy la juventud es indigente de todo aquello que no le hemos transmitido, de toda la riqueza de esta cultura que, en gran medida, ya no comprenden”. La falta de raíces y sentido de pertenencia a un pueblo es una de las mayores pobrezas que existe, porque vacía a la persona de identidad y la convierte en un autómata al servicio de la economía. No existe peor alienación que experimentar que no se tienen raíces, que no se pertenece a nadie.
Para el papa Francisco, “cada uno es plenamente persona cuando pertenece a un pueblo y, al mismo tiempo, no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona” (Fratelli tutti 182). Por tanto, un proyecto educativo no puede desvincularse de la propia cultura local y nacional a la que el niño pertenece, una cultura tejida de relatos, ritos, costumbres, normas, folklore, gastronomía, arte, etc. “La cultura tiene el poder de penetrar en el pueblo, en sus convicciones más entrañables y en su estilo de vida” (Fratelli tutti 216). Las comunidades más potentes son capaces de transmitir con creatividad y eficacia las tradiciones culturales y religiosas.
La etnia zulú usa el vocablo “ubuntu” para expresar la idea de que la identidad personal es inseparable del pueblo al que pertenece. De igual modo, los guaraníes usan la palabra “rahayhu” que indica cómo la solidaridad entre los miembros de una tribu es esencial para el bienestar y el crecimiento de la persona. “Pueblo y persona son términos correlativos” (Fratelli tutti 216).
La localidad de la escuela
Un proyecto educativo será valioso y fecundo en la medida en que sea capaz de asumir la cultura local más genuina e introducirla en el plan de acción de la escuela y en los contenidos curriculares. Transmitir a los niños el amor al propio pueblo es ayudarles a ser mejores personas y crecer de modo integral. La fe se arraiga con más fuerza si se transmite junto con la cultura local en una dinámica comunitaria. Desde muy pequeños, los niños descubren a través de su familia, de la parroquia, el pueblo y su escuela que pertenecen a la Iglesia, una comunidad de vida y fe que tiene una historia de salvación hermosa a pesar de su fragilidad e imperfección.
La Iglesia es el pueblo de Dios, es la comunidad viva que celebra en la liturgia, que ejerce la misericordia a través de las obras sociales y que enseña con el ejemplo de sus miembros. Es la comunidad donde los niños crecen y aprenden a rezar, a compartir, a escuchar la palabra y a servir a los demás. Y aunque los niños tengan que emigrar lejos de su tierra y vivan en la intemperie cultural, podrán conservar las tradiciones en la cálida comunidad de su familia y siempre buscarán una iglesia donde mantener la identidad cristiana.
En 1990, tras veintisiete años de cautiverio, Mandela inició una nueva era en Sudáfrica presidida por la filosofía ubuntu, que pone en valor la capacidad de perdonar y la empatía para poder cohesionar a un grupo que antes eran individuos o clanes enfrentados por el odio o el resentimiento. Esta filosofía también podría inspirar a los sistemas educativos para promover la cultura del diálogo y encuentro desde la riqueza que hemos recibido de nuestra propia cultura local y la tradición cristiana.
Un proyecto educativo será valioso y fecundo en la medida
en la medida en que sea capaz de asumir la cultura local