Descarga el pdf del artículo RPJ nº 538 – Discernir para hacer lo que se quiere – Oscar Alonso
Desde hace años me gusta distinguir dos expresiones que quizás en nuestro uso cotidiano intercambiamos sin miramiento alguno. Son las expresiones «hacer lo que te da la gana» y «hacer lo que se quiere»”.
La primera de ellas (hacer lo que te da la gana), si lo pensamos bien, se refiere a la conducta más primaria de cada uno. Es hacer lo que a uno le viene en gana sin prever las posibles consecuencias o, incluso previéndolas, hacerlo igualmente sin hacerse cargo de dichas consecuencias aunque estas sean perniciosas para uno mismo o para el prójimo. Desgraciadamente esta expresión está a la orden del día y normalmente genera en los demás consecuencias lamentables. También en quien suele vivir en esa sintonía en la que parece que todo y todos están al servicio del ritmo que uno se marca para vivir. Parafraseando a Darío Mollá, la actitud del que hace lo que le da la gana puede añadirse al perfil de los estupendos, aquellos a los que «les horroriza el conflicto», el ensuciarse las manos o el despeinarse (si tienen pelo). Les incomoda tener que tomar decisiones que no sean fáciles o evidentes o que les generen problemas o críticas. Huyen de conflictos y críticas como de la peste. Prefieren que las cosas se resuelvan por sí mismas (pretensión tantas veces inútil…) o que sean los otros los que se equivoquen. El «estupendo» nunca se equivoca, pero tampoco asume nunca sus responsabilidades. El estupendo no discierne nada. Cree que no lo necesita.
Y, lo más asombroso del asunto, es que cada vez se lleva más eso de hacer lo que a uno le da la gana. Como afirma Cotelo, una vez que nos hemos cargado todas las autoridades posibles, ¿quién dice qué es lo que se debe hacer? ¿A quién le debemos obediencia, respeto, un mínimo de sensatez y de decoro para no acabar con todo y con todos?
Pues bien. Frente a ese modelo de persona que encarna el principio del «hago lo que me da la gana» está el modelo de persona que hace lo que quiere. Y, por supuesto, el que hace lo que quiere no es el que se comporta como el anterior, sino el que realmente ha entrado en su corazón, lo conoce, lo cuida, lo alimenta y busca quién lo acompañe. Es el tipo de persona que quiere lo que es, lo que hace, lo que siente, lo que cree… y hace lo que quiere porque ha encontrado su lugar en el mundo o porque vive en una búsqueda honesta del mismo.
A esa búsqueda y proceso, los creyentes la conocemos como el discernimiento. El papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, ha hablado en innumerables ocasiones de la importancia del discernimiento: «Discernir, de entre todas las voces, cuál es la voz del Señor, cuál es la voz de Él que nos conduce a la Resurrección, a la Vida, y la voz que nos libra de caer en la “cultura de la muerte”», tal y como afirma Francisco.
En la exhortación apostólica Gaudete et Exsultate, fruto del Sínodo dedicado a la juventud, leemos: «El discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos» (GE 175).
Y es que lo primero que debemos hacer aquellos que trabajamos con los jóvenes es preguntarnos qué formación tenemos para acompañar sus vidas, sus preguntas, sus dudas, sus procesos, sus crisis, sus búsquedas y la toma de decisiones, en el plano que sean.
Necesitamos acompañantes expertos en discernimiento. No expertos que lo sepan todo sobre el discernimiento (eso seguramente no exista), sino creyentes que llevan tiempo recorriendo el camino de vida tras las huellas de Jesús y que experimentan en su propia historia la presencia del Dios de Jesús. Eso necesitamos. Mujeres y hombres que respondan a esa «urgencia en la Iglesia de la formación en el discernimiento espiritual, en el plano personal y comunitario».
Para poder «hacer lo que se quiere» hay que primero preguntarse con hondura y profundidad qué es lo que se quiere. Discernir significa humildad y obediencia: humildad respecto a los propios proyectos y obediencia respecto al Evangelio, criterio último de la vida de los creyentes en el Señor Jesús. Como afirma el papa Francisco «el tiempo en el que vivimos nos exige desarrollar una profunda capacidad para discernir, necesitamos “leer desde dentro” lo que el Señor nos pide, para vivir en el amor y ser continuadores de esta su misión de amor».
Sin el discernimiento espiritual y pastoral estamos ciegos. La pastoral parece que funciona o que no funciona, pero sin discernimiento corremos el peligro de hacer nuestra santa voluntad y de imponérsela a los demás como si de la Palabra de Dios se tratase. Se nota relativamente rápido cuando no ha habido un buen discernimiento: se confunden los medios con los fines, existe una priorización extraña de las cosas, se decide a salto de mata, se cambia de parecer como de ropa y a Dios se le tiene de acompañante notarial que parece certificar nuestras decisiones en las que él no ha estado ni presente. De hecho, el discernimiento espiritual debe ser la brújula que nos permite reconocer la acción del Espíritu Santo en nuestra vida, en nuestras comunidades y en el mundo. Hoy como ayer Dios continúa actuando y acompañando a su Iglesia, pero muchas veces no recocemos su voz. A eso debemos dedicarnos los que acompañamos a los jóvenes. A estar a la escucha para poder reconocer y hacer reconocer a los demás la voz del Señor en medio de tantas voces, de tantos ruidos, de tantos rumores, de tantos gritos y plegarias.
Y un elemento fundamental para tener en cuenta en este discernimiento es que el Espíritu Santo es el protagonista de todo discernimiento auténtico. Por eso el que hace lo que le da la gana no discierne, sino que decide sin más. No cree necesitar a nadie para tomar sus decisiones, sean estas cuales sean.
Dice Francisco que «solo quien es guiado por Dios tiene título y credibilidad para ser propuesto como guía de los demás. Puede enseñar y hacer crecer en el discernimiento solamente quien tiene familiaridad con ese maestro interior que, como una brújula, ofrece los criterios para distinguir, para sí y para los demás, los tiempos de Dios y su gracia; para reconocer su paso y el camino de su salvación; para indicar los medios concretos, agradables a Dios, a fin de realizar el bien que Él predispone en su plan misterioso de amor para cada uno y para todos».
Se puede decir de otro modo, pero seguramente no con más claridad. La pastoral juvenil debe contar con buenos maestros que practiquen el discernimiento y lo hagan presente en los itinerarios de crecimiento en la fe de los jóvenes que llevamos entre manos como misión a nosotros encomendada por la Iglesia. Siempre sin olvidar que «una condición esencial para progresar en el discernimiento es educarse a la paciencia de Dios y a sus tiempos que no son los nuestros. Nos corresponde a nosotros acoger todos los días de Dios la esperanza que nos preserva de toda abstracción, pues nos permite descubrir la gracia escondida en el presente sin perder de vista la longanimidad de su designio de amor que va más allá de nosotros» (Papa Francisco).
Apostemos por pastorales juveniles que acompañen a los jóvenes a discernir para poder ser y hacer lo que verdaderamente quieren.