Trump sí es humano. Pertenece a nuestra misma especie. Es un homo sapiens sapiens y habita en el planeta Tierra, como tú y como yo. Es tan nosotros que por eso hay gente que le adora, le admira y le vota. Trump es otro buen espejo desde el que mirarnos. Por eso es importante comprender a Trump como fenómeno y síntoma. Me centraré en dos aspectos, uno más ideológico hoy, y quizás mañana otro más antropológico. Comienzo por el primero…
Hay gente que se escandalizó cuando Trump dijo que si morían 100.000 o 150.000 estadounidenses por el coronavirus, que son meras cifras y números, consideraría que habría hecho un buen trabajo. Lo que hay que entender es que realmente no le importa. Bueno, la cosa es peor: desde su lógica sería mejor que murieran más. De hecho sobran millones de personas en el planeta Tierra y no se está produciendo un nivel suficiente de competencia y selección natural. Por eso tampoco hay que combatir el cambio climático, que existe desde siempre y de modo acelerado el último siglo. Más bien hay que favorecerlo para que la naturaleza pueda hacer su trabajo eficientemente. Millones de personas mueren cada año por ello y aquí seguimos muchos otros todavía. No pasa nada, todo está bien.
Para explicar la matriz de esta visión podemos retrotraernos a la cultura del pueblo ancestral mundugumor que describiera Margaret Mead y de la que ya hemos hablado en otra ocasión, pero la elaboración ideología del “pensamiento” trumpiano nos traslada a tiempos más cercanos.
Quizás la pista decisiva la encontramos en la autobiografía de Charles Darwin, que fue revisada y publicada recientemente sin la censura a la que le sometió su hermana. En ella leemos lo siguiente: “En octubre de 1838 leía, para mi deleite personal, el libro de Malthus sobre la población. Encontrándome bien preparado, por mis largas observaciones de los hábitos de animales y plantas, para apreciar la lucha por la existencia que ocurre por doquier; se me ocurrió que en tales circunstancias las variaciones favorables serían preservadas, y las desfavorables destruidas. El resultado del proceso sería la formación de especies nuevas.” (Autobiografia de Charles Darwin. Laetoli, 2011)
¿Y de qué trata ese libro de Malthus que deleitara al prestigioso naturalista y que le abrió los ojos sobre la mecánica que rige la naturaleza por doquier? Pues de la denominada “Teoría de la población” de Thomas Malthus. La definió en 1798 del siguiente modo: “Puede afirmarse que la población, cuando no se le ponen obstáculos, se duplica cada 25 años, esto es, que aumenta en progresión geométrica. (…) Podemos llegar a la conclusión de que, teniendo en cuenta el estado actual de la tierra, los medios de subsistencia, aun bajo las circunstancias más favorables a la actividad humana, no podrían hacerse aumentar con mayor rapidez de la que supone una progresión aritmética.” (Ensayo sobre el principio de la población. Thomas Robert Malthus. FCE, 1998). El caso es que sabemos que esta teoría es falsa y que, de hecho, la cantidad de alimentos ha crecido mucho más que la población, hasta el punto de que hay comida y recursos para todos y sobrarían miles de canastos si se compartieran de un modo mínimamente equitativo (ahora hay que tirar a la basura millones de toneladas de alimentos que unos pocos no damos a basto en consumir cada semana). No digamos dinero que se ha multiplicado especulativamente hasta el infinito y podría dar más que de sobra para toda la humanidad si no fuera porque permitimos que un 1% de la población acumule más del 99% del mismo (que cuando hace falta el dinero emerge sin límite como a menudo podemos comprobar). Como igual sabemos que el desarrollo y unas buenas condiciones de vida son la mejor política malthusiana para reducir la tasa de natalidad y el volumen de población.
Aun así, esta teoría fake fue calando hasta llegar a ser hegemónica en el mundo. En muchas de nuestras cabezas está la imagen fantasmática de un planeta abarrotado de gente y donde no cabemos todos (hay que recordar que ocupamos un % no superior al 10% de la superficie terrestre). A ella se le suma la visión de una naturaleza egoísta y competitiva con referentes como el de la “Fábula de las abejas” del economista Bernard Mandeville, que en 1714 defendiera, tras observar cómo funciona una colmena, que los vicios privados, tales como el consumo de bienes de lujo, no dar limosna a los necesitados o no compartir las cosas con los demás, generan virtudes públicas, dado que todo ello repercute para bien de la producción, el comercio internacional y las finanzas. Así funcionan las abejas, así nosotros. Sin duda fue otro especialista en la gestión de recursos escasos quien mejor consolidara la doctrina del “egoísmo ilustrado”. Adam Smith sentenció aquello de que “persiguiendo su propio interés se promueve el de la sociedad de forma más efectiva que si realmente intentase promoverlo” (La riqueza de las naciones. 1776). Ser egoísta y competitivo fue elevado a los altares de las virtudes y cayeron en picado las falsas virtudes de la solidaridad, la cooperación o el altruismo. Una pena que Smith optará por este camino en lugar del que empezó a desarrollar en su “Teoría de los sentimientos morales” (1756) donde consideraba la empatía un elemento clave de la conducta humana.
Es curioso porque la visión de una naturaleza en lucha permanente comenzó siendo una proyección del comportamiento humano al de los animales. Así el botánico suizo Agustín de Candolle acuñara en su “Geografía Botánica” de 1820, todavía en tiempos predarwinistas, el concepto de “guerra de la naturaleza”: “todas las plantas de una región (…) están en un estado de guerra las una contra las otras”. Sin duda es una forma de mirar y contemplar la naturaleza, supongo que a la luz de la conducta humana.
Por supuesto, hay que tener mucho cuidado en confundir el valor incuestionable de la Teoría de la evolución de Darwin con el darwinismo social, que sería como culpar a Cristo del cristianismo, a Marx del marxismo o a Nietzsche del nazismo. Pero también es irrefutable que algunos aprovecharon el planteamiento evolucionista y malthusiano para aplicarlo en su propio beneficio ilustrado. Un buen ejemplo es cómo el Parlamento británico, tras más de doscientos años de vigencia de la Poors Law de 1601 aprobada por la reina Isabel I, el parlamento inglés abolió las leyes de la pobreza y otras leyes que protegían a los pobres proporcionándoles subsidios y ayudas en casos de emergencia. La legitimación fue la teoría de la selección natural que debe aplicarse a todos los seres vivos, también a los humanos.
La derivada capitalista de la interpretación de Darwin, más allá de su estricto contenido científico, puede explicar en parte que fuera Darwin y no Wallace quien se llevara el gato al agua como descubridor de la evolución. Para hacer justicia al bueno de Wallace hay que recordar que Darwin mismo reconoció esta autoría en su autobiografía al recibir el trabajo de Wallace: “Aquel escrito contenía una teoría exactamente igual a la mía” y “el ensayo del Sr. Wallace estaba expresado admirablemente y con gran claridad”. El matiz es que la teoría de la evolución estaba descrita de puño y letra de Wallace cuando todavía Darwin no había escrito una sola línea del “Origen de las especies”. Puede ser que el estatus de Sir de Darwin pesara más que la humilde condición de un papamoscas como Wallace, que en ciencia también hay clases y los buenos contactos ayudan. Lo que no cuadra es afirmar que Darwin descubriera algo diferente, en lo esencial, de su colega galés. Es más, en realidad fue Lamarck el primero en hacerlo y tan verdad es que la función no crea el órgano y que los caracteres adquiridos no se heredan, como pensaba Lamarck, como que la Teoría de Darwin es más bien descriptiva que explicativa y, sobre todo, tautológica dado que, por definición, los más adaptados siempre sobreviven y que lo hagan en el futuro lo comprobaremos después sin que sea posible predecirlo en base a ventajas adaptativas. ¡Ah! Y respecto de las causas eficientes o reales de la evolución fue un discreto monje naturalista llamado Mendel quien diera en el clavo tras una paciente observación con guisantes. Darwin de genética no tenía ni idea. En fin, que lo que sí parece que encajaba mejor en el Espíritu de la época, que diría Hegel, era la versión selecto-competitiva que inspiraba Darwin más que los extravagantes planteamientos espiritualistas y, principalmente, las ideas de corte socialistas de Wallace, que fue un crítico social del incipiente capitalismo de su época.
Una buena síntesis de la ideología de la que hablamos nos la ofrece el famoso empresario John D. Rockefeller cuando afirmaba a finales siglo XIX y comienzos del XX: “El crecimiento de un gran negocio es simplemente la supervivencia del más apto. La rosa American Beauty sólo puede alcanzar el máximo de su hermosura y el perfume que nos encantan, si sacrificamos otros capullos que crecen en su alrededor. Esto no es una tendencia malsana del mundo de los negocios, sino solamente la expresión de una ley de la naturaleza y una ley de Dios”. El recurso a Dios como legitimador de la estructura social suele ser un valor añadido muy eficaz.
Lo ocurrido en el siglo XX nos resulta más familiar y tenemos claro qué modelo social ganó la guerra fría, así como qué muros se comenzaron a levantar con la caída del de Berlín en 1989 y el apogeo del darwinismo social y ultraliberalismo competitivo llevados a los altares por el dúo dinámico Thatcher-Reagan. Si alguno tiene dudas sobre en qué consiste todo esto Wikipedia lo explica muy bien: “El darwinismo social es una teoría social que defiende que la teoría de la evolución de Charles Darwin tiene aplicaciones sociales en comunidades humanas. Está basado en la idea de la supervivencia como mecanismo de evolución social y la creencia de que el concepto darwiniano de la del más apto concebido selección natural puede ser usado para el manejo de la sociedad humana, insistiendo en la competición (étnica, nacional, de clase, etc.) por recursos naturales o diversos puestos sociales.” (Wikipedia). Tanto el actor de películas del oeste como la Dama de Hierro británica hacían religión de ello.
Como no podía ser de otro modo, la bioquímica moderna ha ratificado esto mismo, que la ciencia también funciona como religión legitimadora en muchos casos. Richard Dawkins, en su teoría ideológica del “gen egoísta” (Salvat, 1990), nos explica que las madres que amamantan a sus hijos, el voluntario que cuida de un anciano, los niños que cantan en un coro o la persona que da su vida por otro, en realidad, no hacen otra cosa que buscar, sin saberlo quizás, intereses particulares y egoístas, lo mismo que las hormigas o las abejas, engañosamente generosas en su quehacer. Los genes, como la naturaleza, los animales y los humanos somos egoístas y competitivos. El altruismo no existe. Evidentemente esto es pura ideología e interpretación, no ciencia, pero incluso si nuestros genes hicieran eso, establecer una misma lógica en la biología y en la civilización humana sin solución de continuidad no sería más que otro ejemplo de la falacia naturalista que formulara David Hume.
Y esto es Trump, puro darwinismo social encarnado. Por eso una eliminación de 1.000 o 2.000 millones de seres humanos gracias al cambio climático o el coronavirus sería algo deseable para la evolución humana y la supervivencia de los más fuertes, aptos, blancos o estadounidenses. Porque no nos confundamos, cuando Trump proclama “América first” no sólo queda fuera la mayoría del mundo, también de América y de Norteamérica, incluso de USA donde vive mucha basura y gracias al coronavirus hay una gran selección-eliminación de los más oscuros e hispanos (paradójicamente las personas más importantes para los trabajos esenciales). Pero qué se le va a hacer, así es la vida y así funciona la naturaleza. El ser humano puede seguir su curso y favorecer su dinámica o perjudicarla poniendo trabas o, si queréis, favoreciendo la supervivencia de los más débiles, infradotados y menos competitivos. No cometamos ese error.
Por supuesto, hay otras visiones y caminos que esperamos se abran paso en la humanidad. Históricamente lo han hecho con sus aciertos y fracasos. Ya los insinuamos con lo que Mead descubrió en el pueblo arapesh. Podemos ver en la naturaleza ecosistema, interdependencia, incluso simbiosis y belleza. Podemos ver que los animales son menos crueles que los seres humanos y que no se matan por doquier o gratuitamente entre los de su propia especie, tal y como sí hacemos los humanos. Pero no se trata de caer tampoco en la falacia naturalista. Somos biología, pero también cultura y hay que hacer opciones y librar batallas ideológicas y de valores. Tenemos una naturaleza que incluye lo simbólico, ético, narrativo e ideológico que no existe en los animales. Apostar por la solidaridad, la ayuda mutua, por una cultura de cuidados, una economía colaborativa, una educación basada en la cooperación y conexión, en la comunión con la naturaleza… está en nuestras manos.
Que así sea.
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