TRANSMITIR LA MEMORIA DE NUESTROS TESTIGOS. LA OTRA CARA DE LA IGLESIA Descarga aquí el artículo en PDF
Chema Pérez-Soba
chema.perez@cardenalcisneros.es
Somos memoria. Me explico: todos construimos nuestra vida y nuestra identidad desde los relatos de las vidas de las generaciones anteriores. De ellas heredamos nuestros nombres, gustos, formas de afrontar la existencia. Para encontrar nuestro propio camino necesitamos contarnos de dónde venimos. Desde ahí podemos orientarnos y proyectarnos al futuro. En el fondo, como explicaba Paul Ricoeur, somos narración. De hecho, como recordaba recientemente Lola Mondéjar, y ya avisaba hace muchos años Jung, de ello depende también parte de nuestra salud mental.
Y, si todos somos relato y memoria, aún más las personas religiosas (Danièle Hervieu-Léger). Hemos vivido la experiencia que nos ha constituido gracias a símbolos, personas, lugares, caminos espirituales… todas ellas mediaciones para una experiencia única, la del encuentro íntimo con el Misterio que sostiene la realidad. No es otra cosa la religión sino «tener la conciencia de que estamos visitados desde el interior de nosotros mismos e indagar constantemente, a lo largo de toda nuestra vida, quién es ese que nos ha visitado» (Juan Martín Velasco). Esta transmisión es la traditio, la tradición en la que creemos. «Tradición» no es una serie cerrada de ideas, guardadas celosamente en un polvoriento cofre, sino la sabiduría de Dios vivida por generaciones de creyentes. En ella han bebido millones de personas y en ella han encontrado sentido, apoyo e impulso para afrontar la existencia.
La cuestión es que esa tradición ya no se transmite muchas veces en nuestros jóvenes. Una de las características de nuestra sociedad (¿hipermoderna?, ¿posmoderna?, ¿modernidad tardía?) es que el hilo de la memoria tiende a cortarse. El peso del presentismo subraya el yo individual, que no se escucha más que a sí mismo, y se erige en juez único de la realidad. Como me decía el otro día un joven, los demás no somos sino unos NPC (personajes no jugadores) del videojuego que es la realidad. Desde esa actitud, la memoria del pasado no tiene peso alguno en la construcción de la propia identidad.
Y en la Iglesia nos pasa todavía más. Recordar el pasado parece encontrarse solo con episodios oscuros, nefastos, o, por lo menos, caducados, apolillados, inservibles ya, que no valen ni como material vintage. Es verdad que algunas veces esta percepción es correcta pues no pocas veces insistimos en llenar nuestras iglesias de imágenes, formas y palabras polvorientas.
Pero también es verdad que existe una memoria subversiva de no pocos creyentes, que rompen con la inercia del yo y nos descolocan. Son las vidas, entre otras, de los mártires. «Mártir» no es sino la traducción del griego «‘testigo», es decir, de aquello que han dado testimonio, que han generado tradición, que son memoria del seguimiento de Jesús, el Cristo.
Y no podemos darnos el lujo de olvidar esta memoria. No somos sino la memoria de la experiencia de un grupo de mujeres que vivieron con Jesús de Nazaret y, muerto en la cruz por amor, vieron en él al Cristo, la plenitud del Reino que anunció con su vida y su muerte.
Por eso, también somos la historia de un obispo, hoy santo, Óscar Arnulfo Romero, que, sabiendo que estaba amenazado por asesinos, sube a predicar una homilía en la catedral de San Salvador, retransmitida a todo el país, y denuncia, una a una, todas las violaciones de derechos humanos vividas durante la semana, para acabar diciendo: «En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión». Le parten el corazón de un disparo a la mañana siguiente.
Somos memoria de monseñor Juan Girardi, otro obispo, guatemalteco, mártir de la verdad, asesinado dos días después de presentar el informe Nunca más denunciando los horrores de la guerra contra la guerrilla. Y su memoria es la de decenas de catequistas asesinados entre 1980 y 1991, de los que siete han sido declarados beatos.
Somos tradición de la vida de los hermanos maristas Servando Mayor, Miguel Ángel Isla, Fernando la Fuente y Julio Rodríguez, enviados a acompañar a los refugiados de la guerra de los grandes lagos, en Centroáfrica. Cuando la violencia alcanzó el campo y les ordenaron salir de allí, decidieron quedarse porque «si los niños vuelven y no estamos, pensarán que también nosotros los hemos abandonado». Los asesinaron a los cuatro.
Y podríamos seguir ampliando la lista con muchos más nombres: don Pino Puglisi, asesinado por la mafia en Palermo en 1993; Maximililano Kolbe, que entrega su vida por otro prisionero en Auschwitz; el hermano Henri Vergès y la hermana Paul-Hélène, asesinados en Argelia; la comunidad de Tibhrine, profetas del encuentro entre religiones… El cardenal Angelo De Donatis ha llegado a afirmar que nunca en la historia de la Iglesia hemos tenido a tantos perseguidos por causa del Evangelio.
Esto también es Iglesia. Es una memoria peligrosa, subversiva, que nos hace romper nuestros miedos y rutinas y sabernos parte de un Pueblo en camino, Pueblo de pecadores, pero también de santos, que quieren que, juntas, sus vidas sean reflejo de Dios Uno y Trino, que sueña la fraternidad de sus hijos e hijas, el momento en el que, por fin y definitivamente, «enjugará todas las lágrimas» (Ap 21,49).
Hagamos un regalo a nuestros jóvenes: transmitamos la memoria de nuestros testigos y ofrezcámosles la oportunidad de sumar sus vidas a este Pueblo, embarrado, débil, pero que sabe de quién se ha fiado.