Todos, sin excepción. Nadie por encima de nadie. Ni por debajo. El camino y el criterio son los mismos: la esencia del Evangelio recogida en las Bienaventuranzas. Y cualquiera puede serlo. Quizás esa persona que te saluda todos los días con una sonrisa y espera en el ascensor a que entres con las bolsas. O esa otra que atiende a sus clientes con paciencia y alegría. También tú. Sí, tú. ¡Y yo! Todos estamos llamados a la santidad por igual. Lo dice el papa Francisco en su nueva exhortación apostólica, Gaudete et exsultate. Un documento que rezuma la misma naturalidad de los anteriores y no escatima entre sus líneas unas cuantas cargas de profundidad.
Son muchos los aspectos destacables de este documento: desde la santidad cotidiana «de la puerta de al lado» al riesgo del gnosticismo y el pelagianismo; o la misericordia como la medida de una fe, la cristiana, que es fundamentalmente una práctica, y no un constructo teórico. Pero quizás lo que más me conmovió fue la referencia explícita a tantos perfiles de personas corrientes, como los abuelos amorosos, los trabajadores responsables, o los enfermos que sobrellevan con paciencia su dolencia. Y en especial la de tantas y tantas mujeres que no han visto reconocidas su inmensa y valiosísima aportación, su heroicidad anónima, su impagable testimonio vital.
Mujeres, laicos, individuos anónimos. El papa lo afirma con rotundidad: «Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos». Todos en la Iglesia –¡incluso fuera de ella!– podemos y debemos seguir las huellas de Jesús de Nazaret y, a su ejemplo, mejorar el mundo para hacerlo más justo, pacífico, humano y fraterno. No importa si tu vocación es sacerdotal, si quieres asumir unos votos y vivir en comunidad, o aspiras a casarte y formar una familia. Los laicos debemos empezar a creérnoslo. Y el clero asumir que la medida no es el escalafón eclesial en que nos han colocado a cada cual, sino el amor. Tan sencillo y tan complejo.
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