Hay un principio grabado en nuestra existencia: elegir supone renunciar. Cuando uno se casa renuncia a la vida individual, a su familia para formar una nueva familia. Procurará mantener el cariño y las buenas relaciones con la familia de origen pero ahora se ve implicado en un proyecto nuevo de vida. Igualmente, a veces hay que elegir entre dos cosas buenas y, por tanto, renunciar a una de ellas, incluso renunciar a obras sociales y caritativas para atender a la familia. La fidelidad al propio proyecto de vida comporta sacrificios para no traicionar las propias opciones: si no se es capaz de renunciar, se puede escoger un camino equivocado o alejado de lo que uno quiere en el fondo para seguir lo que apetece o atrae en el momento.
¿Cómo obedecer hoy a la llamada de Jesús a dejarlo todo para seguirle? Hay en el evangelio de hoy dos expresiones claves: una, Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos; la otra, Os haré pescadores de hombres.
La conversión no supone necesariamente cambiar de oficio o de casa ni enterrar las propias cualidades, sino utilizar estas en una nueva dirección: seguir siendo buenos pescadores, poniendo todas las energías al servicio del reino de Dios, es decir, de la justicia, del amor y de la paz.
Jesús puede pedir hoy a algunos que dejen materialmente las redes, la barca y la familia, todo lo que se tiene y a los suyos. A otros, el venid y seguidme de Jesús no les llama a dejar literalmente las redes, la barca y la familia. Pero también a ellos se les pide una conversión, una actitud nueva: no usar todas esas cosas egoístamente sino hacer que sirvan al amor. Que las cosas materiales, el trabajo, la sexualidad sirvan siempre al amor. Así serán fuente de alegría, felicidad y paz. Ejercer la profesión, las responsabilidades familiares, las relaciones sociales con un espíritu nuevo.
Juan Pablo II solía insistir en la civilización del amor. Creía que la aportación del cristiano a esa civilización del amor, mediante una actitud nueva, haciendo la vida más amable y más humana, podría ser revolucionaria.

Al enterarse Jesús que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías:
“País de Zabulón y país de Neptalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande: a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”.
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos porque está cerca el Reino de los cielos”. Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres”.
Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron. Y pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. (Mt 4, 12-23)