“Tenía que atravesar Samaría y llegó a un pueblo que se llamaba Sicar, cerca del campo que le dejó Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob.”
(Jn. 4, 4)
Lo abandoné junto al pozo. Me pesaba. Había estado atada a él desde niña, me habían hecho creer que mi vida, y la de mi familia, dependían de él. Todo giraba en torno a aquel cántaro: cargarlo cada mañana, llenarlo, preservarlo del sol, comprobar el nivel de agua, volver a cargarlo… Esa era mi labor, ése, mi papel en el mundo. Y no era infeliz.
Hasta que alguien me miró por dentro. A través de sus ojos comprendí mi vacío. Y sus palabras despertaron en mí la verdadera sed. ¿Cómo fui tan afortunada de encontrarle? ¿Me buscó él a mí, fue el azar? ¿Qué le hizo dirigirse a esta mujer atareada que soy, qué quería de mí? Conversamos largamente, perdimos la noción del tiempo. Me habló con dureza, me miró con afecto. Me defendí con argumentos aprendidos y excusas vanas, pero me venció su ternura sincera, y una sed diferente me secó la garganta, y le pedí, dame de ese agua.
Tomé entonces conciencia del peso de mi cántaro. Y lo abandoné junto al pozo, inservible. Corrí, entusiasmada, hacia los míos, libre de cargas, con las manos vacías y los ojos encendidos. Convencida de que ahora sí que puedo calmarles la sed, porque un manantial fresco me ha estallado dentro.