Mª Ángeles López Romero
@Papasblandiblup
Oigo un día tras otro en la radio y la televisión un anuncio que afirma que no tenemos sueños baratos. Y no puedo evitar preguntarme por mis sueños individuales y por los sueños colectivos. Especialmente por los sueños de la juventud, porque solo se es verdaderamente joven si aún no se ha perdido la capacidad de soñar.
Gracias a mi profesión he podido conocer a personas de todo el mundo que vivían en las más variadas condiciones de vida, algunas absolutamente extremas. Mujeres dalit (la casta inferior) doblemente pisoteadas en la India; chicos de la calle en Río de Janeiro; jóvenes sin futuro que otean el horizonte del progreso occidental al otro lado del Estrecho… Sus sueños, expresados con sencillez y contundencia en la intimidad de una entrevista, me tocaron el corazón porque eran sencillos, generosos, solidarios, éticos, profundos. Recuerdo a aquella adolescente de Kenia que quería ser presidenta del país para construir escuelas y carreteras y que las mujeres dejaran de sufrir. A aquellos jóvenes de una favela de Sao Paulo que intentaban cambiar el mundo desde una biblioteca alimentada con libros donados. O a aquel crío que quería jugar al fútbol como Ronaldo para construir una casa a su madre y un campo de fútbol para los niños de su barrio. Ay, aquellos sueños. Eran sueños de justicia. ¿Baratos? ¿Caros? Yo diría que eran sueños sensatos. La insensatez es que nuestros sueños tengan forma de jacuzzi o de jet privado. Que nos resulte ridículo e infantil aspirar a la paz mundial o al cumplimiento de los derechos humanos. Que nos parezca nimio soñar con el equilibrio interior o la alegría de vivir.
Hace unas décadas, sin embargo, no era necesario salir de Europa para percibir con claridad el aroma de los sueños. Unos cuantos utópicos construyeron la hoy denostada Europa, que ha sido en este tiempo el lugar más privilegiado del planeta y de la Historia para nacer, crecer, ser y hacer. Hoy el sueño europeo está demodé. Y cuando dejamos de soñar renacen los muros, el racismo y las fronteras.
¿Qué nos ha pasado para que hayamos dejado de creer que es posible construir un mundo mejor? ¿Qué necesitamos para recuperar la capacidad de soñarnos mejores? Como creyente respondo: volver la mirada a Jesús y su Evangelio, volver a comprometernos con la construcción del reinado de Dios. Como ciudadana: recordar que no hay nada más caro que dejar atrás los sueños solidarios de justicia e igualdad. Lo demás, son sueños baratos.