Ser joven siempre ha supuesto un reto. El tránsito desde la infancia hacia la madurez provoca innumerables tensiones personales y familiares, que ponen a prueba la propia identidad de las personas que lo experimentan. Se trata de un camino en el que los jóvenes deben reconocerse y comprenderse. El filósofo Francis Fukuyama entiende que «la identidad moderna implica tener múltiples identidades moldeadas por nuestras interacciones sociales en todos los niveles», lo cual implica ser capaces de reconocernos en todas y cada una de dichas interacciones o, lo que es lo mismo, en las diferentes facetas de nuestra vida.
Sin duda, la sociedad en la que nos movemos no acompaña en este proceso, pues cada vez es más compleja y en ella se van incorporando nuevas esferas identitarias. Ya no solo debo reconocerme en mi raza, en mi profesión o en mi fe, sino que tengo que hacerlo en otros muchos contextos emergentes, especialmente en aquellos derivados de la revolución digital. En esta búsqueda del «quién soy» y, sobre todo, «quién quiero ser», la fragilidad que hoy en día muestran los jóvenes, y más en concreto los adolescentes, es alarmante. Las personas que trabajamos con ellos y ellas nos encontramos con un aumento de situaciones de «bloqueo vital» ante los problemas de la vida cotidiana. Se sienten sobre exigidos y sin motivación ante los retos que se encuentran, y en muchas ocasiones terminan por tirar la toalla, presos de sus propias inseguridades. Personalmente, estoy convencido de que no se trata de que la juventud haya cambiado profundamente, sino de que se están perdiendo los «puentes de transición» que les deben de transportar hacia la madurez.
Ante ello, es vital encontrar espacios en los que poder trabajar con los adolescentes y jóvenes aquellos aspectos que son imprescindibles para facilitar ese tránsito. Hay que permitirles espacios de libertad y de experimentación, por supuesto, pero también hay que ofrecer la posibilidad de reflexionar sobre el sentido de la vida, sobre la trascendencia, en definitiva, provocar situaciones en las que puedan pensar «quién quiero llegar a ser». En este sentido, el tiempo libre se sitúa como un espacio esencial para acompañarlos en ese devenir. Una gestión del tiempo libre que transcienda de las consideraciones «clásicas» del término, —entendido como la ocupación del tiempo sobrante tras la realización de nuestras obligaciones—, y que lo sitúe como un lugar en el que poder completar nuestro desarrollo personal puede ser clave para esta generación tan frágil. Y dentro de ese tiempo libre, el desarrollo del ocio va a ser fundamental.
Manuel Cuenca nos recuerda que el concepto de ocio ha evolucionado desde una concepción basada en las diferentes prácticas que una persona realizaba en su tiempo libre hasta el desarrollo de un ocio valioso, «con valores positivos para las personas y las comunidades, basado en el reconocimiento de la importancia de las experiencias satisfactorias y su potencial de desarrollo social». Se trata, más que de una evolución histórica, de un proceso personal, de autoconocimiento y de participación en la comunidad. Las personas que experimentan dicha evolución pasan de un ocio basado en el entretenimiento, lúdico, a un ocio activo y comprometido con la sociedad.
Pero nosotros vamos un paso más allá. Como decíamos anteriormente, solo se puede ayudar a los adolescentes y jóvenes si se les acompaña en su búsqueda identitaria. El ocio no solo puede considerarse desde el punto de vista del desarrollo de los valores, elemento que también es esencial y que es necesario trabajar, pero este tiempo puede además servir para que la persona se sienta íntegra, sea capaz de reconocerse en todas sus dimensiones. Como muy bien expresa Parker Palmer en El coraje de enseñar:
«Cuando hablo de identidad, me refiero a un núcleo que evoluciona, en el que todas las fuerzas que constituyen mi vida convergen en el misterio del yo: mi herencia genética, la naturaleza del hombre y de la mujer que me dieron la vida, la cultura en la que he sido educado, las personas que me han apoyado y las que me han herido, lo bueno y lo malo de mis actos y sus repercusiones en los demás y en mí mismo, la experiencia del amor y la del sufrimiento…».
Y podríamos continuar la cita incluyendo el sentido de mi existencia, o incluso la experiencia de la revelación. Todo mi yo forma parte de mi identidad, y por eso necesito descubrirlo y aprender a quererlo. Solo así podré aprender a perdonarme y seré capaz de emprender nuevos retos.
Por todo ello, entendemos que el ocio puede servir como una herramienta para que la persona no solo se desarrolle en lo personal y en lo social, sino que también lo haga desde una esfera espiritual. Los proyectos de pastoral lo han integrado a lo largo de los años, y ahora, justamente ahora, en una época de encrucijada de nuestra sociedad, es cuando más sentido cobran y cuando más importantes son para las generaciones venideras. ¿Quién no recuerda una experiencia catártica en la adolescencia o juventud formando parte de una pastoral? A través de los campamentos de verano, de las Pascuas, de los cursos de monitores, de las actividades solidarias o de las acciones de voluntariado, por poner algunos ejemplos, el joven se va descubriendo, conociendo sus límites, entendiendo que tiene una responsabilidad para con la sociedad y, en definitiva, acercándose a Dios y sintiendo su presencia en la tierra.
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RPJ 544 – septiembre 2020 – En busca del ocio integral – Andrés Sánchez
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