Fernando Negro
Miro hacia atrás y me siento parte agradecida del misterio de la acción de Dios en mi vida. Lo entiendo todo y a la vez no entiendo nada. Lo entiendo todo porque he sido capaz de guardar dentro de mí el misterio de un Dios que se me hizo el encontradizo y me sorprendió con sus requerimientos. Así he ido avanzando entre la niebla de lo inefable y el viento de la sabiduría del Espíritu Santo que se apoderó de mí.
En el plan del Dios, sin yo quererlo yo fui una pieza para que se cumpliera el sueño de Dios en la humanidad. Un sueño bello y hermoso cuya realización contaba con un sí. No acababa de entenderlo, pero Él me educó y me entrenó para decirlo cuando en aquel amanecer en Nazaret, le dije al Ángel Gabriel que se hiciera en mí según Él lo había planeado.
Sentí entonces que el mismo Espíritu penetró mis entrañas. Todo mi ser quedó extasiado en un no sé qué que queda balbuciendo; en una extraña sensación de pequeñez que me hacía grande. Era la voz de Dios que se hacía silencio mientras la Palabra, mi hijo a quien pondría por nombre Jesús, acababa de entronizarse en mi vientre.
Nueve meses dentro de mí. Sí nueve meses en los que mi vientre acomodó al Hijo de Dios. Dios hecho historia humana, el Dios que aprendió, a través de la historia, a hacerse humano para que todos nosotros podamos divinizarnos por medio del amor. Nueve meses de confianza y serenidad, de consuelo y abandono profundo en el Dios que nos salva.
Pero también fueron nueve meses marcados por el dolor y la ansiedad, pues aunque José y yo estábamos prácticamente casados, no podíamos vivir juntos. Al verme encinta, yo no sabía cómo explicarle lo que había pasado. Para él era una pesadilla solamente el pensar que aquella criatura podría haber sido fruto de una infidelidad. Me creía, sí, pero humanamente era demasiado para ser aceptado.
Tuvo que pasar un tiempo, hasta que en un sueño el Ángel le aseguró de que aquel hijo de mis entrañas era fruto del Espíritu Santo. Sintió entonces el consuelo de Dios que regala a quienes se abandonan a sus planes. Fue para ambos, para mí y para José, una auténtica experiencia mística en medio de la Noche Oscura que nos preparó para el hermoso amanecer de Dios en nuestras vidas de pareja y en la historia de la humanidad. Y desde entonces ya nada es igual.
Juntos recibimos el don de aquel hermoso niño que fue nuestro hijo, aunque primero y para siempre, era el Hijo de Dios. Y lo educamos al mejor estilo judío, siendo ante todo testigos de todo lo que de palabra le íbamos enseñando. Fue para nosotros una evidencia que los niños/as sólo aprenden lo que de verdad ven en los mayores. Ellos no obedecen sino que principalmente imitan.
Sufrimos mucho, claro que sí. Sufrimos la pobreza, la inseguridad, la persecución, el exilio, el anonimato… Pero la certeza de que Dios no nos abandonaba era nuestra fortaleza absoluta, el bastión de nuestras vidas. Por eso, cuando Jesús cumplió los doce años edad y dio el signo final de su desapego de nosotros, yo guardaba en mi corazón las palabras que salieron de su boca al encontrarlo en el Templo de Jerusalén al tercer día: “¿No sabéis que he de dedicarme a las cosas de mi Padre?”
Y así, guardando las voces misteriosas de parte de Dios en mi corazón, supe ser esposa y madre, dedicada en cuerpo y alma a la tarea de fidelidad absoluta al plan de Dios. Cuando Jesús estaba a punto de comenzar su vida pública, mi esposo José falleció. Lo enterramos de manera sobria, en un ataúd de madera de pino que Jesús mismo construyó. Y así me quedé viuda, con un hijo a quien poco a poco veía crecer, resaltándose en él una veta que ya no era puramente humana. ¡Era totalmente divina!
Y Jesús salió de casa. Hablaba del padre del Cielo, del reino que estaba ya entre nosotros, de una vida nueva que evidenciaba que el Amor, a través de Él, puede cambiarlo todo y hacerlo de nuevo. No fue difícil entender a mi hijo, pues yo misma había experimentado lo que Él decía, desde el día en que lo concebí en Nazaret. Pero, como madre, sentí el dolor amargo de la despedida.
Nunca me perteneció, lo sabía. Pero aprendí a base de jirones que iban desgarrando mi ser entero. Finalmente, junto a la cruz, contemplando a mi hijo moribundo, comprendí el misterio más bello y profundo que jamás pudiera haber imaginado: Jesús me hizo madre de la Iglesia al darme al discípulo amado como hijo. Las lágrimas de dolor que hasta entonces derramaban mis ojos se mezclaron con las de un gozo insostenible que salía de mi corazón.
Al expirar Jesús su último aliento, tras la exclamación de “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”, recordé mi sí incondicional cuando de bruces exclamé a través del Ángel: “He aquí la esclava del Señor. Que se haga en mí según Él lo quiere”. Y en una empatía total con mi hijo amado, exclamé juntó con Él: “¡Todo se ha cumplido!”
Ahora quedaba la resurrección. Yo lo sabía, no tenía ninguna duda. Por eso hay quien me llama “la primera testigo de la resurrección”. Y en verdad lo soy, aunque en los evangelios no quede constancia alguna de la aparición de mi hijo. No la necesité. Verlo clavado, tomarlo en mi pecho tras el descendimiento, lavarlo y embalsamarlo mientras lo depositábamos en la tumba, fueron para mí partes de un ritual progresivo que, bien lo sabía, acabaría en la bella noticia de que resucitaría.
Miro hacia atrás, y mi alma sigue glorificando al Señor que se ha fijado en la humildad de su sierva. Soy Madre de la Iglesia, llena de la gracia del Espíritu que en Pentecostés irrumpió en cada uno de los creyentes y sé que la causa de mi hijo jamás se acabará, hasta que finalmente quede vencido para siempre el dragón de la maldad que acecha por doquier. En mi hijo Jesús Resucitado, el poder del pecado, de la ignorancia y de la muerte, ha quedado vencido para siempre.