Algo en lo que he pensado mucho durante estos meses es en el valor del tiempo…
Repentinamente nos quedamos en nuestras casas y nuestros horarios y rutinas se vieron transformados por completo. Aunque muchas de las cosas que hacíamos pudieron continuar gracias a los medios telemáticos, también surgieron espacios desconocidos: una tarde sin saber qué hacer, la necesidad de apagar pantallas por puro cansancio o la sensación de querer dar sentido al día que empezaba (“¿Qué hago hoy?”).
Tantas veces hemos sentido que vivimos demasiado rápido, con demasiadas cosas, quizás quejándonos o expresando el deseo de parar un poco. Y de repente la naturaleza nos ha ofrecido un parón inevitable.
¿Qué hemos aprendido con todo esto? ¿Volveremos a nuestras andadas? ¿Retomaremos de nuevo ese ritmo con el que tanto hacíamos, pero tan vacíos nos dejaba a veces? ¿Necesitamos que este mundo vaya tan rápido? ¿En qué se me va el tiempo?
Yo he caído en la cuenta de que necesitamos acompasarnos al ritmo de Dios. Dios tiene una forma de estar en este mundo, pero cuando vivimos tan desacompasados somos incapaces de conectar con él. Está el tiempo de Dios, y está nuestro tiempo. Y a veces no tienen nada que ver el uno con el otro. Y a veces, siento que se conectan y se acompasan. Y es ahí cuando percibo lo inmensa y profunda que es la vida. Cuando me asomo a lo infinito. Cuando siento que me llena la vida que vivo.
Estos meses hemos pensado, hemos rezado, quizás más que otras veces. Y nos habrán surgido nostalgias, anhelos, deseos profundos… Era el tiempo de parar. Y cuando paramos podemos escuchar mejor, ver mejor.
Ojalá que aprendamos de todo esto a amar más el tiempo que tenemos entre manos, a vivir cada minuto, cada segundo, como un pequeño regalo. A dejar que el tiempo se nos llene de Dios…
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