SIEMPRE JOVEN, SIEMPRE EN DIÁLOGO. SER IGLESIA, FIDELIDAD CREATIVA – Chema Pérez-Soba

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Chema Pérez-Soba

chema.perez@cardenalcisneros.es

Uno de los grandes desafíos de la Iglesia hoy es, sin la menor, duda, ser significativa para los jóvenes. ¿Hay que derribarlo todo para construir algo radicalmente nuevo? ¿Sustituimos lo religioso por lo «espiritual», que suena mejor? ¿Nos quedamos cerrados en nosotros mismos para mantener la pureza ideal de lo recibido?

Quizá sea este uno de los puntos más importantes hoy, la relación entre novedad y tradición. Nuestra sociedad de consumo privilegia la novedad, lo innovador, lo diferente. La capacidad de sorprender al consumidor hace que se despierte su interés y que se le pueda colocar el producto, aunque, a veces, sea el mismo de siempre. Es curioso cómo marcas ya veteranas añaden a su empaquetado el eslogan «nueva fórmula», «receta mejorada». Si uno se para a pensar, parece decir que la anterior, la que llevas comprando de toda la vida, no era buena… 

Este es el problema. No es cierto que todo sea siempre nuevo. Es verdad que todo cambia, pero de igual manera, siempre somos herederos del pasado. Como decía Issac Newton, si podemos ver lejos es porque estamos subidos en hombros de los gigantes que nos antecedieron. No trabajaríamos por una sociedad igualitaria sin el sacrificio de las sufragistas o defenderíamos los derechos humanos sin el trabajo constante de multitud de personas que nos han abierto camino. Olvidar que nuestro sistema de libertades no ha salido de la nada, sino que ha sido el fruto de muchas vidas comprometidas es el primer paso para perderlo.

¿Hay que derribarlo todo para construir algo radicalmente nuevo?

De hecho, la necesidad de lo nuevo por lo nuevo tiene implicaciones evidentes. En palabras de Günther Anders, la obsolescencia programada de los productos de consumo puede acabar en la misma obsolescencia del hombre: la generación anterior es excluida, aparcada y olvidada, en una espiral cada vez más rápida. Todo debe redescubrirse en una carrera por el presentismo que no acaba nunca. 

Quizá por ello, vivimos en nuestra Iglesia un movimiento, presente desde hace mucho, pero con «nuevas» fuerzas, que reacciona considerando que, frente a ese afán por lo nuevo, todo debe quedar congelado en el tiempo y que cualquier cambio es el mal. Ya está todo dicho y dicho para siempre, solo nos cabe repetir con toda fidelidad lo recibido. El mundo es el mal y, desorientado, debería escucharnos. Nosotros no tenemos nada que aprender de él.

Sin embargo, nuestra tradición, nuestra sabiduría cristiana nos aporta otra forma de ver la realidad, diferente de las dos anteriores. La dos gran palabras para comprenderlo son Tradición y Pueblo de Dios, que se integran en Sínodo.

Es verdad que «tradición» nos puede sonar fatal, pero si nos fijamos con más atención, tiene un significado diferente al que parece. Traditio en latín significa «transmitir algo de tu posesión a otra persona». Y eso es lo que es la Iglesia. Si somos Pueblo de Dios en camino, cada generación es consciente de que recibe el legado de la anterior, conservando entre todos el depósito de la fe, la verdad de Jesús, el Cristo, convocando a toda la humanidad a cumplir el sueño de Dios, profetizado por Isaías: todos los pueblos de la tierra en torno a la misma mesa, compartiendo los mejores alimentos y el vino bueno… y Dios enjugando todas las lágrimas (Is 25,6-8).

Ahora bien, esa transmisión, si es pasar la propiedad, requiere una recepción creativamente fiel. Así ha sido siempre. No podemos recoger las monedas y enterrarlas en el suelo, porque no producen y se oxidan. Y, al final, vendrá el dueño y nos preguntará por qué le devolvemos lo que nos dio: y hasta eso se nos quitará (Mt 25,14-30), porque recibimos para multiplicar.

Un papa en verdad revolucionario dijo que «los cristianos creemos en la Tradición, no en la costumbre». Era san Gregorio Magno en el final del siglo VI, hace un milenio y medio. Pues después de tanto tiempo todavía confundimos tradición con costumbre. Y no es lo mismo. Ser fiel a lo recibido es hacerlo vida hoy, en cada contexto cultural y lanzarlo hacia un futuro nuevo. Es recorrer nuestra parte del camino como Pueblo. No podemos quedarnos sentados, sino dar el siguiente paso, el nuestro, y dar espacio para que la siguiente generación dé el suyo propio.

Somos Iglesia en camino y, justo por eso, somos una Iglesia intergeneracional

¿Cómo hacerlo? El Vaticano II y nuestra Tradición nos lo señalan: somos Iglesia docente, que enseña y proclama ante el mundo a Cristo Verdad y, justo por eso, somos Iglesia discente, que aprende del Espíritu para seguir recorriendo el camino hacia la plenitud del Reino. Y ese Espíritu, que sopla donde quiere (Jn 3,8-15), nos habla también en las culturas, en las filosofías… y en los jóvenes, que crecen en otros contextos culturales, que recrean la tradición y que caminan con nosotros.

Esa es la gran propuesta bíblica: si somos un Pueblo, recordamos nuestras historias y las releemos, las hacemos nuestras para poder seguir caminando. Solo así encuentra Israel esperanza en el exilio: «¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: Ya está en marcha ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, senderos en el páramo» (Is. 43,18-19). Israel mira al pasado y contempla el milagro de la liberación. Dios nunca nos dejará, sino que renueva su compromiso contigo y volverá a liberarte, volverá a abrir caminos en el desierto.

Así pues, si somos Iglesia en camino, si somos fieles, recogemos la Tradición y la hacemos nuestra, escuchando al Espíritu que sopla donde quiere. Así que no, no elegimos entre novedad y continuidad. Asumimos lo que somos y, a la vez, nos dejamos sorprender por los nuevos senderos que Dios quiere para nosotros.

Somos Iglesia en camino y, justo por eso, somos una Iglesia intergeneracional, en la que los jóvenes tienen su palabra, real, suya. Y, escuchándolos, aprendemos unos de otros. Y escuchamos a los mayores, que tienen su sabiduría y su palabra, y escuchándolos, aprendemos unos de otros. 

Por eso, toda comunidad cristiana debe tener sus espacios de encuentro y convivencia, de sentarse y discernir juntos. Si los jóvenes son nuestros clones, va mal la cosa, no harán suya la tradición. Si dejamos fuera a los mayores, mal, olvidaremos su sabiduría. Juntos somos Pueblo.

Si somos Iglesia, como insiste el papa Francisco, «todos caben». Y así, juntos, en diálogo creativo, podemos dar el siguiente paso y ser en verdad fieles a la traditio. Una persona mayor que vive entre jóvenes se sabe joven. También debe ser así entre nosotros. Hay carteles que señalan que algo está «cerrado por reforma». Nuestra Iglesia está «abierta por reforma», porque está en reforma constante, siempre, fiel a Dios, en camino del Reino de la plenitud al que nos convoca. 

Ese es el espíritu del proceso sinodal que vivimos y que tiene vocación de convertirse, no en una coyuntura, sino en nuestra forma de ser Iglesia. Caminamos hacia el futuro juntos, diferentes e iguales, jóvenes y mayores, consagrados, presbíteros y laicos, mujeres y hombres, aportando lo que somos. La imagen del Sínodo lo representa con mucha fuerza: en camino, diferente e iguales, con un espacio para todos. Nadie queda obsoleto, nadie queda fuera.

¿Son así nuestros procesos pastorales? ¿Hay espacios de escucha libre? ¿Hay espacios de compartir mutuo? ¿Tienen los jóvenes su palabra de verdad o solo puede aprender y repetir los que les decimos? ¿Tienen los mayores su palabra o han quedado fuera por obsoletos? ¿Tenemos todos la palabra? ¿Somos una iglesia sinodal, que camina junta?

¿Somos una iglesia sinodal, que camina junta?