Serie Camino a la Felicidad – Fernando Negro

Fernando Negro

La felicidad no se compra ni se vende, tampoco la regalan. Felicidad es llegar a ser lo que de verdad podemos ser, desde el centro personal al que llamamos el yo real. Vivimos muchas veces desterrados de nosotros mismos. El día en que nos encontremos y nos reconciliemos con lo que somos, la felicidad irá amaneciendo como el sol al otro lado de las montañas, tras la noche.

En cierta ocasión, Teresa de Ávila, habiendo llevado una vida desintegrada y mediocre, leyendo el libro de las Confesiones de San Agustín, donde da cuenta de su conversión, Teresa rompió en lágrimas llena de desolación interior. Era el efecto de la cirugía interior a la que el Espíritu la estaba gradualmente sometiendo. En el fondo, iba poco a poco emergiendo el yo real donde reside la imagen divina, el ADN de nuestro mapa existencial.

Ella misma, haciendo eco de esa experiencia, escribe: ¨ ¡Cuánto sufre una persona, Dios mío, cuando pierde la libertad para llegar a ser ella misma! ¡Por cuántos tormentos pasa! Yo no sé cómo pude haber pasado por todo aquel tormento. Le doy gracias a Dios por haberme dado la vida para levantarme de aquella muerte.¨[1]

La experiencia de la felicidad se conecta con la experiencia de ser uno mismo. Sin embargo vimos en una cultura de la fragmentación, donde nos vemos a nosotros mismos como en un espejo roto, nos quedamos con un fragmento y hacemos de él el todo de lo que somos, olvidando que solamente es eso, un fragmento.

Ser uno mismo es observarse para conocerse, conocerse para integrarse a través del auto-perdón, y aceptarse para experimentar la libertad que nos lleva al amor. En el fondo, la experiencia de la felicidad se conecta con la espiritualidad de manera asombrosa. Quien vive la certeza de una Presencia que le abraza y le acepta, siente una libertad interior que le hace estallar de gozo y alegría. Es el gozo del que se sabe amado incondicionalmente. San Pablo lo expresó así:

¨Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta. Todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra y el Dios de la paz estará con vosotros.¨[2]

Cuando estamos bien centrados acerca de la felicidad que buscamos, no nos permitimos vivir de cualquier manera. En cierto modo, aunque la felicidad no se compra, sí que hay que conquistarla y conservarla por medio de una vida congruente con la dirección o sentido vital que queremos imprimirle. El Salmo 1 nos lo recuerda con estas palabras:

¨Dichoso el hombre
                            que no sigue el consejo de los malvados,
ni se detiene en la senda de los pecadores

                             ni cultiva la amistad de los blasfemos,

                            sino que en la ley del Señor se deleita,
y día y noche medita en ella.
Es como el árbol
                             plantado a la orilla de un río
que, cuando llega su tiempo, da fruto
                             y sus hojas jamás se marchitan.
                             ¡Todo cuanto hace prospera!

                            En cambio, los malvados
son como paja arrastrada por el viento.

                            Porque el Señor cuida el camino de los justos,
                             pero la senda de los malos lleva a la perdición.¨[3]

 

[1] ¨St. Teresa of Avila, Collected Works¨, Vol II, Translated by Kieran Kavanaugh and Otilio Rodríguez, ICS Publications, Washington DC, 2002, p. 103

[2] Fil 4, 4-9

[3] Salmo 1, 1’6