SER JÓVENES, JÓVENES LLAMADOS A SER – Óscar Alonso

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El ser humano ha recibido a lo largo de los tiempos diversas caracterizaciones en función de la evolución de sus peculiaridades antropológicas fundamentales: homo habilis, homo erectus, homo antecessor, homo sapiens, homo discens, homo faber, homo sociales, homo religiosus, homo fabulans, homo publicus, homo economicus, homo ludens, homo videns, homo sperans, homo negans, homo capax, homo botellonis, homo digitalis, homo tatuensis, homo somaticus…

Y los jóvenes de hoy no escapan a esta multiplicidad de calificativos que se dan cita en muchos de ellos, antes o después, de un modo permanente o puntual, por razones de sentido o simplemente por razones de pertenencia, aceptación y sentido de grupo.

Ser joven no es algo que se pueda elegir: se es joven en una época de la propia biografía y esa época pasa, como todas. Luego uno puede decir aquello de «me siento joven» o «ya quisieran los jóvenes sentirse tan joven como yo me siento a mis cuarenta y tantos», pero la verdad es que ser joven es lo propio de una etapa vital preciosa, preñada de búsquedas, de experimentación, de emociones nobeles, de un cierto descontrol, de una constante prueba sobre los límites propios y ajenos, de una vitalidad sinigual, de una libertad que se desborda por doquier y que nos hace saborear, aunque sea a ratitos, que esto de vivir es algo extraordinario. Extraordinariamente complejo, divertido y repleto de desafíos a los que responder. Y en las respuestas los fundamentos de lo que mañana llegará, se construirá y constituirá la raíz de lo que seremos.

Ser joven comporta irremediablemente responder a una llamada: la llamada a ser. Una llamada vocacional, irremplazable, profunda, que requiere respuestas, que nos conforma y que esboza un proyecto de vida u otro. Una llamada que permanece en el tiempo. La antropología cristiana afirma que los seres humanos estamos llamados a ser siempre más. En la juventud esta afirmación es, si cabe, más evidente aún.

Ser, ¿pero ser qué? ¿Ser con quién? ¿Ser para quién? ¿Ser desde dónde? ¿Ser entre quiénes? ¿Ser hacia dónde? ¿Ser hasta dónde? ¿Ser para qué? ¿Ser según quién? ¿Ser sobre quién? ¿Ser tras de quién? ¿Ser mediante qué? ¿Ser versus quién? Ser jóvenes, jóvenes llamados a ser.

Ser desde la conciencia de que somos. De que somos seres humanos sociales. Somos seres que necesitamos a los otros y que con los otros somos lo que somos. En algunas entrevistas televisivas o en la presentación de personas de un cierto renombre a veces se escucha eso de «es un hombre o es una mujer que se ha hecho a sí misma». Es verdad que lo que se querrá decir es que ha trabajado mucho para ser lo que es, pero en ningún caso eso significará que no ha necesitado a nadie para llegar a ser lo que es y estar donde está. Los seres humanos somos con los otros. Es más: los seres humanos somos si están los otros. Solos, tenemos poco fundamento, menos futuro y casi ningún horizonte. Sin embargo, la vida nos dice que somos el fruto de muchas uniones, que nuestra vida es una suma infinita de otras vidas, momentos, oportunidades, talentos, milagros cotidianos… Lo que somos es fruto de ¡tantas cosas!

Los jóvenes están llamados a ser. Y en ese itinerario de crecimiento participa en primera línea el cuerpo. Un cuerpo que es punto de partida para la espiritualidad. Cuerpo y espíritu no como realidades yuxtapuestas ni opuestas, sino como dimensiones interrelacionadas de la totalidad del ser lo que cada uno es.

Para un joven es especialmente importante integrar en el propio cuerpo la espiritualidad: una espiritualidad integradora, como afirma Helena Teresinha Rech, «que es más del sabor que del saber, del afecto y el corazón que de la razón, que abre espacio para lo simbólico, la poesía, la belleza, el arte, la danza, la expresión corporal, y la relajación».

El mundo juvenil y de los jóvenes a menudo es noticia por cómo maltrata el propio cuerpo: alcohol, drogas, excesos a todos los niveles, confusión entre atracción y amor, entre afectos y otros sentimientos. Los jóvenes en ocasiones olvidan, o ni tan siquiera piensan, que el cuerpo todo sufre y se alegra, que en él quedan registradas todas las marcas de nuestra vida, de nuestra historia. Muchas veces se usa, se maltrata y se termina por olvidar la dimensión corporal.

Hay que acompañar a los jóvenes para que descubran el propio cuerpo como espacio de salvación, de justicia, de solidaridad, de acogida. El cuerpo no es simplemente un «organismo vivo» o una mera «exterioridad» o una simple «suma de funciones» o un mero «instrumento del espíritu». La conciencia de la propia corporeidad es fundamental para poder madurar. El cuerpo habla por sí mismo: siente, comunica, reacciona. Seguramente una tarea a llevar adelante sea educar a los jóvenes para que aprendan a escuchar al propio cuerpo que envía señales de vez en cuando, de modo que logremos que sepan parar, darse tiempo para escuchar el propio cuerpo que pide tregua, reposo, alimento, sol, silencio, música, convivencia…

Nuestro cuerpo humano, hecho de barro –vaso frágil y quebradizo– se transformó en el lugar privilegiado de la llegada y de la revelación del amor de Dios. Y ese cuerpo es en nuestra cultura objeto de culto: «La sociedad actual manifiesta un claro culto a la belleza del cuerpo, por cuanto Esta, en buena parte, condiciona y hasta determina, el placer, el éxito, amistades, sexo, etc.» afirma Enrique Gervilla Castillo. Debemos ayudar a los jóvenes a situar cada cosa en su sitio, a priorizar, a disfrutar de la vida viviendo, no tirando el propio talento por la borda. Ayudar a los jóvenes a ser y a descubrir la importancia de la llamada a ser lo que están llamados a ser, sin esclavitudes, ni cultos estériles, ni desequilibrios. Ayudarles a ser imagen de Dios, quien «lleva tatuado su nombre en la palma de su mano» (Is 49,16).

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