SEGUIR A JESÚS: CAMBIAR LA MIRADA – José María Pérez–Soba Díez del Corral

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Se ha dicho ya muchas veces y es verdad: a veces hemos moralizado demasiado la vida cristiana. Incluso en nuestros procesos pastorales insistimos en el «tenemos que…», «habría que…» lo que no es malo, pero esta insistencia nos puede hacer olvidar cuál era la propuesta de Jesús en estos temas.

No podemos olvidar que el centro del mensaje de Jesús no es cumplir unos mandamientos. Su mensaje no es que «seamos buenos», sino que aceptemos que Dios Abba reine en nuestra vida y que, por tanto, nuestro punto de vista, nuestro «corazón», en el sentido bíblico, nuestro centro existencial, quede orientado por Dios. Y si Dios es Abba, Padre, tú y yo, aunque no seamos familia, aunque no tengamos ningún antepasado en común, somos hermanos y hermanas. Somos hijos del mismo (y único) Padre, Dios. Por eso, tú me importas. De ahí brota toda nuestra moral.

Es importante, a mi juicio, que transmitamos esta idea en nuestros procesos pastorales: la fuente de nuestra moral es sentirse «tocado» por el Reino del Dios de Jesús y, por tanto, cambiar el corazón. Solo desde ahí comprenden los jóvenes, y los no tan jóvenes, nuestra propuesta de vida.

Hay muchos ejemplos en los evangelios que nos pueden ayudar a explicar (y a explicarnos) esta verdad:

  1. a) El óbolo de la viuda: saber mirar lo importante de verdad (Lc 21,1–4)

Jesús está en el templo. Como se puede esperar, hay mucho lío: unos que compran, otros que venden, cambistas, animales… Los ricos llevan sus ostentosos bueyes al sacrificio o echan sus buenos dineros al cofre de ofrendas, lo que causa evidente admiración en los demás. Pues, en medio de todo eso, Jesús tiene ojos para otra cosa, en la que no se fija la gente: una viuda que echa dos monedas de cobre.

Esos son los ojos de Dios. Si tu corazón admite que Dios reine en él, cuando veo a mi hermana pobre desprenderse de lo que necesita para dárselo a Dios, se me conmueven las entrañas y quiero abrazarla. Desde el amor fraterno real, las legañas de lo ostentoso y de lo superficial se me caen como las escamas en los ojos de Pablo. Aceptar el reino es mirar de otra forma, entrañable, en la que lo sencillo y auténtico sabe a Dios.

  1. b) Zaqueo: saber mirar más allá de la presión social (Lc 19,1–20)

Jesús entra en Jericó, la gran ciudad, de las más antiguas del mundo, la de las grandes murallas derruidas por la voluntad de Dios. Es un público nuevo, que está expectante ante el que dicen que es un profeta o incluso el mesías. Zaqueo, jefe de publicanos y rico, que es un corrupto (fíjate cuando dice «devolveré cuatro veces más»: es reconocer la multa que la ley romana imponía para los corruptos), es de corta estatura y está subido a un árbol. Le ve Jesús y le ven todos los que han venido a conocer a Jesús. Es el momento perfecto para meterse en el bolsillo al pueblo. Solo hay que abroncar a Zaqueo, que se lo ha ganado a pulso, y decirle la verdad a la cara: corrupto, ladrón, desvergonzado. Y el público aplaude.

Pero es que, en mi corazón, donde reina Dios, Zaqueo es mi hermano («también es hijo de Abrahám»). Por eso, Jesús, desafiando el «qué dirán», no solo no le abronca, pese a tenerlo merecido, sino que come con él en su casa, como su familia, como su amigo. Normal que la gente murmure. Pero sucede el milagro. Zaqueo, conmovido ante la fraternidad del Reino de Dios, cambia de vida. Es mejor tener a Dios, padre de todos, en mi corazón, que tenerlo ocupado por el dinero y el poder. Y, si dejo a Dios entrar, los demás, incluso los que murmuran contra mí, son mis hermanos, por lo que parto con ellos la mitad de lo que tengo y asumo la culpa de mis delitos, sin necesidad de juicio ni de acusaciones. De verdad, ha entrado la salvación en esa casa. Ni Zaqueo era bueno, ni nadie esperaba nada de él… salvo Jesús. Como le quiero, siempre espero que mi hermano vuelva a casa.

  1. c) La parábola de los jornaleros: la prueba del algodón (Mt 20,1–16)

Tengo probado que esta parábola, que Mateo selecciona con cuidado para su comunidad judeocristiana, es la prueba del algodón de nuestra sensibilidad cristiana.

Claro, suelen decir, ¿cómo vas a pagar lo mismo al que trabajó todo el día que al que solo llegó al final? Es, evidentemente, injusto… hasta que miras con los ojos de la fraternidad de Dios.

De eso va la parábola: ves a tus hermanos, insisto, a tu propia familia, desesperados al caer el día, sin trabajo, sin nada que comer, sin nada que llevar a sus familias… ¿y no se te conmueve el corazón?, ¿no les llamarías a comer contigo, a que compartan tu cena? Pues ya entiendes la parábola. Lo que quiero, si acepto a Dios, es que vivan, que coman, que sean tan felices como lo puedo ser yo. Ese es Dios.

Dicho de otra manera, como quería dejar bien claro Mateo, no salva cumplir ninguna ley sin más. Pablo es hasta excesivo para dejarlo bien claro: «aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, sino tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,3). Salva Dios, que es amor.

Por eso, cuando Pedro pregunta a Jesús cuántas veces hay que perdonar (Mt 18,21–22), no responde «siempre». «Setenta veces siete», responde Jesús, jugando con el significado de los números bíblicos. Siete significa «perfección», es decir, no responde a la pregunta cuánto, sino cómo. ¿Por qué? Porque no importa cuánto, si perdonas muchas veces o pocas, sino cómo: 70 veces 7, es decir, perfecto, por perfecto, por diez… de corazón. Esa es la clave del Padrenuestro, cuando pedimos que Dios nos perdone como nosotros perdonamos. Porque si perdonamos por obligación, por cumplir una ley, y seguimos teniendo el odio en el corazón, no hemos logrado nada. Por eso pedimos a Dios que cumpla se cumpla su voluntad y que aceptemos el reino en nuestro corazón, para que brote el perdón, incluso más allá del dolor.

Esta es la clave de nuestros procesos pastorales: proponer espacios de encuentro con Dios, que conmueva nuestro corazón hacia la fraternidad universal.

 

 

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