El 8 de marzo, más de un millón de mujeres y hombres de todas las ciudades de España salieron a la calle con el fin de visibilizar el movimiento feminista. Entre las pancartas y los lemas coreados: «Somos el grito de las que ya no tienen voz», «Quisieron enterrarnos, pero no se dieron cuenta de que éramos semillas» «Avisa cuando llegues. ¡Ya hemos llegado!» «¿Feminismo? No, mejor igualdad. ¿Agua? ¡No, mejor H20!». La gran mayoría, palabras alineadas en la búsqueda de la igualdad de derechos y deberes entre hombres y mujeres, el rechazo a la violencia machista y la protesta ante la inseguridad y el miedo por la que todas y cada una de nosotras hemos tenido que pasar en alguna ocasión, solo por el hecho de ser mujeres.
Y en medio de tantas personas con tantos deseos distintos (algunos con los cuales, he de admitir, que no me sentía del todo identificada) no pude evitar preguntarme: «¿Habría participado Jesús en esta manifestación?» Entonces recordé una clase de historia, en la que el profesor nos explicaba la revolución que había significado, tanto para los esclavos, como para las mujeres, la aparición del cristianismo. Por primera vez, alguien ponía al mismo nivel a todos los humanos, ya que todos ellos eran hijos de Dios y, por tanto, compartían el mismo derecho a ser amados y la misma dignidad como personas. Al final del recorrido, tres horas después de que empezara la manifestación, me sorprendió que la gente siguiera gritando con una fuerza que parecía inagotable, inextinguible, insaciable…. y me vinieron a la cabeza las palabras de “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”, y me di cuenta de que Jesús, sin duda, estaría más que presente en ese deseo común de justicia que podía oírse en todos y cada uno de los gritos que se repitieron de forma incansable durante todo el día y cuyos ecos deben seguir resonando en nuestras conciencias.