La biblista Dolores Aleixandre decía a los argentinos que “no debió ser fácil para los discípulos acostumbrarse a las imágenes sorprendentes que empleaba Jesús en sus parábolas para hablar de su Padre. Él mostraba un Dios desprovisto de los atributos propios de la divinidad (inmutabilidad, equidistancia, impasibilidad…) y dominado en cambio por emociones propias de los humanos. […]
Eran imágenes a las que sus discípulos no estaban acostumbrados y por eso el Maestro necesitó mucho tiempo y mucha paciente insistencia para desalojar las viejas ideas que poblaban su imaginación. Tenían que consentir a que Dios estuviera más allá de lo que pensaban sobre él, se abriera paso en sus corazones y les revelara quiénes eran para él: son una tierra sembrada de semillas destinadas a dar fruto (Mc 4, 3-9) y existen en ustedes brotes de vida que la mirada del Padre descubre (Mc 13, 28-29). Lo que él ha sembrado en su tierra posee tal dinamismo de crecimiento, que germina y crece más allá del control de ustedes (Mc 4, 26-29). No anden preocupados por la mezcla de cizaña que hay en su vida, lo que a su Padre le importa es todo lo bueno que ha sembrado en su corazón (Mc 13, 24-30).
Es verdad que son pequeños e insignificantes como un granito de mostaza, pero esa pequeñez esconde una fuerza capaz de transformarse en un gran árbol en el que vengan a posarse los pájaros (Mc 4, 30-32). Quizá lleguen a la sala del banquete andrajosos y polvorientos, pero son comensales invitados y deseados, y el Rey que los ha invitado los espera con la mesa puesta (Mt 22, 1-14). Alégrense de poseer talentos y recursos a invertir (Mt 25, 14-30); están a tiempo de hacerse amigos de los que van a abrirles las eternas moradas (Lc 16,9), porque tienen entre las manos aquello en lo que se lo juegan todo: pan, agua, techo, vestido compartidos con los que carecen de ello (Mt 25, 32-46). Lo propio de ustedes es perderse (Lc 15,3), alejarse (Lc 15, 11-32), dormirse (Mt 25, 1-13), endurecer su corazón (Mt 18, 23-35), endeudarse (Lc 7, 41-43)…, pero Alguien cree en su capacidad de dejarse encontrar y volver a casa, estar en vela, ser misericordiosos, convertir en amor sus deudas. Y si los desea, persigue, busca y espera tanto, es porque son valiosos a sus ojos”.
El texto del evangelio nos sitúa en el encuentro de Nicodemo con Jesús. Seguro que aquel encuentro fue fructificando a lo largo de la vida de Nicodemo. En las horas bajas, en que se creía minusvalorado o ignorado, recordaba la insistencia de Jesús en que Dios no lo envió para condenar a nadie sino para salvar a todos. Esa era su gran esperanza y sabía que, aun cuando pasase por malos momentos, podía confiar en quien le acogió y le invitó a soñar en una vida eterna.
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será condenado, el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. (Jn 3,16-18)