La parábola del Samaritano hay que leerla continuamente. Mejor dicho, saber leerla y dejarse interpelar continuamente. Dos mil años de historia y siempre nueva. Cada joven que se acerca a ella debería comprender su radical provocación: no se trata de los que están cerca de mí, sino de mi capacidad para acoger, acercarme e interesarme por el otro.
Planteado así, supone asumir que mi vida será interrumpida una y otra vez, aquí y ahora, luego y más tarde. Porque siempre estaré viendo algo en lo que poner parte de mi tiempo y vida. Y una y otra vez, me incomodará.
Ahora, en serio, ¿qué sabes de la persona que tienes más cerca, de aquellos que te rodean? Los escolapios me enseñaron a rezar por mis alumnos. Mirar su foto cada día. Un par de alumnos cada tarde o noche. Preguntarme, mirándolos, qué necesitan, qué quieren, qué les pasa. Años haciendo esto, años sumido en la ignorancia más importante. Sé, cuando sé algo importante, muy poco o muy general. Casi nada. En muchos casos, ni sé qué tal les va el día, ni conozco a sus padres, ni percibo nada de sus cambios y experiencias.
Lo que sé de mi prójimo es qué lugar ocupa, dónde está, qué apariencia tiene y pobres rasgos de su personalidad, que sería incapaz de explicar, saber de dónde vienen…
Salvo que me haya hablado y yo le haya escuchado. En ese momento, la lógica de las apariencias da paso a algo más, trascendente en grado máximo, que quiebra la relación de “nada” en la que vivíamos y da paso a “algo” que ya nos une. El prójimo comienza aquí. No en la visión distante de la mirada, sino en la proximidad que da la palabra y la acción. El prójimo comienza aquí donde alguien, sin hablar demasiado, escucha, acoge, atiende, cuida, incluso ofrece salvación.