Oídos atentos
La palabra y el silencio entran en nuestro cuerpo por el oído. Ahí está el camino directo para la comprensión y la acogida, para la escucha respetuosa que permite a la otra persona ser ella misma, o la excusa perfecta para vivir la indiferencia, aunque sea sonriente, de la sordera que aprisiona la vida. Puedo escuchar o hacer que escucho. La sordera es cómplice de los ruidos alienadores y evasivos que solo permiten vivir «dignamente» a unos pocos.
Y es una tentación muy presente. Sonreír y afirmar con la cabeza, mientras espero mi turno para decir lo que ya sé que quiero decir; juzgar antes de escuchar, porque ya lo sabemos todo, estamos «de vuelta»; perdonar la vida al que «no sabe» y quedar siempre por encima del que quiso decirte algo. A veces corremos el riesgo de organizar espacios de escucha a los jóvenes que no son tales: son espacios para poder tenerlos reunidos y volverles a decir lo de siempre, o, más suave, para convertir nuestros oídos en filtros que, cuando ellos hablan, solo retienen lo que ya queríamos oír.
Saber escuchar no es fácil porque supone el silencio del «ego». Escuchar de verdad implica descentramiento, supone abrir el oído, exponerlo y disponerlo a una escucha hecha de acogida incondicional, sin juicio. La escucha debe hacerse desde las referencias personales y culturales de los que nos hablan, desde sus valores, sus emociones profundas, sus marcos de referencias para permitirles ser como son, sin necesidad de defenderse, porque se saben acogidos incondicionalmente.
Y no se puede acompañar sin acoger. Por eso, nosotros, que implicamos nuestra vida en la pastoral juvenil, dejamos que el Espíritu nos sugiera cómo convertir nuestro oído en discípulo de Jesús y de la vida.
El paso del Espíritu: Se levantó una suave brisa…
Saber escuchar la presencia del Espíritu de vida en el rumor que nos rodea cada día es algo que nos enseña de un modo sorprendente Jesús de Nazaret.
- Cuando la Palabra alcanza el oído lo transforma en oído de discípulo, no de maestro que se lo sabe todo. Para entrar en el discipulado de la vida hace falta escuchar las palabras y los silencios, los gritos y los susurros. Es necesaria la humildad del que quiere aprender del Espíritu. Frente a tantos gurús improvisados, no hay más que un maestro.
- Los oídos que acogen la Palabra escuchan su propio nombre como bendición. Son oídos en los que han resonado unas palabras fundantes: «Tú eres mi hijo amado en quien Dios se complace» (Mc 1,11) porque eres hijo o hija, no porque seas bueno.
- Esa experiencia nos devuelve a la vida con «oídos» nuevos, que se hacen discípulos de la vida, que saben aprender de la fraternidad del camino; oídos que no se cierran a las alegrías y dolores de nuestro mundo; oídos que saben escuchar la brisa suave que anuncia la presencia del misterio de Dios en la vida cotidiana.
- Ser discípulo es aprender a escuchar al Dios de la vida en las hermanas y hermanos del camino, sobre todo, aquellos que por haber sufrido más tienen mucho que enseñarnos. Esta sabiduría no se aprende en los libros sino a través del oído atento.
- Saber escuchar y no cerrar el oído al clamor de nuestro pueblo, del tiempo presente y de las relaciones actuales, es hacernos semejantes al Dios en el que creemos, cuya primera señal de identidad ante Moisés fue esta: «He escuchado el clamor de mi pueblo… conozco sus sufrimientos» (Ex 3,7) y Esta es la petición de Dios: «Este es mi Hijo, muy amado, escuchadle» (Mc 9,7).
Y Dios dónde está…
Dios, hoy, sigue hablando:
- En el rugir de la tormenta de hambre y muerte violenta en tantos pueblos de la tierra.
- En el grito de las mujeres violadas y embarazadas de muerte más que de vida.
- En los niños y niñas convertidos en mercancía de los que se usa y abusa sexual y laboralmente.
- En los cientos de voluntarios y voluntarias que en nuestros terceros y cuartos mundos nos muestran el lenguaje de la solidaridad.
- En cientos de hombres y mujeres anónimos que, desde la cotidianidad de la vida, allí donde están, luchan por la justicia, la fraternidad, hasta que la muerte o el secuestro, la distorsionan y la amenaza los saca trágicamente de su anonimato.
Un especialista en bienaventuranzas, J. Dupont, insistía en que estas son como «la prueba del algodón» de la presencia de Dios: si los que lloran son consolados, Dios está reinando, hay Reino de Dios; si los mansos heredan la tierra (y no los «duros» o resabiados de toda vida), Dios está reinando; si los pobres tienen la Buena noticia de que ya no van a ser pobres más, porque en la fraternidad del Reino su pobreza es inadmisible, Dios está reinando, al fin, en nuestras vidas, en nuestras relaciones.
Es la hora de escuchar la Palabra hecha cuerpo, hecha «vida entregada» y muchas veces también «sangre derramada», que nos habla en los movimientos cada vez más amplios de ciudadanos y ciudadanas que nos gritan que otro mundo y otra Iglesia son posible, en hombres y mujeres que no se contentan con el desorden establecido.
Ser seguidor de Jesús es, aun en medio de todos los ruidos que nos rodean, ser capaz de escuchar, porque sabemos que estamos en camino.