Respeta tu cuerpo. Lo he escuchado montones de veces en contextos eclesiales. Con distintas palabras y fórmulas, pero el mismo mensaje. Respeta tu cuerpo. No es que no esté de acuerdo con el lema. ¿Quién podría no estarlo? Pero me extraña la insistencia en el «tu» y las pocas veces que he escuchado a los jerarcas de la Iglesia pedirlo en tercera persona: Respeta «su» cuerpo. Me refiero, claro está, al cuerpo de las mujeres, convertido una y otra vez por los hombres en campo de batalla. La batalla por la victoria bélica en tantos lugares de conflicto en que se ataca a otra etnia violando a sus mujeres. La batalla por el poder, que somete a las mujeres mediante una vestimenta que las castra y las estigmatiza; o las invisibiliza y planta sobre ellas un inexpugnable techo de cristal en sus carreras o su realización personal; o las muele a palos a veces hasta asesinarlas. La batalla ególatra y mezquina por el placer, que las convierte en objetos sexuales. La batalla por el dinero, que justifica la desigualdad salarial, la explotación laboral, la utilización de sus cuerpos para una y mil cosas, como si fueran recipientes y poco más. No digamos la batalla frívola de la imagen… Y tantas y tantas otras.
Sí, las mujeres sabemos que nuestro cuerpo, demasiadas veces, no es respetado. Y sabemos también que, casi siempre, no es defendido más que por las mismas mujeres y unos cuantos hombres concienciados.
Y no hay que remontarse a situaciones tan dramáticas como una violación o un
episodio de violencia de género. No hay mujer en el mundo que no haya visto violentada su dignidad en algún momento con un comentario improcedente sobre su cuerpo, o percibido que alguien se acercaba demasiado o la tocaba sin ella quererlo. Un cachete en el culo, un roce incómodo, una mirada que desnuda… Un ataque en definitiva a la propia dignidad como ser humano de esa persona, que no es solo un trozo de carne, aunque sea vista a menudo como tal.
La Iglesia tiene una enorme deuda con las mujeres. Con su identidad, su autonomía, sus derechos, su sexualidad. Y quizás este sea el momento de admitirlo y repararlo. De pedir a ellos que nos respeten. A nosotras, nuestros cuerpos, nuestra dignidad. Como hizo Jesús de Nazaret, el amigo de las mujeres, Maestro también en esto.
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