Repensar la educación católica – Antonio Pérez Esclarín

La necesidad de repensar la educación católica. Seguir a Jesús, un camino a la plenitud.

Antonio Pérez Esclarín.

pesclarin@gmail.com      @pesclarin     www.antonioperezesclarin.com

Antonio PÉREZ ESCLARÍN es pedagogo, filósofo, educador y formador de formadores. En la actualidad dirige el Cento de Formación e Investigación P. Joaquín, coordina el Proyecto de Formación de Educadores Populares de la Federación Internacional de Fe y Alegría y es profesor investigador del CEPAP de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez de Caracas.

En sus libros encontramos pensamientos muy ricos nacidos de su propia experiencia, como este, dedicatoria de su libro “Jesús Maestro y Pedagogo”:

“A todos los maestros y maestras que se esfuerzan cada día por seguir los pasos de Jesús y trabajan con entusiasmo por gestar una educación y una pedagogía al servicio del desarrollo integral de sus alumnos”.

 La educación está en crisis y también lo está la educación católica. La crisis general del sistema educativo y el colapso de la mayor parte de las escuelas oficiales contribuye a ocultar la pobre realidad de gran parte de los centros educativos católicos. Ellos al menos funcionan y siguen siendo un refugio todavía confiable donde enviar a los hijos. Por lo general, aunque carecen de verdadera garra pedagógica y siguen atrapados en prácticas transmisivas y bancarias, todavía preparan mejor para ingresar a la universidad o para acceder a un puesto de trabajo, lo que de ningún modo implica que preparan también para ser mejores personas y buenos cristianos como proclaman todos los idearios y recitan todas las misiones y visiones de sus cartas de identidad y sus proyectos educativos. De hecho, gran parte de los centros educativos católicos sufren hoy de una gravísima crisis de credibilidad como colegios cristianos. Han hecho grandes esfuerzos por implementar las innovaciones tecnológicas y ciertamente se han preocupado por la formación continua y la profesionalización de sus docentes, pero, por lo general, tienen serias dificultades para traducir esa formación en nuevas relaciones y estructuras, o en creatividad pedagógica. Por lo general, siguen aferrados a la tradición y sin verdadero liderazgo para señalar los rumbos de la educación necesaria ni para constituirse en referentes de la nueva sociedad que se pretende.

Muchas son las razones que pueden aducirse para entender esta situación. Pero creo que el mayor problema radica en que no nos hemos planteado con suficiente seriedad y creatividad el responder la pregunta, en estos tiempos de postmodernidad y también de postcristiandad, cómo presentar la fe de una manera vital, como fuente de vida, de modo que suponga una verdadera conversión que se traduzca en un cambio radical de vida, según la propuesta de Jesús. Pareciera que la mayor parte de los centros educativos católicos presuponen que los alumnos y sus familias tienen fe, son de hecho cristianos, y en consecuencia, se orientan a alimentar esa fe con cierta formación religiosa y la práctica de los sacramentos, pero no ayudan a los jóvenes y sus familias a replantearse la fe como opción personal, más que como tradición cultural, que les lleve a “gritar el evangelio con sus vidas”, a ser testigos hoy de Jesús y su propuesta de conversión, de cambio radical de valores, de revolución profunda del corazón.

Jesús sigue siendo hoy un gran desconocido, y los valores evangélicos no han penetrado ni están sembrados en el currículo, en la pedagogía, en las relaciones y trato, en el ejercicio de la autoridad y el poder, en las normas y reglamentos, en las evaluaciones …Un centro con estructuras jerárquicas y relaciones autoritarias, que excluye a los alumnos más problemáticos o necesitados, que fomenta el individualismo y la excelencia académica sin preocuparse por la excelencia humana y cristiana, que en su currículo oculto fomenta el consumismo, las apariencias, la segregación y la discriminación, que no tolera la diversidad y las diferencias, que celebra con ostentación las graduaciones y fiestas…, no es ciertamente un centro cristiano, aunque en él se rece todos los días el rosario y se exija aprobar la materia de religión para continuar en él.

Ciertamente, es urgente que nos hagamos todos con la debida seriedad y profundidad la pregunta de qué significa que un centro educativo es hoy realmente católico. Todo centro educativo católico oferta y la concreta en su Carácter Propio y Proyecto educativo “una formación integral a partir de la concepción cristiana o evangélica de la persona”. Al objetivo general y común de toda educación de hacer buenas personas y buenos ciudadanos, la educación católica añade “buenos cristianos”. Se trata, en definitiva, de incorporar al hoy tan trillado concepto de calidad, el que sean cristianos de calidad.

El cristiano se define como un seguidor de Jesús. De ahí que los que nos llamamos o consideramos cristianos debemos comenzar por preguntarnos – y ayudar a preguntarse- con radicalidad y sin miedos, quién es Jesús para nosotros, qué significa seguir a Jesús hoy, en este mundo tan desquiciado. Si no lo hacemos, podría pasarnos como a los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13 y ss.), que no lo reconocían a pesar de que caminaba a su lado. Ellos añoraban al Jesús de sus sueños e imaginaciones, al Jesús Mesías glorioso de sus fantasías, al Jesús del que podrían aprovecharse para medrar en este mundo; no al Jesús real, al Jesús verdaderamente vivo que, porque había sido capaz de asumir su misión de hijo y de hermano con total radicalidad y entereza, había triunfado de la muerte. Tal vez también nosotros no estemos reconociendo ni siguiendo al Jesús verdadero porque seguimos empeñados en seguir al Jesús heredado de la fe familiar, un Jesús cómodo y sin verdaderas exigencias, que tiene que ver con ciertas prácticas, devociones y rezos, pero que no toca la entraña de nuestra vida.

Seguir a Jesús es proseguir su misión en la edificación de un mundo nuevo y en la construcción de la fraternidad. Hoy se define más claramente lo que es ser cristiano con un estilo de vida que con unas prácticas piadosas. Más con una persona de vida interior, de espíritu fuerte, que con una persona que acude a muchos actos religiosos. Más con la identificación de los valores evangélicos que con el “cumplimiento” de unas normas. Más con una búsqueda sincera de la verdad que con la aceptación ciega de cualquier afirmación que venga de la jerarquía. Más con el ejercicio de la solidaridad, del servicio, o la práctica del compartir, que con la recepción frecuente de los sacramentos. Más ciertamente con un hombre o una mujer buenos, eso que llamamos hombres o mujeres de Dios, que con alguien que oculta tras su vida de piedad, por muy grande que sea, un comportamiento poco amable y cariñoso con los que le rodean.

Podría ser que nos consideremos seguidores de Jesús, pero vayamos por otros caminos distintos a los de Él, caminos que no conducen a la vida, a llenar la vida de sentido, sino que conducen a la muerte, a botar o malgastar la vida. Hoy se nos proponen muchos caminos para encontrar la plenitud, caminos atractivos, llenos de luces, de destellos multicolores, de promesas seductoras, pero que no llevan al futuro nuevo, a sacudir la servidumbre del esclavo. Puede ser que nos suceda como a los apóstoles, que se empeñaban en impedir que Jesús subiera a Jerusalén para cumplir su misión de ser leal y coherente hasta la muerte pues, más que seguir a Jesús, querían que Jesús les siguiera a ellos.

Para saber si vamos por el camino correcto, debemos preguntarnos con quién estamos caminando y cómo es nuestro caminar. Si caminamos con los fuertes y triunfadores, con los que avanzan a grandes pasos atropellando a los demás, ciertamente no vamos tras las huellas de Jesús. El camino de Jesús es un camino contracorriente, un caminar que es locura para los sabios del mundo y escándalo para la gente religiosa. Es un caminar que, para los ojos del mundo, conduce a perder la vida, a malgastarla. Es un caminar colectivo, al ritmo de los más débiles y necesitados, que crea comunidad y conduce a la libertad. Un caminar que se detiene (es decir, está dispuesto a “perder su tiempo”) o da un giro para curar al herido del camino, al que se quedó sin fuerzas, al que ha perdido la ilusión o la esperanza, al que desfalleció de hambre o de dolor, al que no ve porque está ciego o cegado por los resplandores de la vida falsa, al paralítico incapaz de caminar.

En nuestra educación católica falta fe vital, testimonio, comunicación de experiencia, contagio de algo vivido de manera honda y entrañable. Necesitamos fe en los jóvenes y propuestas osadas que les den fe en la vida. No les transmitimos convicciones fuertes. Necesitan testimonios, palabras auténticas que sean refrendadas por la vida.. No podemos aceptar que la fe se relegue al campo de lo privado, como si no tuviera ninguna repercusión en la vida y en la sociedad. La fe es fuente de vida. Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de una manera responsable, digna y plena. Creer es descubrir a Alguien que nos hace vivir y nos mueve a vivir para los demás, a entregar la vida.

El gran reto hoy es irnos configurando como colegios verdaderamente evangélicos, levadura en la masa de la educación. Los centros educativos católicos deben entenderse y asumirse como verdaderas comunidades de aprendizaje y vida. De ahí que el modo de organización y de comunicación, de ejercer la autoridad y el poder, la forma en que se tratan los diferentes miembros de la comunidad educativa, el respeto a la diversidad y las diferencias, la responsabilidad y el compromiso con que cada uno asume sus tareas y obligaciones, la defensa de los derechos de los más débiles, la solidaridad y discriminación positiva que se practica en todos los recintos y tiempos escolares que privilegia a los menos favorecidos y estimula la pedagogía del amor y la alegría, la manea como se resuelven los problemas y se enfrentan los conflictos (la calidad de un centro educativo no se determina por si tiene o no conflictos, sino por el modo de resolverlos), los modos de celebración, trabajo y producción…, deben pensarse y estructurarse desde los valores evangélicos. Se trata, en definitiva, de transformar profundamente nuestros centros educativos para que se conviertan en semillas y también microcosmos de la nueva sociedad que pretendemos, del reino que proclamamos y buscamos.

Es imprescindible que los alumnos perciban en el centro educativo los valores que les decimos van a hacer más plenas sus vidas y ayudarles a ser más felices. En consecuencia, es imprescindible que nos vean motivados y felices en la vivencia de lo que proclamamos, que puedan ver en sus educadores fervientes y entusiastas seguidores de Jesús. Es por ello, urgente que los educadores cristianos recuperemos el talante festivo de nuestra fe, que nuestro modo de vida produzca admiración y atracción, ganas de imitarnos. En este mundo de tantas noticias y tan malas, los cristianos tenemos una Buena Noticia. Pero sólo si los demás experimentan que la Buena Noticia es en verdad Buena Noticia para los que la proclamamos seremos creíbles.