RELEYENDO EL BUEN SAMARITANO (LC 10, 25-37) – Íñigo García Blanco

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Íñigo García Blanco, i.garciablanco@gmail.com / @i_garciablanco

«Cuando se ama no se mira si el hermano herido o necesitado es de aquí o es de allá. El amor rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes. El amor permite construir una gran familia donde todos podemos sentirnos en casa. Es un amor que sabe de compasión y de dignidad» (FT 62)

Lo realmente sorprendente de la parábola es que representa el mundo al revés: un samaritano que cuida y se preocupa de un judío, medio muerto. Y esto resulta totalmente inaceptable para un oyente judío que, al oír la parábola, no tiene más remedio que identificarse con el malherido y aceptar que sea precisamente un enemigo suyo tradicional quien lo salva, o rechazar la historia por irreal.

En el reino de Dios no se separan los de dentro y los de fuera por su categoría religiosa. En la parábola, el samaritano no es el enemigo, sino el auxiliador y salvador, y el oyente no se identifica con el héroe, sino con la víctima. La parábola pone el mundo boca abajo. En la parábola, lo «milagroso» se hace posible. El amor solidario puede triunfar en la vida cotidiana.

La parábola presenta una doble contradicción: los que debían hacer la acción de auxiliar al malherido no la hacen y aquel de quien no se esperaba nada, la hace. El samaritano que no respeta la ley, cumple lo que está prescrito. El sacerdote y el levita que la respetan, no la cumplen. De los tres personajes, ninguno ha cumplido con el cometido esperado, pero lo importante es que el malherido ha recibido auxilio.

Esta parábola encarna la propuesta de solidaridad de Jesús de Nazaret, presentada en su formulación extrema: «el amor al prójimo como uno mismo debe llegar hasta el máximo, no tiene límites: amar hasta el enemigo».

El samaritano sufre con la víctima herida; experimenta una punzada dentro de sus entrañas, la cual lo mueve a atenderla «rápidamente» sin caer en exageraciones. Hace el gesto mínimo e inmenso de aproximarse al caído; se siente afectado por el lastimado y garante de su desamparo, ve al otro como hermano. La urgencia de tender la mano a quien lo necesita le pospone sus proyectos y le interrumpe su itinerario. La inquietud por la vida amenazada del otro predomina sobre sus planes y hace emerger lo mejor de su humanidad: un yo desembarazado de sí mismo. Fija la mirada y el corazón en el otro: lo mira cara a cara y lo atiende. No se preguntó si en el caso contrario hubiese ocurrido lo mismo, porque la respuesta es obvia; solo le importó responder cuanto antes al impulso que en su interior generó la situación de la víctima.

El sentir dolor por el sufrimiento ajeno es algo típico de Dios y de quienes comparten con él este sentimiento profundo y esta capacidad de situarse en las circunstancias del otro, para solidarizarse con él. Con esto, se puede decir que la acción y el comportamiento humano que más transparenta a Dios es la misericordia, la compasión.

La misericordia es la más precisa evidencia del acontecer bondadoso de Dios en esta historia sufriente. Dios reina en la realidad concreta del ser humano cuando se practica la compasión (sentir con el otro); de aquí que sea correcto afirmar, en el contexto de esta reflexión, que la misericordia (entendida no como un universal abstracto, sino patentizada e historizada en personas misericordiosas) se convierte en un nuevo lugar teológico, donde se da una concentración privilegiada de presencia de Dios; incluso, es un «lugar antropológico» porque donde se vive la misericordia se palpa de modo original y radical lo auténticamente humano.

Se puede esbozar la estructura básica de la parábola de la siguiente forma: situación dada (v. 30) y actitudes contrarias de indiferencia y negligencia (v.31-32); mirada atenta, compasión y acción curativa (v. 33-35).

¿Dónde está Dios en la parábola, si ni siquiera es mencionado? Dios está discretamente presente en el camino de Jerusalén a Jericó. Estaba en el herido esperando al sacerdote y al levita para que le celebraran el culto de la bondad y de la misericordia que acababan de realizar con solemnidad en el templo. Y estaba en las entrañas de quien se detuvo a ayudar al maltrecho. Dios estuvo en todas partes, sobre todo, en el samaritano, quien lo hizo manifiesto.

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Pie de foto: The Good Samaritan, Paula Modersohn-Becker.

Para llegar a Dios hay que detenerse junto a la persona, sea quien sea, la cual reclama atención, dedicación, respeto de su dignidad y el amor–cuidado que le corresponde.

Hacia afuera de nuestros círculos están los otros, muchos: las señoras que hacen el aseo en las residencias, los vigilantes, los tenderos, las personas mayores que son tratadas con indiferencia, sin darles compañía, tratados sin respeto, los que transitan por la calle, los que viven día y noche sin un hogar en el que refugiarse, cobijados por cartones y mantas, acostumbrados a la violencia de los minutos y las horas de las ciudades grandes, frías, vacías de misericordia. Personas indefensas ante las circunstancias de vida marginal que llevan, que nos interpelan en nuestra capacidad de sentir compasión y actuar, en nuestra capacidad de acercarnos y acompañar.

Alessandro Pronzato en su libro Tras las huellas del samaritano comenta:

«Aquel hombre, el Samaritano, iba de viaje. Seguro que no se dirigía al templo de Jerusalén. Aquel no era su templo. En el camino se desvió del itinerario programado para acercarse a un pobre desgraciado arrojado en la cuneta. Y así, sin darse cuenta, se allegó a Dios al aproximarse al hombre. Encontró al Dios invisible, hecho visible, al alcance de la mano, en la persona del extraño, del herido, de la víctima. Vio a Dios al ver al pobre y sentir compasión de él».

No se trata de saber «quién es mi prójimo», sino «de quién debo hacerme prójimo». El samaritano no se preguntó si el herido era su prójimo, más bien él se hizo prójimo del desgraciado, que además era su enemigo natural. No se tuvo en cuanta ni el parentesco, ni la simpatía, ni siquiera las sagradas normas de la legislación religiosa de Israel. Nada determinó ni condicionó la ayuda del samaritano; solo la necesidad urgente de quien estaba en apuros jalonó su actuación misericordiosa.

Esta es la propuesta: ¡Ver, sentir, acercarse y hacerse cargo (implicarse)!

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