Recrear la vocación – Silvia Martínez Cano

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Hay una canción cuyo estribillo dice así: «El Espíritu de Dios está hoy sobre mí, Él me ha elegido para proclamar la Buena Nueva a los más pobres, la gracia de su salvación». Dios nos elige todos los días para llevar a su plenitud su propuesta de Reino.

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Mira la imagen, Dios nunca nos abandona, siempre nos rodea, y nunca se va de nuestro lado, por más que nos alejemos de él y no queramos o no sepamos cómo encontrarnos con Él, siempre permanece con su presencia, nos rodea y nos llama (Christus Vivit 2). Podemos preguntarnos cuándo sentimos esa presencia que está a nuestro alrededor, el Espíritu que nos rodea y nos acompaña. El abrazo de Dios es pura gratuidad, no hay razones que tengan que ver con nuestro comportamiento o nuestros méritos. Dios nos abraza, y no espera a que nosotros demos el paso, lo da Él siempre (Evangelium Gaudium 24). Si Dios está siempre rodeándonos y abrazándonos, ¿de qué manera le acogemos nosotros y nosotras? Le acogemos haciendo real que «hemos conocido lo que es amor» y así «también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16). El amor de Dios es un amor que no aplasta o margina, es un amor que no se calla, que está vivo todos los días y no a ratos o seleccionando las personas.

Mira la imagen, el Espíritu de Dios que nos abraza, no es individual, es cosa de varios. La vocación, es decir, la llamada de Dios no se vive en soledad, sino que es compartida con otros y otras. No se puede vivir la fe individualmente, pues compartir nuestra experiencia de encuentro con Jesús nos fortalece en la misión de «da la vida». Juntos podemos descubrir que Jesús se nos muestra en los evangelios y que fue uno de nosotros, dice Francisco, joven (Christus Vivit 31). Cuida la amistad con los amigos y tiene compasión de los que están sufriendo. Podemos preguntarnos cómo vivimos la juventud de Cristo en nuestra vida. De qué manera somos activos, a veces intrépidos, y arriesgamos por el otro u otra.

En los otros podemos vislumbrar un sueño de fraternidad-sororidad (Christus Vivit 84). ¿Cómo podemos hacerlo?

  • Favoreciendo la expresión del otro, sin juzgar, escuchando lo que tiene que decir.
  • Ayudando a desarrollar las capacidades del otro para que las aporte al mundo
  • Fortaleciendo aquellas sensibilidades especiales como la artística, la búsqueda de armonía con la naturaleza o la inteligencia emocional para con los otros.
  • Acompañando en los momentos difíciles.

Mira la imagen, la presencia del Espíritu de Dios en nosotros nos insufla otra expresión, otro carácter, otra forma de estar. Tiene que ver con el encuentro con Jesús y su pasión por los pobres. Se vuelca en ellos y pone en práctica la acogida de Dios Padre. Lo hace apasionadamente, levantando la voz frente a las autoridades de su tiempo. No repara en tiempo ni en recursos, lo hace volcando todo su cariño sobre el que lo necesita, deteniéndose, sentándose, escuchando, y finalmente comiendo en la misma mesa. Podemos preguntarnos como vivimos esa pasión de Jesucristo en nuestra vida. Cómo aprovechamos cada momento para estar con el otro u otra, disfrutando de su persona, tan distinta a nosotros y con al que al fin coincidimos en tantas cosas. La pasión de Dios, su amor incondicional, es pasión libre, pero también pasión para hacer a los otros libres. Es pasión que cura y que ayuda a los otros a levantarse y andar el camino. Es una pasión que sabe de reconciliación y no de prohibición, de dar oportunidades y no de formular condenas. La pasión del Dios vivo nos hace ser valientes, para acoger y empoderar la vida de los otros y otras.

Mira la imagen, en muchas ocasiones nos sentimos incomprendidos. Socialmente no se entiende la gratuidad. Muchas veces sentimos, como Jesús, que somos descartados, incomprendidos o despreciados. Tenemos miedo del sufrimiento y nos sentimos frágiles cuando vienen imprevistos a llamar a nuestra puerta. Dios está también presente en esos momentos, y podemos dejar nuestra confianza en Él. Nos podemos preguntar cómo somos luz para otros y otras. También Dios nos llama a iluminar el camino de nuestras compañeras y compañeros, ser estrellas que titilan en su cielo para que la esperanza y la alegría conviertan la noche en un bello amanecer.

Para concluir, volvamos al estribillo de la canción. El reto de nuestra vocación es aceptar que somos elegidos para proclamar la Buena Noticia. ¿A qué estoy llamada? ¿A qué estoy convocado? Si alcanzamos «a valorar la belleza de este anuncio y te dejas encontrar por el Señor» (Christus Vivit 129) estamos siendo salvados, pues estamos disfrutando de la amistad con Cristo que nos libera. Será una experiencia que sostendrá nuestras vidas. Y la única forma de aceptar esta amistad es compartiéndola con otros, caminar juntos, para construir un presente y un futuro que alimenta el entusiasmo, hace germinar los sueños, suscita las profecías y hace florecer esperanzas (Christus Vivit 199).

La vocación se vive en comunidad, para aprender unos de otros y mantener vivo el corazón. Se trata de un modelo vocacional sinodal, pues valora todas las vocaciones y favorece un dinamismo de corresponsabilidad en la participación, pues el Espíritu está sobre todos nosotros. Solo «caminar juntos» descubrimos la riqueza de la variedad que compone la Iglesia de las llamadas y llamados, y la multitud de posibilidades que esta diversidad aporta al mundo.