Silvia Martínez Cano http://www.silviamartinezcano.es / @silviamcano
Existen dos dinamismos que ponen en movimiento los procesos de reciprocidad de la persona: la escucha y la empatía. Ambas habilidades, que se pueden entrenar, ponen de manifiesto la voluntad evangélica de querer vivir al lado del otro u otra, cuidándole y empoderándole.
Con ayuda de las preguntas de este texto iremos rellenado el interrogante que aparece en la imagen.
La empatía se puede definir como la capacidad de distinguir entre lo que la persona dice y nuestras propias reacciones o juicios. En este sentido una buena empatía construye una relación asertiva donde es fácil comunicar las diferencias entre personas, respetando la heterogeneidad en la forma de entender las cosas. Permite también descubrir qué preocupaciones hay detrás de las palabras, los gestos y las emociones de una persona. Multiplica nuestra capacidad de acoger los comportamientos diferentes o divergentes como algo propio de lo relacional, es decir, acoger lo que es diferente y, en ello, comprender lo que está sucediendo.
Me pregunto… ¿Soy empático o empática? ¿Trabajo mi empatía para mejorar mi acogida hacia los demás?
La asertividad influye profundamente en las relaciones sociales, laborales y eclesiales. Cuando la ejercitamos, adquirimos la capacidad de decir nuestras opciones, opiniones o sentimientos sin miedo o culpabilidad. Con la asertividad desarrollada asumimos la diferencia del otro u otra con menos prejuicios e interactuamos mejor con las personas que tienen alrededor.
Me pregunto… ¿Cómo desarrollo mi asertividad? ¿Soy capaz de decir la verdad en libertad desde el respeto y el cariño?
La empatía, junto con la asertividad, nos devuelve el derecho a ser tratados con respeto y dignidad. Con ella podemos expresar nuestros sentimientos y emociones sin miedo a sentirnos atropellados por los otros, de la misma manera que no invadimos la realidad del otro u otra y le tratamos con cariño. De esta manera se fraguan lazos de interdependencia que favorecen el cuidado del otro. Y, además, se desarrolla una responsabilidad sobre la vida de los otros, compartiendo preocupaciones, trabajos y proyectos, que nos hace hablar más del «nosotros» que del «yo».
Me pregunto… ¿Tengo capacidad de hablar «con verdad» al otro de forma digna? ¿De qué manera me hago responsable de la vida del otro?
La escucha es la capacidad de comprender lo que el otro u otra quiere comunicar. No siempre la persona está diciendo lo que dice, a veces se dicen palabras, pero los contenidos son otros. Para comprender bien qué es lo que dice en verdad el otro, es recomendable practicar la escucha activa. Es una escucha que tiene «voluntad de encuentro», es decir, no se queda en las palabras, sino que busca comprender lo que dice el otro, su situación y sentimientos. Pretende ser empática y colaboradora.
Me pregunto… ¿Cuándo escucho, acojo a la vez palabras y sentimientos? ¿De qué manera soy capaz de comprender lo que el otro me quiere transmitir?
La escucha permite negociar y hacer pactos que cuidan de la integridad del otro para que se sienta aceptado y querido. Los pactos nos protegen y nos ayudan. Para pactar es preciso reconocer que no siempre podemos tener éxito con nuestras intenciones. El pacto es siempre reconciliador, pues nos pone en disposición de un trabajo conjunto, de unas relaciones horizontales. A veces también es transgresor, pues al negociar unos intereses con otros produce una formula mejor para enfrentar el problema o circunstancia. No siempre estamos entrenados para hacer pactos. Hay que aprender a hacerlos. Las relaciones entre personas son complejas, por la gran cantidad de presiones: jerarquías, competencia, rivalidad…
Me pregunto… ¿Tengo habilidad para negociar y pactar? ¿Cómo me situó frente al otro cuando busco unos resultados? ¿Me abro, escuchando, lo que el otro tiene de singular en su propuesta?
Los pactos trazan lazos de reciprocidad. La reciprocidad establece criterios y condiciones que permiten respetar los espacios personales. Pero, además, los tiene en cuenta y reelabora las identidades de las personas que negocian, haciendo que la vida de la otra persona se convierta en un don precioso para la otra persona. Ejercitar la reciprocidad es trazar relaciones empáticas, que favorezcan la competencia en vez de competitividad, el servicio en vez de sometimiento a los intereses del otro.
La clave del éxito está en el tipo de relaciones que establezcamos en las comunidades creyentes. Jesús, nos invita a llamarnos «amigos y amigas» (Jn 15,15). Con las relaciones de reciprocidad la Iglesia recupera su carácter compasivo y profético, avanzando desde los márgenes al centro del cristianismo con el corazón dispuesto para el encuentro. En la medida en que vivamos sin sentirnos amenazados por la presencia del otro, dejando que los otros crezcan al mismo ritmo que crecemos nosotros, se irá construyendo una ekklesía de reciprocidad donde el apoyo, la compasión y la comprensión serán habilidades cristianas cotidianas.
Y yo me pregunto… ¿Cómo me llamo amigo o amiga de los demás? ¿Cuáles son las claves de mi reciprocidad?
La escucha es la capacidad de comprender lo que el otro u otra quiere comunicar
Con las relaciones de reciprocidad la Iglesia recupera su carácter compasivo y profético
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