RECONCILIACIÓN, UN VIAJE DE IDA Y VUELTA RPJ 557 Descarga aquí el artículo en PDF
Margarita Saldaña Mostajo
Religiosa de la familia espiritual de Carlos de Foucauld
Margarita Saldaña es autora de Evangelio diario 2023 (Ediciones Mensajero) y La mujer del perfume (Ediciones San Pablo).
¿Perdonas, pero no olvidas?
Si alguna vez te ha rondado esta sospecha, a lo mejor estás en el buen camino. Seguramente te parecerá lo contrario, porque hemos integrado la idea de que perdonar equivale a olvidar, a hacer tabla rasa y comenzar de nuevo como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, nuestra experiencia humana no deja de indicarnos que, en el complejo itinerario de la reconciliación, las cosas suceden de una manera distinta.
Casi sin darnos cuenta, nos encontramos sumergidos en la necesidad de reconciliación de un modo casi permanente. Y esto porque, según avanzamos en la vida, nuestras relaciones van quedando dañadas. Donde hay relación hay necesariamente roce… Es verdad que «el roce hace el cariño», pero muchas veces el roce también hace el daño y la herida.
El daño alude a un deterioro provocado, ya sea que se lo causemos a otra persona o que lo suframos en carne propia. Los rostros del daño son infinitos pues puede darse a cualquier edad y en cualquier faceta de la existencia. El daño produce un menoscabo en lo que somos, un detrimento en nuestro mundo personal y relacional.
Hay un daño que afecta a la integridad física, por ejemplo, cuando sufrimos una agresión que marca todo nuestro ser comenzando por el propio cuerpo: un abuso sexual, un robo con violencia, un accidente de coche provocado por alguien que conduce en estado de ebriedad, un atentado… Otras formas de daño, menos visibles pero también muy dolorosas, conciernen a la integridad emocional y afectiva: abandono, traición a la confianza, acoso y abuso de toda índole…
¿Será imposible perdonar allí donde tanto cuesta olvidar?
Las huellas que dejan tales actos son a veces imborrables; las cicatrices constituyen un recordatorio permanente del mal padecido. ¿Será imposible perdonar allí donde tanto cuesta olvidar? En ocasiones, para dar ánimos, nos dicen —o decimos—: «venga, hay que olvidar y seguir adelante». Sin embargo, ¿será positivo que intentemos olvidar cuanto antes y a cualquier precio?
En realidad, por mucho que queramos, el dolor no se olvida a la fuerza ni como resultado de un gran empeño. De hecho, esforzarse por borrar el daño de la memoria puede provocar un mal aún mayor. En aquel que causa el daño, olvidar va de la mano de negar la propia responsabilidad, dejar a la víctima abandonada a su suerte, rechazar la necesidad de restituir, cerrarse a sí mismo la posibilidad de la transformación interior.
En aquel que recibe el daño, empeñarse en olvidar puede encapsular un problema sin resolver ocultándolo en alguna zona recóndita y permitiéndole que se prepare para emerger en cuanto tenga la mínima oportunidad. Superar el daño, como curar una herida, requiere tiempo, coraje y ternura, paciencia, estancamientos y retrocesos, ayuda, palabra. Luchar por olvidar a toda costa impide que este proceso siga su curso y que la vida vaya siendo saneada para florecer de nuevo.
Más que de olvidar, pues, de lo que se trata es de abrirse a un por-venir que integra todo lo vivido como parte de la propia historia, incluyendo el daño producido o experimentado. Ese camino de la integración implica un viaje largo y fatigoso, mucho más costoso sin duda que una píldora de olvido fácil. Solo quien lo recorre hasta el final descubre que perdonar no es olvidar sino recordar con paz.
Perdonar no es olvidar sino recordar con paz
Nuestro hermano Caín
Muchos personajes bíblicos nos preceden en el largo viaje de la reconciliación. Cuando nos asomamos a los primeros capítulos del libro del Génesis, descubrimos que el proyecto de Dios queda gravemente fisurado por la intervención libre del ser humano. Lo que sorprende en esas páginas fundacionales es que, en lugar de replegarse sobre sí mismo, Dios se empeña en establecer un diálogo restaurador, que supone para el ser humano una toma de conciencia de la propia responsabilidad.
Después de haber comido del fruto del árbol prohibido, Dios pregunta a Adán: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9). ¿Dónde estás respecto de ti mismo, de tu verdad, de tu identidad profunda, de tu llamada a cuidar de la creación, de tu compañera de vida, de tu Creador? Complementaria, y más profunda si cabe, es la cuestión que Dios dirige a Caín después de que este haya matado a Abel: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Qué has hecho de aquel que es diferente de ti, aunque comparta el mismo origen, la misma dignidad y el mismo destino?
Tanto Adán como Caín representan dos aspectos de esa grieta básica que es el pecado como distorsión de lo que estamos llamados a ser. El pecado constituye al mismo tiempo un evento profundamente humano y profundamente inhumano. Humano porque, entre todos los seres creados, tan solo la persona es capaz de oponer resistencia al proyecto de Dios, que consiste en la vida abundante y armoniosa para todas las criaturas. Simultáneamente, el pecado es inhumano porque supone un elemento extraño a nuestra condición (¡somos creados para el amor y para el bien!), introduce una desorientación tortuosa y nos impide ver con claridad dónde estamos, dónde vamos y con quién, quiénes son nuestros hermanos y dónde se encuentran.
Caín intenta desentenderse interiormente de la sangre derramada: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Su acción ha dejado una víctima en la cuneta, su propio hermano, y al mismo tiempo le daña a sí mismo, le deshumaniza en la medida que deshace en su corazón la llamada esencial a vivir en relación y a establecer vínculos de fraternidad.
Dios no permite a Caín caer en la tentación de un olvido prematuro, por eso le recuerda que tiene un hermano y le pregunta dónde está. Sin embargo, este cuestionamiento no basta para que Caín se haga cargo de su propia historia y asuma el peso de esa decisión suya que ha segado la vida de quien compartía con él dignidad y origen. Ante el daño irreparable que ha sufrido Abel, ¿quedará todavía una brecha de esperanza para Caín?
Reconciliación: un viaje de ida y vuelta
Oímos decir a veces que «Dios castiga sin piedra y sin palo». Si alguno merecía un castigo por el daño causado a un inocente, parecería que ese era Caín. Pero Dios no castiga, sino que hace algo mucho más difícil: invita a entrar en un proceso de reconciliación que implica asumir las consecuencias del ejercicio de la propia libertad. Por este motivo, y no porque Dios le castigue, Caín se descubre a sí mismo sumido en una soledad deshumanizadora y padece el destierro. Igual que Adán, también él se ve obligado a abandonar el suelo conocido y fecundo para errar por tierras ignotas, por mundos peligrosos.
La bondad de Dios sigue actuando como garantía de un futuro aún posible, que tendrá que desarrollarse no obstante por caminos imprevistos, aquellos que atraviesan los parajes inhóspitos de la culpa y el miedo. Pero antes de convertirse en vagabundo sobre la tierra, Caín recibe una señal protectora para evitar que le hieran de muerte (cf. Gn 4,15). Dios rompe la espiral de la violencia, sigue tendiendo la mano, se hace garante de la vida.
Este relato de los orígenes de la humanidad muestra de manera simbólica que el perdón de Dios no es un acontecimiento automático que exime al ser humano de toda responsabilidad, sino todo lo contrario: cuando Dios perdona, se asocia a la humanidad herida e hiriente invitándola a recorrer un viaje de ida y vuelta.
El viaje de ida: recibir el perdón
El viaje de la reconciliación arranca de la experiencia de recibir el perdón porque nadie puede dar lo que no tiene. Ocurre con el perdón como con la confianza: es preciso saberse sostenido y cuidado para convertirse después en apoyo firme y seguro de otras personas, es necesario sentirse acogido y perdonado para poder regalar reconciliación a quien nos hace mal.
El viaje de la reconciliación arranca de la experiencia de recibir el perdón
Así como un niño que se ha visto desatendido en sus necesidades básicas tendrá dificultad para desarrollar la confianza a lo largo de su vida adulta, también un niño que ha crecido rodeado de juicios y reproches hallará obstáculos para perdonar y comenzar de nuevo después de recibir un daño. Sin embargo, toparnos con las dificultades inscritas en nosotros por las circunstancias de la vida no impide que seamos capaces de afrontar y superar los límites para iniciar una y otra vez itinerarios de reconciliación. En el fondo de nuestras heridas late siempre la posibilidad de sanar, ahí radica la esperanza.
Con todo, hacer la experiencia de recibir el perdón requiere el cultivo laborioso de ciertas actitudes:
- Conciencia del mal. Parece algo evidente, pero en realidad no lo es. Vivimos en un mundo marcado por el relativismo, donde muchas veces parece que todo sirve, que todo depende de cómo se mire. Ir así por la vida nos va sumiendo en un individualismo que otorga la prioridad absoluta al «yo»: mis derechos, mi tiempo, mis intereses… El bien común queda relegado a un segundo plano, especialmente el bien de aquellas personas que no son afines a mí por cualquier razón. El relativismo y el individualismo van anestesiando nuestra conciencia, de manera que perdemos la capacidad de poner nombre al bien y al mal: ¡depende! Bienaventurados somos los cristianos, que encontramos en el Evangelio la brújula que nos orienta en medio de tales brumas y que nos ayuda a tomar conciencia del mal que producimos cuando nos alejamos de los valores de Jesús.
- Valentía para reconocer el daño. Aunque tengamos conciencia del mal, a veces ocurre que no somos capaces de afrontarlo y hacemos como el avestruz: esconder la cabeza debajo del ala. Hace falta coraje frente a uno mismo para reconocer que hemos actuado mal —en ocasiones, a pesar nuestro— y que otras personas sufren por este motivo. Es necesario tener valor porque la conciencia de obrar mal nos devuelve una imagen de nosotros mismos que desmiente lo que creemos ser y lo que nos gustaría parecer ante nuestro propio espejo y ante la mirada de los demás. Reconocer el daño provocado es un paso decidido hacia la verdad que libera y que permite abrirse al perdón.
- Resistencia para gestionar la culpa. Aunque tiene mala prensa, la culpa es un sentimiento sano cuando nace de reconocer el mal provocado. Es un indicador desagradable de que algo está desajustado y requiere una respuesta por nuestra parte; se parece a la fiebre que delata una infección y permite poner los medios para curarla. Pero la culpa es un sentimiento peligroso y delicado que puede jugarnos muy malas pasadas; por esta razón, necesita ser bien gestionada, encontrar su justo lugar, y para ello hace falta resistencia, en una doble dirección. Por una parte, resistencia para no caer en la tentación de acallar la culpa rápidamente con argumentos baratos (todo el mundo lo hace, no me di cuenta, no es para tanto, cualquiera se equivoca…) Por otro lado, resistencia para no incurrir en la trampa de fustigarnos de manera tan masoquista como estéril (soy un desastre, no puedo cambiar, lo mío no tiene arreglo, siempre caigo en lo mismo, total…). «Felix culpa», canta el pregón pascual: sí, es posible una experiencia dichosa de la culpa cuando la vivimos como puerta que nos abre a pedir y esperar un perdón que quizá no sentimos merecer.
- Humildad y paciencia para pedir perdón. Vivimos en una cultura que nos repite sin cesar que tenemos derecho a todo: ¡porque yo lo valgo! Y nos topamos con que el perdón no es un derecho, sino un regalo que otra persona me ofrece cuando puede, porque quiere y no porque yo lo merezca. Pedir perdón no equivale a recibirlo —mucho menos a recibirlo cuando yo lo decido—, ni me concede el derecho de que el otro me lo dé. El hecho de pedir perdón me sitúa ante mi propia verdad: la liberación que necesito no la puedo lograr por mis propios medios. También me hace constatar que el perdón no es automático ni se produce instantáneamente, como quien echa una moneda en un distribuidor y recibe de inmediato una lata de bebida. Por eso hay que aprender a pedir perdón con humildad y con paciencia, dejando a la otra persona la oportunidad de seguir recorriendo su propio camino de reconciliación y de acogerme de nuevo cuando esté preparada.
Hay que aprender a pedir perdón con humildad y con paciencia
El viaje de vuelta: perdonar
La experiencia del perdón recibido nos habilita a emprender el camino de vuelta en el viaje de la reconciliación. La capacidad de perdonar a quien nos ha hecho daño brota de la memoria agradecida: porque alguien nos levantó un día y nos dio sandalias nuevas para caminar con ligereza después del mal cometido, también nosotros podemos «perdonar a nuestros deudores», brindarles espacio y confianza para continuar viviendo.
La etimología de la palabra «perdonar» hace referencia a «dar completamente», y ello supone la apertura radical del corazón allí donde este se encuentra bloqueado por el dolor del daño padecido, por la cólera y el rencor hacia el agresor. Como don total, perdonar se parece a abrir las manos: para dejar que se vaya aquello que nos ata al sufrimiento del pasado y para permitir que quien nos lastimó recupere la posibilidad de ser más que agresor, ya sea cerca o lejos de nosotros.
Como sucede con la experiencia de pedir perdón y ser perdonado, también perdonar es un proceso delicado que no se debe forzar. Cuando el daño es grande, ir más deprisa de lo posible, tratar de pasar la página antes de tiempo, no haría más que encubrir un dolor no trabajado que seguiría pasando factura y se enquistaría en un rencor difícil de resolver. ¡Qué importante es escuchar las propias emociones sin juzgarlas y concederles el tiempo que necesitan para ir abriéndose a nuevos futuros! No perdonamos cuando queremos, sino cuando podemos, cuando nuestro interior está preparado para soltar, dejar ir y acoger. Desear perdonar es un gran paso; sin embargo, el perdón, más que una hazaña heroica, es un proceso humilde que necesita mucha escucha delicada y paciente.
El perdón es un proceso humilde que necesita mucha escucha delicada y paciente
El «padre pródigo» del que habla Lucas en el capítulo 15 de su evangelio vio a su hijo menor llegar desde lejos; llevaba mucho tiempo esperando su vuelta, a pesar de que había dilapidado toda la fortuna. La espera fue cultivando en el corazón de este padre el deseo y la capacidad de perdonar radicalmente, por eso su abrazo fue entero, restaurador, lleno de alegría. El padre es el auténtico «pródigo» de la parábola, aquel que da sin contar, habitado por el gozo de recuperar al hijo perdido.
Pero en esa historia de Lucas aparece otro personaje que resulta enigmático y molesto. El hijo mayor, aquel que ha seguido trabajando en el campo con toda diligencia y ha dado por perdido a su hermano pequeño, no ha empezado aún el camino de la reconciliación. Cabe esperar que un día será capaz de entrar a la fiesta y celebrar el reencuentro, pero todavía le queda un gran trecho por delante. Su corazón está cerrado en sus propias razones; él, que cree hacerlo todo bien, no sabe por el momento lo que significa ser perdonado, y por ello no puede perdonar.
En el viaje de la reconciliación, somos todos compañeros de Adán y de Caín, del hermano mayor y del pequeño de la parábola que cuenta Jesús. Pero, sobre todo, somos hijas e hijos de un padre pródigo en misericordia y ternura que, con el perdón que nos regala, nos capacita para poner en práctica la palabra de su Hijo: «Vete y haz tú lo mismo».
Somos hijas e hijos de un padre pródigo en misericordia y ternura