En el año 2014, la actriz Blanca Portillo recorrió los escenarios españoles interpretando el monólogo “El testamento de María”. En él presenta a la madre de Jesús rebelándose contra la muerte de su hijo que, según ella, se torció a causa de las malas compañías. El momento cumbre de la obra es el grito desgarrador de María: “¡No mereció la pena! ¡No mereció la pena!”. La madre de Jesús se rebela contra la muerte de su hijo y no acepta las explicaciones que pretenden justificarla como designio de Dios.
Tiene razón el teólogo Rafael Aguirre, que comenta la obra, cuando dice: “¿Cómo va a aceptar una madre, ni nadie, la muerte violenta de un hombre como algo querido por Dios para salvar a la humanidad, para aplacar a un Dios ofendido por los pecados de los hombres”. Y añade: “No cabe sino rebelarse contra un Dios que necesita la sangre de su hijo para calmar su ira. Ese Dios masoquista y pernicioso ha amargado la vida de muchos creyentes. Desde luego no es el Dios de quien Jesús habla”.
La muerte de Jesús es una consecuencia de su vida. “Lo que mereció la pena no fue la muerte, infame e injusta, sino la vida de Jesús”. Lo que vivió le llevó a una muerte brutal.
Como dice el teólogo Schilebeeckx (1914-2009), “la muerte de Jesús en cruz es la consecuencia de una vida en el servicio radical a la justicia y al amor; es secuela de su opción por los pobres y los desechados; de la opción por su pueblo, que sufría explotación y extorsión. En medio de un mundo malo, toda salida a favor de la justicia y el amor es arriesgar la vida”.
En la muerte de Jesús es la propia humanidad la que se retrata en su lado más horrible. La malicia del hombre para producir la muerte parece infinita. “Pero el ver la nobleza de Jesús al morir por amor, entendemos que la humanidad ha quedado redimida. Uno puede ya apuntarse a esta humanidad en que floreció Jesús. En él la entera raza humana ha sido rehabilitada. Ya no nos avergonzamos de ser hombres, desde que Jesús ha inaugurado un modo de ser hombre distinto del que vemos a diario en esta sociedad corrupta, violenta, egoísta e injusta” (J. M. Martín-Moreno).
El designio de Dios no es que Jesús ni ningún otro ser humano sea crucificado. Dios quiere nuestra felicidad. La misión de su Hijo es salvar a la humanidad, liberarle de sus cadenas interiores y exteriores, dando una razón de vivir para las inevitables de la existencia y luchando contra las que nos imponemos unos a otros por nuestros intereses a veces inconfesables. Jesús es fiel a esa misión hasta la muerte.
Es una muerte por amor. Lo realmente valioso no es el sufrimiento sino el amor, que hace frente a todas las fuerzas adversas. Lo que salva es el amor. “Así nos ha salvado Jesús. Nos ha salvado haciéndose buen samaritano de los heridos, comensal con los pecadores, solidario de los pobres, amigo de mujeres y niños. Por eso sufrió y murió; por haber sido el ‘hombre para los demás’, el ‘hombre con los demás’” (F. Javier Sáez de Maturana).
En aquel tiempo, se levantó toda la asamblea, o sea, sumos sacerdotes y escribas, y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
– Hemos comprobado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, diciendo que él es el Mesías rey.
Pilato preguntó a Jesús:
– ¿Eres tú el rey de los judíos?
Él le contestó:
– Tú lo dices.
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
– No encuentro ninguna culpa en este hombre.
Ellos insistían con más fuerza, diciendo:
– Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí.
Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y, al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.
Herodes, al ver a Jesús. se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:
– Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.
Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa, diciendo:
– ¡Fuera ese! Suéltanos a Barrabás.
A este lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando:
– ¡Crucifícalo, crucifícalo!
Él les dijo por tercera vez:
– Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré.
Ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara, e iba creciendo el griterío.
Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
– Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: “Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado” Entonces empezarán a decirles a los montes: ‘Desplomaos sobre nosotros’, y a las colinas: “Sepultadnos”; porque, si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?
Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Y, cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
– Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte.
El pueblo estaba mirando.
Las autoridades le hacían muecas diciendo:
– A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
– Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
– ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Pero el otro le increpaba:
– ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos: en cambio, este no ha faltado en nada.
Y decía:
– Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Jesús le respondió:
– Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.
Era ya eso de mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo
– Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Y, dicho esto, expiró
El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios, diciendo:
– Realmente, este hombre era justo.
Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvía dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando. (Lc 23. 1-49)
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