Joseph Perich
Hace mucho tiempo existía un enorme manzano. Un niño lo amaba mucho y todos los días jugaba alrededor de él. El amaba al árbol y el árbol amaba al niño.
El niño creció y se marchó. Un día el muchacho regresó al árbol y escuchó que el árbol le decía triste:
-«¿Vienes a jugar conmigo?»
–«Ya no soy el niño de antes que jugaba. Lo que ahora quiero es un ordenador y necesito dinero para comprarlo».
–«Lo siento pero no tengo dinero… Toma todas mis manzanas y las vendes. De esta manera obtendrás el dinero».
El muchacho tomó todas las manzanas, obtuvo el dinero y el árbol volvió a ser feliz. Pero el muchacho no volvió después de obtener el dinero. El árbol volvió a estar triste.
Un tiempo después, el muchacho regresó. El árbol se puso feliz y le preguntó:
-«¿Vienes a jugar conmigo?»
– «No tengo tiempo para jugar. Debo trabajar para mi familia. Necesito una casa para compartir con mi esposa e hijos. ¿Puedes ayudarme?»…
-«Lo siento, pero no tengo una casa, pero…tú puedes cortar mis ramas y construir la tuya». El joven cortó todas las ramas del árbol .Esto hizo feliz nuevamente al árbol, pero el joven nunca más se acercó y el árbol volvió a estar triste y solitario.
Cierto día el hombre regresó y el árbol estaba encantado.
-«¿Vienes a jugar conmigo?», le preguntó el árbol.
El hombre contestó:
–«Estoy triste y volviéndome viejo. Quiero un bote para navegar y descansar. ¿Puedes darme uno?».
-«Usa mi tronco para que puedas construir uno y así puedas navegar y ser feliz».
El hombre cortó el tronco y construyó su bote. Luego se fue a navegar por un largo tiempo. Finalmente regresó después de muchos años y el árbol le dijo:
-«Lo siento mucho, pero ya no tengo nada que darte, ni siquiera manzanas…la única cosa que me queda son mis raíces».
El hombre contestó:
–«Yo no necesito mucho ahora, solo un lugar para descansar. Bueno, las viejas raíces de un árbol son el mejor lugar para recostarse y descansar”.
– Ven siéntate conmigo y descansa», respondió el árbol.
El hombre se sentó junto al árbol y éste, feliz, sonrió con lágrimas en los ojos.
REFLEXIÓN:
Voy a ver a Teresa, una anciana de noventa años, con un avanzado cáncer que le provoca mucho sufrimiento. La enferma, de entrada, no me habla de su problema, se interesa por mi salud y por cómo siguen los feligreses de la Parroquia. Uno de los presentes suelta con acritud: «Esta mujer ha pasado toda su vida preocupándose de los demás y nada por ella misma». Aguanto la respiración unos instantes para no polemizar y sí para darme cuenta de que aquel interlocutor, sin quererlo, había proclamado el mejor «piropo» que se puede decir a una persona, y más si se trata del tramo último de su vida.
Como aquel árbol mutilado del cuento, aquella abuela con sus preguntas me estaba diciendo:
– Ven, siéntate cerca de mí y descansa. ¡Gracias!
Qué suerte, Teresa, que en un momento crítico como este, puedas seguir siendo consecuente con la actitud de servicio amoroso y gratuito de qué has hecho honor toda tu vida. No ha sido en vano. Me lo dice el corazón cuando veo a tu hijo acariciándote con ternura, curando tus heridas con mimo. Me lo dice el corazón cuando tantas personas preguntan por ti con los ojos humedecidos.
Pero… ¿hemos valorado suficientemente el trasfondo de tantas flores, de tantas muestras de afecto que nos has ido regalando a lo largo de los años? Gracias a personas como tú, Teresa, es posible imaginar un mundo nuevo aquí y más allá.
Estoy seguro de que tú misma has sentado silenciosamente a lo largo de tu vida, a unas y a otras personas, encima de aquella única «raíz» que fue capaz de decirnos:
«Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar» (Mt 11, 25-30).