Quién nos enseña a usar nuestra fortaleza

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Este testimonio nace fruto de uno de esos momentos cruciales e inesperados en la vida. «Eres apasionado, eres creativo, tu trabajo ha sido impecable. Estás despedido». 

Pero esta historia comienza en un patio de escuela. Estoy llorando. Mis amigos me han llamado gordo y se han burlado de mi manera de jugar (fatal) al fútbol. Un profesor de mates ha decidido castigarme por montar un «numerito». Me siento desolado. Pero sigo adelante. 

Pasan algunos años. Cole nuevo, compañeros nuevos. ¡Qué difícil es encajar en 1º de ESO siendo gordito, gafotas, amanerado y sensible! Me estoy pegando con el malote de la clase. Me duele, sí, pero me tengo que defender y el colegio prefiere no actuar. Durante semanas, meses, no encuentro mi lugar, estoy solo. Pero sigo adelante. 

Un nuevo lugar: Bachillerato. Por fin voy a estudiar lo que quiero. Es el primer paso para ser director de cine. Estoy ilusionado, soy positivo, sé que voy a hacer amigos nuevos. Además, voy con mi mejor amiga. Error. En este colegio hay acosadores profesionales; uno de ellos, el novio de mi «mejor» amiga. Todos los días me encuentro con un grupo de chicos que, sin motivo, se burla de mí. Me llaman maricón, imitan mi forma de hablar, de reír o de andar. Uno de los días más tristes sucederá en el acto de graduación de Bachillerato. Ante continuas amenazas, decido no acudir a la fiesta, prefiero no arriesgarme a que puedan hacerme daño. Al principio me afecta un poco, lloro algunas veces, pero con los meses no me siento tan mal. Convivo con todo ello acompañado de grandes amigos. Sigo adelante.

Pasados los años, la vida me ha dado algunos reveses. Siempre estaré agradecido a los Javieres, Vidales y Álvaros que me hicieron daño, porque con ello me hicieron fuerte. Jamás un profesor o mi familia se preocupó por mí en aquellos momentos y no les culpo. Siempre he pensado que era lo que tenían que hacer. Ellos me han hecho una persona resistente, un tío que se quiere, que sabe de superar sus problemas.

Y en esto estuvo siempre Dios. Desde las misas con mi abuela, hasta las primeras misas con mi hermanita y encontrar mi vocación como acompañante de jóvenes. La fe y es refugio, hogar y confianza. Porque Dios me conoce y camina conmigo.

Hay tres conclusiones que saco de todo esto:

  • La sociedad de 2020, a diferencia de la de 1990, crea niños y adolescentes blanditos, débiles y con poca capacidad de frustración. La educación ha cambiado tanto, tan rápido, que después de tantos años no sé cuál tiene que ser el papel del profesor ante el acoso. Pero hay algo que sí sé: no debemos permitir que nuestros alumnos acosados sientan que les van a solucionar el problema. Son ellos los protagonistas que han de resolver el conflicto con confianza. Al mismo tiempo que escuchamos y damos herramientas a los acosadores que seguro tienen mucho que decir.
  • Hemos dado pasos en la integración de los chicos «afeminados» (me parece una palabra preciosa, porque no hay nada mejor que ser femenino) o con diferente orientación sexual. Para mí, la pluma fue un lastre insalvable. Ahora, nosotros, adultos, no debemos juzgar o prejuzgar lo que otra persona es o parece (me ha seguido pasando en cada uno de los trabajos que he tenido). Comprometámonos a enseñar a los pequeños a tolerar con naturalidad cuando un niño no quiere jugar al fútbol o se lleva mejor con las chicas.
  • Y lo más importante: la fe salva, la fe hace milagros y Dios obra de las maneras más misteriosas y entrañables. Es inevitable que suframos. Y solo del sufrimiento nacen cosas maravillosas. Como dice la canción «Quizá tenía que pasar. No es justo, pero solo así se aprende a valorar». Efectivamente, Dios, el primer psicólogo, sabe que solo se hace «músculo» haciendo «deporte», nadie aprende a vivir cuando no le pasa nada malo, crecemos cuando nos golpean y es Él quien nos enseña a utilizar nuestra fortaleza.

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