Iñaki Otano
Domingo 20 del tiempo ordinario (A)
En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: “Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Él le contestó: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”.
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas: “Señor, socórreme”. Él le contestó: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Pero ella repuso: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús le respondió: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. En aquel momento quedó curada su hija. (Mt 15, 21-28)
Reflexión:
En el Padre nuestro decimos a Dios Padre: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Pedimos que se haga lo que Dios quiere. Y, sin embargo, en el evangelio de hoy Jesús dice a la mujer extranjera: Que se cumpla lo que deseas. Y lo que ella desea es que cure su hija.
Y es que no hay contradicción entre lo que Dios quiere y nuestro propio bien. Al contrario, Dios quiere nuestro bien. Por eso, le desagrada el pecado: porque nos hace daño a nosotros mismos, perdemos humanidad y perjudicamos a los hermanos. Su “honor ofendido” es ver nuestro bien pisoteado. Jesús proclama que todo lo que nos hace mejores personas, todo lo que refuerza nuestra humanidad es evangélico, Dios lo quiere.
Pero todos tenemos la experiencia de haber pedido una cosa buena a Dios y no realizarse lo que pedimos. Dios no cambia nuestra condición humana, porque entonces dejaríamos de ser humanos, pero le da una dimensión que solo él le puede dar. Este es un extracto de un poema escrito por un americano, que quedó minusválido:
“… He pedido un compañero para no vivir solo, / y Él me ha dado un corazón para que pueda amar a mis hermanos.
… He pedido cosas que puedan alegrar mi vida, / y he recibido la vida para que pueda disfrutar de todas las cosas.
No he obtenido nada de lo que yo había pedido, / pero he recibido todo lo que había esperado.
Casi a pesar mío, / mis oraciones no formuladas han sido escuchadas, / soy de los hombres más abundantemente colmados”.
Jesús ha dicho a aquella mujer: Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas. Cuando la fe inspira los deseos de la persona, esa fe ayuda a ser más feliz, a vencer la adversidad.
La mujer era extranjera, no pertenecía al pueblo escogido, era recibida con recelo o enemistad. A nadie se le ocurriría alabar su fe. Aquellos judíos creían que la fe la tenían ellos en exclusiva, que a los demás había que despreciar o al menos ignorar. Pero toda persona, sea cual sea su origen, merece un respeto y, aunque le rechacen los hombres, es acogida por Dios.
La extranjera, primero probada por Jesús y luego alabada por él, nos enseña a acercarnos a Jesús con sencillez, sin considerarnos mejores que los demás, y diciéndole desde el fondo del corazón: Señor, socórreme.