¿QUÉ MÚSICA SALVARÁ AL MUNDO? – Óscar Alonso

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Óscar Alonso

oscar.alonso@colegiosfec.com

Hace ya la friolera de 23 años que encontré en una iglesia de Roma un cuadernillo con una carta pastoral de Carlo María Martini. Aquella carta llevaba por título ¿Qué belleza salvará al mundo? Y recuerdo que la leí entusiasmado, porque el título lo merecía. Aun hoy guardo entre mis recuerdos aquellas páginas. No sé por qué me ha venido a la mente al empezar a escribir sobre la música, la fe y nuestros jóvenes. Seguramente porque, para mí, la música religiosa y la belleza, van de la mano. A mí, desde luego, la música religiosa siempre me ha ayudado a orar y a celebrar con más hondura, hasta el punto de conmoverme en muchas ocasiones. En aquella carta pastoral, el cardenal Martini afirmaba que «los ritmos de palabra, silencio, canto, música, acción, en el desarrollo del rito litúrgico contribuyen a la experiencia espiritual». Pues eso creo yo que debería suceder en nuestras oraciones y celebraciones con los jóvenes: que la música nos ayudase siempre a orar y celebrar mejor. Que la música apacigüe nuestra alma y nos haga sentir en profundidad lo que creemos y a quien creemos.

Que la música apacigüe nuestra alma y nos haga sentir en profundidad lo que creemos y a quien creemos.

Echando la vista atrás hasta hoy mismo, me reconozco un acérrimo defensor de la música litúrgica. Creo que en la celebración en la que hay música se generan unas posibilidades que no se encuentran en otros espacios y lugares. Es más: cuando uno visita una catedral o un templo, cambia radicalmente la visita y la experiencia si de fondo hay un organista interpretando alguna obra o una música de fondo que llena el espacio de un modo único. Esa experiencia te invita a sentarte, a contemplar, a cerrar los ojos y a dejarlo todo a un lado para gustar internamente lo que uno escucha. Esa es una experiencia recomendable y profundamente religiosa.

Me reconozco también un acérrimo defensor de los coros. De hecho, me llaman la atención las comunidades parroquiales o las comunidades cristianas en los colegios religiosos en los que no hay al menos un coro formado por personas que disfrutan cantando y ayudan a otros a vivir lo que se ora y se celebra. En mi parroquia, sin ir más lejos, ha cambiado radicalmente la calidad de las celebraciones y la participación de la asamblea en las mismas desde que la música se cuida y hay un coro de jóvenes (conformado por unos diez-doce chicos y chicas de diferentes grupos de pastoral juvenil) que acompaña cada celebración. Y es que nuestras comunidades y celebraciones son otra cosa cuando hay música, instrumentos, gente que cuida el canto y que anima a cantar. Y esto, evidentemente, no es fruto de la casualidad y de la buena suerte sino del trabajo, la coordinación y el acompañamiento que se hace a los jóvenes que lo desean y que tienen talento para poner en común y hacernos a los demás más fácil nuestro orar y celebrar en la comunidad.

Desde luego en mi parroquia, después de la COVID, después de las distancias y los protocolos, una vez recuperadas las viejas costumbres de apiñarnos en los bancos y de abrazar a los demás, además de cuidar la liturgia más que nunca para que entendamos mejor lo que celebramos y cada uno de los gestos, símbolos y palabras, la ambientación musical se ha convertido en una potente herramienta de atracción de jóvenes (y no tan jóvenes) a las celebraciones.

Pertenezco a la generación de catequistas que crecimos escuchando a Brotes de olivo, a Kairoi y a grupos y cantautores de aquella época. A mí personalmente me ayudaron mucho (y lo siguen haciendo) a orar, a conocer más la Palabra, a celebrar mejor y a acompañar tantos y tantos momentos de mi vida. Sin esa música y esas letras, mi ser creyente no sería el mismo. Sin esa música no me reconocería a mí mismo. Sin esas letras, a mi historia personal le faltaría un elemento esencial. Forman parte insustituible de mis listas de Spotify. Me pregunto qué música religiosa estará presente en alguna lista de Spotify de nuestros jóvenes.

Reconozco que el fenómeno Hakuna me ha sorprendido y ha llamado mi atención. Reconozco que me gustan sus letras y su puesta en escena. Claro que suscitan en mí preguntas y planteamientos más de fondo, más de adulto en la fe, pero el fenómeno en sí me parece impresionante y de gran valor para nuestra juventud. Paso horas en mis viajes escuchándolos. Acudo algún lunes a alguna de las celebraciones que en mi ciudad realizan y acompañan con su música. Para mí son una gran oportunidad que no podemos dejar pasar, porque me hablan del Señor, de la Palabra, de la Iglesia, del mundo y de la necesidad que tenemos todos de dejarnos sorprender por la realidad y por lo que Dios tiene que decirnos hoy a todos.

Ahora que acabamos de despedir al papa Benedicto XVI, recuerdo que en uno de los muchos reportajes que se han emitido, decían que desde que dejó su cargo se había dedicado «a la oración, a la lectura y a la música». Era un gran teólogo, seguramente uno de los más brillantes de los últimos decenios, pero era también un enamorado de la música, de la que afirmaba: «la música, la gran música, distiende el espíritu, suscita sentimientos profundos e invita casi naturalmente a elevar la mente y el corazón a Dios en cada situación de la existencia humana, ya sea alegre o triste. La música se puede convertir en oración».

El canto promueve la unidad, genera comunidad y posibilita una oración y celebración más bella y profunda.

Benedicto XVI afirmaba que «la música forma parte de todas las culturas y acompaña toda experiencia humana, desde el dolor al placer, del odio al amor, de la tristeza a la alegría, de la muerte a la vida. La música es vehículo universal, muy adecuado para la comprensión y la unión entre las personas y los pueblos. Debemos apreciar la belleza de la música, lenguaje espiritual».

Y es que qué gusto da asistir a una celebración o a una oración y poder unirse al canto y, si no se conoce, poder disfrutar de cómo los otros cantan. Recuerdo las palabras de un sacerdote que cuando animaba a la asamblea a cantar en la celebración decía: «hermanos, hermanas, no hay nadie más desafinado que aquel que no abre la boca». Y es que el canto promueve la unidad, genera comunidad y posibilita una oración y celebración más bella y profunda.

Me entristecen las oraciones y celebraciones en las que la música y la danza ya solo se reproducen en aparatos muy sofisticados y de gran calidad, y se ven en pantallas de plasma de gran resolución, pero ya no requieren de los asistentes para su ejecución. Y me entristece porque ya no somos protagonistas en aquello que celebramos sino solo usuarios y participantes en algo en lo que no ponemos nada nuestro, en lo que vitalmente no nos va nada, no nos jugamos nada. Me entristece sobremanera lo enlatado. Y, desgraciadamente, se impone cada vez más, porque cuesta mucho menos que invitar a las personas a aprender a tocar instrumentos, a enseñar cantos y a ensayar con los presentes. Es todo mucho más perfecto (creemos) pero en ello no ponemos apenas nada de vida y de sentimiento. Conseguimos una emoción muy superficial. Que pasa rápido y que en el fondo no cala.

Que la música se cuide, se promocione y se convierta en un elemento esencial en los itinerarios de crecimiento en la fe.

Nuestra pastoral juvenil debe apostar en su programación y debe dotar de recursos para que la música se cuide, se promocione y se convierta en un elemento esencial en los itinerarios de crecimiento en la fe. Recuerdo cuando era adolescente los momentos de ensayo en las convivencias de verano. Cada tarde se dedicaba al menos una hora para ensayar los cantos de los diferentes momentos de oración y celebración. Cantos que treinta años después recuerdo a la perfección. Cantos que no son un simple adorno, sino que le trasladan a uno a otra dimensión de las cosas, que te ayudan a ver más allá de lo que se ve, que te acompañan en ese intentar entrar en comunión perfecta con el Dios de la vida, que te cuentan a Jesús y ponen melodía a la letra de su vida. Cantos que son capaces de conmoverte, de alegrarte, de hacerte saltar las lágrimas, de no querer dejar de cantar, de sentir que el Señor está cerca, reside en ti y se hace presente en la comunidad.

Todos y cada uno de nosotros tenemos músicas para momentos: música para un acontecimiento especial, música que nos transporta a un determinado momento de nuestra vida, música que sonaba cuando ocurrió esto o aquello, música que acompañó aquel evento o aquella celebración tan importante. Nuestra pastoral juvenil también necesita su música, a ser posible interpretada y cantada por los jóvenes que la integran. Música actual y música de otros tiempos, música con ritmo y músicas que nos abran al misterio insondable del silencio, música que nos haga gritar y saltar, y música que nos ayude a vivir en profundidad la riqueza de la contemplación. Músicas que hagan más bella nuestra experiencia creyente. Como leía hace algunos meses en algún sitio «si la oración es ya de por sí un acto bello, de bellas palabras, añadiéndole música conseguimos que esta alcance aun mayor belleza. Mayor trascendencia incluso. Lejos de distraernos de nuestras palabras, la melodía y los acordes han de reforzarlas por un lado y ayudarnos a interiorizarlas por otro».

A menudo se escuchan en nuestras reuniones grupales y de los consejos parroquiales que la gente no participa todo lo que debiera, que los jóvenes no abren la boca, que nadie contesta, que no se conocen las respuestas, que los cantos son muy modernos o que los cantos son muy de antes. El caso es que yo me pregunto, ¿y cuándo tenemos tiempo y herramientas para poder ejercitarnos en todo ello? No debemos dar por supuesto nada. Porque es evidente que cuando dedicamos tiempo a ensayar y a que la asamblea participe, la asamblea participa y de qué manera.

Si san Agustín decía aquello de que «quien canta, ora dos veces», yo me atrevería a decir que la pastoral juvenil que apuesta por la música y por su acompañamiento en las oraciones, reuniones y celebraciones, es más atrayente y fecunda. Apostemos por ello para que la música siga salvando a nuestro mundo de la apatía, la tristeza y el conformismo reinantes.

Que la música siga salvando a nuestro mundo de la apatía, la tristeza y el conformismo reinantes.