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¿QUÉ COMUNIDAD PARA LOS JÓVENES? ¿EN QUÉ LUGAR LOS JÓVENES EN NUESTRAS COMUNIDADES?
Me dispongo a escribir estas líneas y no puedo menos que traer a la memoria la pastoral juvenil en la que yo crecí y me inserté en la comunidad cristiana a la que pertenezco y también echar un vistazo al movimiento juvenil que existe en esa misma comunidad cristiana, 35 años después. Los tiempos han cambiado y mucho. Los religiosos que atienden la pastoral juvenil no son los mismos que entonces. Los modos y los medios no tienen nada que ver.
Pero los cientos de adolescentes y jóvenes que hay en mi parroquia no son fruto de la casualidad, ni de la improvisación, ni tan siquiera de un golpe o una racha de suerte. Hay trabajo, mucho trabajo. Hay dedicación casi en exclusiva a ellos. Hay tiempo y tiempos de calidad. Hay mucha paciencia. Hay un cariño inmenso hacia todos ellos. Y hay una clara conciencia de que si queremos jóvenes en nuestras comunidades debemos acogerlos tal y como son, dejar que ellos sean los protagonistas de su propia historia y poner a su disposición esas «experiencias perdurables de fe» de las que el papa Francisco habla una y otra vez.
Hay una clara conciencia de que si queremos jóvenes en nuestras comunidades debemos acogerlos tal y como son
Por supuesto, entre todos esos «hay», hay uno central que lo explica todo: la misión evangelizadora que los catequistas, religiosos y sacerdotes desempeñan desde la conciencia de que la tarea es sembrar, abrir horizontes, posibilitar crecimiento, acompañar procesos, estar cerca, acoger sin condiciones, adaptarse a los tiempos, escuchar mucho, centrarse en lo esencial, apostar por el disfrute compartido y el ocio sano, enseñar a caminar (por fuera y por dentro), dedicar tiempos a la oración, a la contemplación, a la adoración, a la celebración y a dejarse hablar por el Señor que sigue buscando quién diga sí a su proyecto. Y esto es lo que yo veo en mi parroquia en este momento. Desde luego, todo un lujo en los tiempos que corren.
Y todo ello no lo veo desde lejos o porque me lo cuentan o porque lo leo en la hoja parroquial. Lo conozco porque forma parte de la vida cotidiana de mi comunidad cristiana, porque los jóvenes no son un grupo o una comunidad ajena a todo lo demás, a las viejas glorias, a los grupos de vida ascendente o de Biblia o de matrimonios o de Cáritas o de misiones o de… nada de eso. Los jóvenes son parte de la vida de la comunidad cristiana y como tales participan en todo aquello que conforma la vida de la comunidad. Es cierto que tienen sus espacios, sus tiempos, sus dinámicas, su dispersión, su inmadurez, sus búsquedas, su pertenencia flexible dependiendo de las circunstancias… pero todo ello está dentro de la vida de la comunidad. Sería absurdo a estas alturas presentar una vida comunitaria aislada de los jóvenes, como si no quisiéramos que vieran que todos nos hacemos mayores, que la comunidad es una verdadera familia y que en cada época se vive la fe de modos diferentes y nos invita a cuestionarnos y a realizar distintos servicios para el bien de la misión evangelizadora que tenemos.
Como afirma el papa Francisco en la Christus vivit, «en todas nuestras instituciones necesitamos desarrollar y potenciar mucho más nuestra capacidad de acogida cordial, porque muchos de los jóvenes que llegan lo hacen en una profunda situación de orfandad (…) Para tantos huérfanos y huérfanas, nuestros contemporáneos, ¿nosotros mismos quizás?, las comunidades como la parroquia y la escuela deberían ofrecer caminos de amor gratuito y promoción, de afirmación y crecimiento» (ChV 216).
Me detengo en tres momentos en los que he participado hace poco y que me han generado preguntas, han subrayado algunas certezas y me han sugerido posibilidades.
El primer momento que recuerdo es la Pascua juvenil y familiar celebrada en mi parroquia hace poco más de un mes. Con dos dinámicas bien diferenciadas, por un lado, las familias con niños y, por otro, los adolescentes y jóvenes, vivimos el triduo pascual como comunidad, todos a una, cada cual a su ritmo, con las adaptaciones y los lenguajes propios de cada uno de los grupos de interés, y en lo celebrativo todos juntos. Reconozco que para mí son unos días intensos, profundos y bien bonitos. Experimentar que en la comunidad cristiana hay diferentes ritmos y que todos ellos pueden hacerse converger en lo esencial sin dejar de atender lo particular de cada grupo, me parece todo un acierto y una experiencia preciosa de fe compartida.
Aquel triduo pascual me llenó de preguntas. ¿Qué hace posible esta experiencia? ¿Cómo es posible que 200 personas convivan intensamente durante estos tres días, con ritmos tan diferentes, pero que haya entendimiento y todos terminemos queriéndonos un poco más y sintiendo más real eso de la vida comunitaria? ¿Cómo debemos hacer para mantener esta experiencia puntual en el diario vivir de la comunidad cristiana?
¿Qué hace posible esta experiencia?
Evidentemente aquellos días del triduo pascual me hicieron reafirmarme en ciertas certezas: los jóvenes van donde hay algo que les llama la atención y que ellos perciben como bueno. Los jóvenes son hijos de su tiempo (como todos), pero cuando se ven acompañados por otros jóvenes y protagonistas de sus propias experiencias de voluntariado y de fe, nos sorprenden de un modo excepcional. Los jóvenes de hoy no lo tienen fácil, pero si encuentran espacio en la vida comunitaria y buenos acompañantes, en ellos el Espíritu actúa y su experiencia creyente se va fortaleciendo de manera auténtica.
Este triduo pascual en el que participé también me regaló algunas posibilidades: conocer por el nombre a los adolescentes y jóvenes de mi parroquia, interesarme más por sus itinerarios de crecimiento en la fe y por las actividades que realizan y en las que participan y, en tercer lugar, volver a descubrir que en los adolescentes y jóvenes de la comunidad está el futuro de la misma, que son los herederos de algo que no es nuestro y no solo por nosotros, pero que junto a nosotros, los adultos, se va construyendo. Los jóvenes son piedras vivas en la Iglesia.
El segundo momento que quiero recordar aquí es la reciente celebración del sacramento de la Confirmación en un colegio de Madrid. Después de unos años de catequesis y acompañamiento, de formación y experiencias de fe diversas, 87 adolescentes se confirmaban un viernes por la tarde en la iglesia de su colegio. Y en aquella preciosa y sentida celebración, a la que acudieron sus padres, hermanos, familiares y amigos, algo me llamó poderosamente la atención: el 90% de los padrinos y madrinas de estos chicos y chicas fueron sus abuelos y abuelas. Reconozco que la escena me conmovió por momentos. Resulta que las personas que los confirmandos creen que les pueden acompañar en su vida de fe y que les pueden ayudar a crecer en la vida cristiana son, para la inmensa mayoría de ellos, sus abuelos y abuelas.
Aquella celebración me llenó de preguntas. ¿Dónde ven nuestros jóvenes a los testigos de Jesús? ¿Qué necesitan nuestros jóvenes para dar pasos en la vida cristiana? ¿Qué es lo que necesitan para abrazar con autenticidad la propuesta de vida de Jesús?
¿Qué necesitan nuestros jóvenes para dar pasos en la vida cristiana?
Desde luego el momento subrayó algunas certezas: los testigos no siempre han de ser aquellos que están a la última, ni aquellos que nos siguen el paso, ni aquellos a los que imitamos porque se lleva, ni aquellos que hablan como nosotros o tienen nuestra edad o viven lo que nosotros vivimos.
Y esta celebración me sugirió también algunas posibilidades: la comunidad cristiana está conformada por personas de todas las edades, de muy diversos estilos, con acentos diversos y con perspectivas diversas frente a los acontecimientos. Las personas que forman la comunidad cristiana, sean parientes nuestros o no, son parte de nuestra familia. Conocer a los diferentes miembros de la propia comunidad es un ejercicio necesario para nuestros jóvenes. Conocer y dejarse conocer. Uno no echa de menos lo que no conoce. Conocer la comunidad, sus miembros y su vida es parte de una experiencia de fe que nos hace crecer y que fortalece los vínculos y los afectos.
Nuestros jóvenes tienen en sus comunidades muchas personas que les pueden ayudar y acompañar de muchos modos su propia experiencia de seguimiento de Jesús. Nuestras comunidades cristianas deben ser verdaderos espacios de familia y fraternidad, de encuentro y de diálogo. Solo así es posible amar más y amar mejor lo que somos y a aquello a lo que pertenecemos.
El tercer momento al que me quiero referir es una cena mantenida hace unas semanas en casa de unos amigos. Una cena en la que, además de los padres, estaban dos de sus hijas, de 21 y 23 años de edad. Familia creyente, los padres toda la vida perteneciente a una comunidad cristiana, participantes de un grupo de adultos y de modo muy comprometido.
Las hijas, ahora universitarias, toda la vida en un colegio religioso, participando en grupos juveniles de su parroquia… y ahora en la vorágine de la universidad, en la que hay presencia de movimientos juveniles de Iglesia, pero junto a ellos todo un elenco de ofertas y posibilidades, casi todas (por no decir todas) alejadas de lo eclesial, de los valores evangélicos y de la promoción de experiencias que vayan más allá del disfrute personal y grupal de lo que sea.
A lo largo de la cena fueron surgiendo diferentes temas de conversación en torno a la política, a la economía, a los estudios… pero también en torno a la fe, a la Iglesia y a posibles experiencias de misión. De hecho, la madre ya me había comentado que una de sus hijas quería hablar de estos últimos temas. Y así fue. Una cena preciosa aderezada por comentarios, preguntas, dudas, narración de experiencias… y en medio de aquel diálogo cercano, familiar y lleno de luz, una de las hijas dijo: «En este momento de mi vida no sé lo que Dios quiere de mí. Necesito aclararme».
Necesitamos comunidades cristianas que cuiden el aspecto vocacional de la vida
Esa pregunta que atraviesa la historia de la Humanidad y que se convierte en la vida de todos nuestros santos y de miles de cristianos en un momento de Gracia determinante, es también una pregunta que se hacen (o pueden hacerse) nuestros adolescentes y jóvenes en algún momento. Y es ahí donde la comunidad y los diferentes miembros de la misma puede ayudar al discernimiento vocacional en el más amplio sentido de la palabra. Necesitamos comunidades cristianas que cuiden el aspecto vocacional de la vida. Necesitamos una pastoral juvenil vocacional de calidad, con recursos, con personas formadas, con espacios y tiempos que hagan posible preguntarle al Señor ese «qué quieres que haga» y prepararnos para esperar y aceptar las posibles propuestas.
Aquella cena y la pregunta de aquella universitaria suscitó en mí algunas preguntas. ¿Cómo estamos acompañando las búsquedas y preguntas vocacionales de nuestros adolescentes y jóvenes? ¿Quiénes entre los catequistas, religiosos y sacerdotes tienen la preparación necesaria para acompañar procesos vocacionales o para suscitar entre nuestros jóvenes preguntas para el discernimiento vocacional?
Aquella conversación me hizo seguir subrayando algunas certezas: los jóvenes se siguen haciendo preguntas, a muchas de las cuales la publicidad, lo que se lleva, lo que está de moda y de un modo u otro se nos impone, no dan respuesta. Los jóvenes que conocen al Señor y viven una experiencia de fe comunitaria quedan vinculados de un modo especial a su comunidad.
Finalmente, aquella cena y conversación dibujaron algunas posibilidades: debemos trabajar el aspecto vocacional de la juventud en toda la catequesis, no cuando llega la etapa de las dudas y de los cambios bruscos de dirección, sino antes, mucho antes. Los adolescentes y jóvenes no tienen por qué saber con 14-16 años lo que quieren, ni lo que quieren ser, ni lo que quieren hacer. Pero una buena pastoral juvenil que se hace presente en su vida, que convive con sus preguntas, sus anhelos, sus dudas y sus proyectos, es de vital importancia. Jóvenes entre jóvenes, inmersos en una vida comunitaria que los enriquece y que se enriquece con su presencia y testimonio vital: «La experiencia de grupo constituye a su vez un recurso para compartir la fe y para ayudarse mutuamente en el testimonio. Los jóvenes son capaces de guiar a otros jóvenes y de vivir un verdadero apostolado entre sus amigos. Esto no significa que se aíslen y pierdan todo contacto con las comunidades de parroquias, movimientos y otras instituciones eclesiales. Pero ellos se integrarán mejor a comunidades abiertas, vivas en la fe, deseosas de irradiar a Jesucristo, alegres, libres, fraternas y comprometidas. Estas comunidades pueden ser los cauces donde ellos sientan que es posible cultivar preciosas relaciones» (ChV 219-220).
Necesitamos comunidades abiertas, acogedoras
De estos tres momentos o experiencias compartidas con vosotros, la pregunta que me surge es ¿qué comunidad para los jóvenes? ¿En qué lugar los jóvenes en nuestras comunidades? Y creo que en el redactado he ido respondiendo a la misma. Necesitamos comunidades abiertas, acogedoras. Comunidades que dejen a un lado los prejuicios y lo que en otra época funcionó con otro tipo de jóvenes y en otro momento religioso, cultural y social. Necesitamos comunidades en las que haya verdaderos y buenos acompañantes. Necesitamos comunidades flexibles, dispuestas a plantearse y replantearse modos y tiempos. Necesitamos comunidades que anuncien el Evangelio y al Señor Jesús que en él se revela con todos los medios a disposición, de modo explícito, pero también de modo implícito, en las pequeñas cosas de cada día, en las mil y una iniciativas, en los detalles, en el estar junto a los jóvenes. Necesitamos comunidades en las que seamos uno a pesar de la diversidad. Necesitamos comunidades en las que el talento de cada uno sea descubierto, trabajado y empleado para el bien común. Necesitamos comunidades en las que las diferentes generaciones sean participes del crecimiento de todos los grupos y en las que se comparta vida y misión. Necesitamos comunidades en las que se trabaje de manera natural y profesional el aspecto vocacional de la vida. Necesitamos comunidades inmersas en la vida de la Iglesia, conectadas con la dinámica diocesana y comprometidas con ella. Necesitamos comunidades que se hagan presentes en las redes, allí donde los jóvenes bucean de modo constante cada día. Necesitamos comunidades que trabajen para poder ofrecer experiencias y opciones comunitarias que ayuden a nuestros jóvenes a insertarse en la vida eclesial con normalidad, sin estridencias, sin más objetivo que seguir conociendo al Señor y vivirlo todo desde la óptica del Evangelio. Esas son las comunidades que necesitamos.
Gracias a tantos catequistas, monitores, religiosas, religiosos, sacerdotes, seminaristas, postulantes… por la tarea preciosa de acompañar a nuestros jóvenes para que sean y se sientan Iglesia viva. Son un elemento fundamental, determinante diría yo, en este precioso camino de conocer qué es la Iglesia, cuál es su misión y cuál es la tarea de cada uno dentro de la misma.
Finalizo este compartir con estas palabras del papa Francisco: «necesitamos una Iglesia cuyas palabras sean cálidas, cercanas, abrazadoras. No una Iglesia fría, de despachos oficiales, sino una Iglesia que debe acoger con afecto a toda persona que llame a su puerta, sin pedir su carnet de identidad. Todo encuentro con los hombres y mujeres es bueno y positivo porque nos da la oportunidad de abrir las puertas del corazón. Los sacerdotes, antes de dar catequesis o sacramentos, deberían ser Sacramento de la ternura del Padre». Así sea