PURIFICAR EL TEMPLO, PURIFICAR NUESTRA IGLESIA NO VIVAMOS MÁS UNA CUEVA DE LADRONES – Chema Pérez-Soba

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Chema Pérez-Soba

Centro Universitario Cardenal Cisneros

chema.perez@cardenalcisneros.es

Uno de los relatos más importantes de los evangelios es la mal llamada «expulsión de los mercaderes del Templo». Tenemos constancia de ello porque es de los pocos episodios que salen en los cuatro evangelios. Esto significa que no se podía olvidar si se quería recoger la memoria sobre Jesús (Mc 11,15-18; Mt 21,12-17; Lc 19,45; Jn 2,13-25). Por eso, debemos acercarnos a él con especial interés.

Sin embargo, a veces consideramos esta historia como algo anecdótico, puntual: Jesús se enfada cuando ve que en el Templo se vende y se compra. Como no compramos ni vendemos en nuestros templos (bueno, un poco sí, con las velitas, cobrar los matrimonios, etc.), pues ya está, nos quedamos tranquilos pensando lo malos que eran los judíos de la época y lo bien que estamos ahora. Y el texto se nos deshace entre las manos.

Necesitamos recuperar su fuerza original. Para ello, necesitamos colocar, como es habitual, el texto en su contexto histórico. Vamos a ello.

Como es sabido, no había muchos templos/iglesias en Israel, sino que solo había un templo (el Templo) donde habitaba Dios en medio de su pueblo. Y la forma de relacionarse con Él, sobre todo para purificarse, era el sacrificio de animales. Por supuesto, estos animales debían ser los mejores ejemplares, los más puros y, claro, cuanto más grande y caro, mejor.

Como Dios vivía en el Templo, este se organizaba en distintos espacios. Los más lejanos al sancta sanctorum donde estaba el mismo trono de Dio, eran los más profanos, abiertos a todos. Es en ese primer espacio, en el patio de los gentiles, donde todos pueden entrar, que no es un lugar de culto directo donde están los puestos donde se vendían animales para los sacrificios con «certificado» de idoneidad. Y para que todo fluyera, había que complementar el sistema con un detalle: las monedas para comprar eran las monedas romanas, con la efigie del César… dinero impuro. Por ello, en ese mismo espacio estaban los cambistas que tomaban las monedas romanas y daban monedas del Templo, de manera que toda la transacción quedara en los límites de lo sagrado. El sistema no quitaba pureza al Templo. De hecho, Jesús manda hacer la ofrenda ritual en el Templo a los que cura (Mc 1,44).

¿Por qué entonces se lía la que lía? Como no pocas veces, la clave está en el mismo texto, a la vista, pero escondida a nuestros ojos, porque conocemos poco y mal el Antiguo Testamento (lo que Jesús y su gente sí tenían en la cabeza). La clave es la frase: «estáis haciendo una cueva de ladrones” (Mt 21,17).

En el nombre del Dios de Israel, el Templo no es una lavadora de conciencias

A nosotros no nos suena a nada especial, como no sea a Alí Babá, pero a ellos sí. Cuando oyen esta frase, les viene inmediatamente a la cabeza el profeta Jeremías. Jeremías denunciaba las injusticias que cometía el pueblo de Israel contra los pobres haciendo gestos públicos: se carga en la espalda un yugo de bueyes y pasea por Jerusalén con él; deja herramientas en la plaza para que se oxiden y se rían de él; hace lo mismo con una cesta de frutas… Como otros profetas antes que él, necesita llamar la atención para lograr que Dios, Dios de la fraternidad, toque los corazones de los injustos y abandonen su comportamiento. Y una de las performances que usa nuestro Jeremías es plantarse delante del Templo y no dejar que entre nadie, que funcione el culto… ¿Por qué? Porque los que extorsionan a la viuda y al huérfano, los que venden como esclavos a los endeudados, los que olvidan a los pobres en su dolor, vienen al templo, compran los animales mejores y más grandes y, hecho el sacrificio, puede seguir robando y disfrutando de sus riquezas teñidas de dolor. Pues no. En el nombre del Dios de Israel, el Templo no es una lavadora de conciencias. Si no cambias el corazón, ni te acerques al Templo, porque el culto al verdadero de Dios es en espíritu y verdad, no un rito vacío en favor de los opresores (Jer 7,1-11).

Esto es lo que Jesús renueva. Delante de la puerta del Templo recuerda el signo de Jeremías porque no hemos aprendido nada. Si ya ha llegado el Reino definitivo, si Dios quiere que vivamos en la tierra como en el cielo, no podemos darle culto igual: el céntimo de la viuda necesitada vale más que miles de bueyes de los corruptos (Mc 12,43). Necesitamos el Templo del tercer día, del Día de la Fraternidad, del sueño de Dios (Jn 2,19) en el que lo que una vida en justicia es el mejor y único sacrificio.

Por eso, los que persiguen a Jesús después de que haga su signo no son los mercaderes… es el Sumo sacerdote del Templo, porque sabe que Jesús reclama, en nombre del Dios de Israel, un verdadero culto, en fraternidad, que no esté marcado por el dinero. «Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y también los notables del pueblo buscaban matarle» (Lc 19,47).

Este mensaje sigue vigente. No es una cuestión de si hay velitas o no en las iglesias, no es un enfado de Jesús hace mucho tiempo. Es una denuncia profética enormemente actual: ¿estamos utilizando nuestra experiencia religiosa para «lavar nuestra conciencia»? ¿Preferimos asistir a ritos, a meditaciones, a interioridades antes que cambiar nuestra vida desde la fraternidad? ¿No será que hemos preferido «sacralizar» instituciones, ritos, personas, antes que dar el verdadero culto de la propia vida?

Ahí está la raíz de una parte importante de los graves pecados de abuso de autoridad: sacralizamos lo que no es sacro, convertimos la fraternidad en una «cueva de ladrones», donde, escondidos, guardamos los botines de nuestras injusticias. No hay mejor escondite que el velo del Templo, donde las riquezas de sangre quedan a salvo de miradas indiscretas.

Es muy posible que este signo profético sea el que le acabe constando la vida a Jesús. Es normal: cuando las instituciones ya no son espacios hacia la experiencia fraterna del verdadero Dios, sino que ellos se convierten a sí mismos en sacros para esconder en una cueva sus miserias, se convierten en ídolos. Y los ídolos, no lo olvidemos, piden sangre.

¿Hemos convertido nuestra Iglesia, nuestras comunidades, nuestra vida, en una cueva de ladrones?

¿Hemos convertido nuestra Iglesia, nuestras comunidades, nuestra vida, en una cueva de ladrones?