Joseph Perich
Dos hermanos, que vivían en casas de campo vecinas, tuvieron problemas entre ellos. Fue el primer conflicto serio que tuvieron en 40 años. Una larga y beneficiosa colaboración se acabó repentinamente. Empezó con un pequeño malentendido que fue en aumento para convertirse en un grave enfrentamiento.
Una mañana alguien llamó a la puerta de Luis, el hermano mayor. Se encontró con un hombre equipado con herramientas de carpintero.
-Voy en busca de trabajo. ¿Necesita alguna reparación?
– Pues sí, tengo un trabajo para usted. Mire aquella casa al otro lado del riachuelo. En ella vive mi vecino. Bueno, en realidad es mi hermano pequeño. La semana pasada había un precioso prado entre nosotros pero él con su tractor pala desvió el curso del riachuelo para que pasara entre las dos propiedades y quedara bien clara la distancia entre nosotros. Con aquel montón de troncos cerca de aquel granero quiero que me construya una cerca de dos metros de altura. ¡No quiero verlo en mi vida!
El carpintero puso manos a la obra midiendo, cortando, clavando…
Al atardecer, cuando Luis, el hermano mayor, regresó a su casa el carpintero acababa de terminar el encargo. Quedó boquiabierto, no existía cerca alguna de dos metros, en su lugar había un nuevo puente, un puente que unía las dos fincas cruzando el riachuelo. Era una fina obra de arte, incluso con pasamanos. En este preciso momento de desconcierto llega el vecino, su hermano pequeño, para decirle:
-¡Eres una gran persona y un hermano ejemplar! Construir este precioso puente después de todo lo que he dicho y hecho contra ti…
El carpintero recoge sus herramientas para despedirse.
–¡No, espera! –le dice el hermano mayor–. Quédate unos días más. Tengo muchos proyectos para ti.
-Me gustaría quedarme –replicó el carpintero–, pero todavía me quedan muchos otros puentes por construir.
REFLEXIÓN:
Una pareja amiga, que se plantea el divorcio, me comenta que, cuando en casa hay «mal rollo», su niña de tres años se pone en medio de ellos dos y los coge de las manos. Este gesto no verbal de su hija les hace repensar su futuro como pareja y como padres.
Para que no lleguen estas y otras situaciones límite, ¿no sería necesario que aprendiéramos a resolver los conflictos de cada día? Dando por hecho que no somos islas sino que formamos parte de un tejido de relaciones humanas, a la hora de pretender resolver un conflicto, ¿no deberíamos tener en cuenta los daños colaterales y no poner solo la mirada en mi interés personal?
Tradicionalmente han jugado unos papeles muy significativos en nuestras localidades los “jueces de paz”, capaces de facilitar la reconciliación sin tener que recurrir a los tribunales. Hoy está tomando relieve la nueva figura del «mediador», aquella persona con capacidad para intentar deshacer malos entendidos o conciliar intereses contrapuestos (dueño-inquilino, inmigrado-autóctono, violencia de género, «mobbing» laboral…)
Nos faltan «mediadores», constructores de «puentes» y no de «vallas». No hace falta ir a la India para aprender. La niña de tres años mencionada es una maestra y puede ser cualquier persona que se deje llevar por la cordura «divina» de Agustín de Hipona: «En lo esencial, unidad; en lo relativo, libertad; en el testimonial, diálogo; en todo, caridad».
¿Qué no te gusta lo que estás recibiendo?… revisa lo que estás dando. Nuestros antepasados, por experiencia propia, ya afirmaban: «Tendrás siempre el doble de lo que desees para los demás».
El «carpintero» del cuento ¿no te recuerda aquel carpintero de Nazaret, destructor de vallas sociales, étnicas y religiosas, y constructor de «puentes» para un mundo fraterno y globalizado? Más aún, ¿no es él mismo «el puente» para cruzar el mal trago de la muerte? ¿No te llega el eco de aquel primer Viernes Santo: – Hoy estarás conmigo en el paraíso?
Que bellamente lo describe, antes de irse, Pedro Arrupe (JS): «¡La muerte es un sueño. Nuestro destino es la Vida. La muerte para un cristiano es el último amén de su vida y el primer Aleluya de su vida nueva! «